Categoría: Santos

  • ¿300 años de Purgatorio? Una historia con el Padre Pío

    ¿300 años de Purgatorio? Una historia con el Padre Pío

    Los pocos instantes que aquel discípulo de San Pío de Pietrelcina pasó en el Purgatorio le parecieron una eternidad. Y decidió recurrir a la Santísima Virgen… 

    Después de este episodio, fray Daniele retomó su vida de apostolado, como fiel discípulo de San Pío de Pietrelcina. Y cuando alguien le manifestaba cualquier duda acerca del Purgatorio, sabía exponer con claridad la doctrina de la Iglesia, pero, sobre todo, podía agregar su testimonio personal: «¡Vi ese fuego! ¡Sentí el terrible ardor de esas llamas! ¡Mucho pero que el fuego, sufrí el pavoroso tormento de estar separado de Dios!».

  • La amiga del Sagrado Corazón de Jesús: beata Eugenia Joubert

    La amiga del Sagrado Corazón de Jesús: beata Eugenia Joubert

    Hna. Isabel Lays Gonçalves de Sousa, EP

    La segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarnó para manifestar su amor por los hombres, prodigándoles los tesoros infinitos de su Sagrado Corazón. Y, por si fuera poco, a lo largo de la Historia suscita almas escogidas de las cuales hace receptáculos vivos de ese amor misericordioso, a fin de recordarle a la humanidad la infinita ternura de un Dios siempre dispuesto a perdonar y restaurar.

    Dichas almas, verdaderas amigas del Corazón de Jesús, son llevadas hasta un apogeo de relaciones sobrenaturales con el Salvador. Sin embargo, se les exige cúspides de sufrimiento y abandono a la voluntad divina. Les corresponde, en suma, realizar el aforismo que el propio Maestro divino enseñó: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).

    Conozcamos, mediante estas líneas, a una de esas almas predilectas.

    La aurora de una vocación

    Iba ya avanzada la hora aquel 11 de febrero de 1876, fiesta de la primera aparición de Nuestra Señora de Lourdes. En la casa de la familia Joubert, situada en la meseta del Alto Loira, se habían congregado parientes y amigos para celebrar un nacimiento. En mitad de la conmemoración un misterioso y alegre carillón se hizo oír de repente, repicando sin cesar durante varios minutos. Desconociendo el origen de ese sonido, todos se preguntaban qué relación tendría con el bebé recién nacido. El futuro lo diría…

    Desde temprana edad, la niña mostró una índole alegre, pero tranquila. Con 5 años dejaba el cuidado paterno para ser educada en el pensionado de las Ursulinas de Monistrol-sur-Loire, cuya rígida disciplina y austeras abstinencias fueron celosamente observadas por la joven interna. En la convivencia con las demás siempre buscaba el último lugar y a menudo recibía más reproches que elogios. En otro colegio en el que estudió, una de sus profesoras, para templar su carácter, le acusaba de faltas que no había cometido. Sin embargo, asumía la culpa y no permitía que las amargas decepciones turbaran el cielo de su cándida alma.

    Esos pequeños sacrificios, sin saberlo, la iban preparando para los grandes actos de generosidad que un día llevaría a cabo.

    Modelo de piedad, virtud y modestia

    Su devoción a María era notoria, como lo atestigua una de sus compañeras: «Mientras me hablaba de la Santísima Virgen, me parecía ver el Cielo en su mirada».1

    Cada semana de mayo la alumna que obtuviera mejores notas solía recibir una flor. Eugenia se esforzaba con ahínco ese mes dedicado a María y tenía el gozo de poder ofrecerle cuatro hermosas flores. Aun siendo muy pequeña, cuando deseaba ardientemente una gracia, rezaba el Rosario completo durante nueve días seguidos, a los que añadía cinco sacrificios que más le costara. Y su Madre celestial siempre la atendía.

    Más tarde Eugenia afirmaría: «La amo porque la amo, porque es mi Madre. Me lo ha dado todo; me lo da todo; es Ella la que quiere dármelo todo. La amo porque es toda bella, toda pura. La amo y quiero que cada uno de los latidos de mi corazón le diga: ¡Madre mía Inmaculada, sabéis muy bien que os amo!».2

    Cuando terminó sus estudios regresó a la casa de sus padres, donde se entregó a diversas obras de caridad y piedad inusuales para su edad. Ora visitaba a los enfermos en el hospital de la ciudad, animándolos con su inocente entusiasmo, ora se privaba del postre para dárselo a los pobres. Se complacía conversando largamente sobre asuntos espirituales con las religiosas que se encargaban de aquel establecimiento sanitario.

    Ya en esa época se aplicó también en el apostolado con los niños, enseñándoles la práctica de la oración y el catecismo mediante esa virtud que tanto les atrae y pacifica: la paciencia. Sus buenas maneras eran siempre edificantes y su modestia, perfecta.

    ¿Qué vendría a ser esta alma tan preservada? Era la pregunta que muchos se hacían. No obstante, procuraba abandonarse a la voluntad divina y confiaba que el Señor le mostraría el camino a seguir: «No he tomado ninguna decisión todavía; ando buscando dónde quiere Jesús que yo fije mi tienda».3 Y Él pronto se lo revelaría.

    Su vocación se define

    Beata Eugênia Joubertem sua juventude – Foto: Reprodução

    En octubre de 1893, cuanto tenía 17 años, Eugenia fue a visitar a su hermana, que había ingresado en la recién fundada congregación de las Hermanas de la Sagrada Familia del Sagrado Corazón, lo cual fue ocasión de gracias inmensas.

    Encantada con el estilo de vida de las monjas, enseguida discernió el punto central de la vocación de estas religiosas: el entrañable amor que provenía de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, precisamente el que animaba todas sus obras de apostolado y de piedad.

    ¿Sería con estas hermanas donde el Señor la invitaba a «fijar su tienda»? La visita le causó una profunda impresión, como lo demuestran algunas anotaciones dirigidas a la Virgen: «Desde mi niñez, mi corazón, si bien pobre, tosco y terrenal, buscaba en vano saciar su sed. Él quería amar, pero solamente a un Esposo bello, perfecto, inmortal, cuyo amor fuera puro e inmutable».4 Así pues, al parecer había encontrado finalmente lo que andaba buscando desde hace años.

    El hecho decisivo que determinó su completa entrega a Dios fue una conversación con el fundador de la congregación, el P. Louis-Étienne Rabussier, el 2 de julio de 1895. Esta fecha la recordaría hasta el final de sus días, porque las palabras del sacerdote le ayudaron sobremanera a discernir la llamada divina.

    El 6 de octubre de 1895, Eugenia ingresa en la vida religiosa definitivamente. La gracia le hizo sentir la dulzura de una existencia de obediencia, pureza y sacrificio. Su alegría era enorme al «haber sido admitida en la Sagrada Familia de Jesús, María, José; en esta casa de fervor donde sólo Jesús es Rey, donde María es la Dueña de todos los corazones».5

    Al despedirse de su madre, ésta le aconsejó: «Te entrego al buen Dios. No mires atrás, sino conviértete en una santa»,6 palabras que la religiosa pondría en práctica con ejemplar fidelidad.

    «Vencerse hasta el final»

    «Vencerse, vencerse hasta el final»fue su meta desde que era postulante. Para ello, se adentró en las vías de la perfección como un guerrero en la batalla, según se desprende claramente de un breve fragmento extraído de sus escritos: «Combatir la cobardía con la generosidad. Más amor aún. ¡Más sacrificio todavía! No mirarse a sí misma, sino mirar al Corazón de Jesús, al Corazón de María. Nada de lo que el amor exige es pequeño».7

    Desde el principio mostró una profunda seriedad y madurez, que superaba lo común en las jóvenes de su edad. Un modo de ser forjado por la responsabilidad de una elevada vocación e iluminado por una concepción de la vida sin ilusiones sentimentales. Sus gestos y palabras denotaban «un alma que se aplicaba por vivir con Nuestro Señor en lo hondo de su corazón».8

    No escatimaba esfuerzos para desprenderse enteramente de las criaturas, a fin de tener libre su corazón para Dios. Un día de Cuaresma, durante la cual había asumido el oficio de portera, vio que se acercaba una amiga, a la que había conocido en el pasado, y le dijo:

    —Estamos en Cuaresma y no se permiten las visitas.

    Tras estas pocas palabras, cerró la puerta y su amiga se alejó sin rechistar.

    Atraer la mirada de Jesús por las humillaciones y la obediencia

    Formaba parte de las actividades de las Hermanas del Sagrado Corazón enseñarles el catecismo a niños pobres y de escasa instrucción. En los alrededores de Le Puy-en-Velay, el resultado de este apostolado era excelente. El párroco de Aubervilliers, deseoso de verlo fructificar en los suburbios de París, un entorno hostil a la religión y muy trabajado por la propaganda socialista, apeló a la benevolencia de las religiosas.

    En 1896, siete de ellas acudieron a la llamada, entre las que se encontraba Eugenia, quien hacía poco había recibido el hábito. Era una oportunidad que se le presentaba para demostrar su amor y se entregó sin reservas a esta misión durante cuatro años.

    Eugenia nunca rehuía el trabajo; impartía numerosas clases a lo largo del día, llegando a perder la voz a menudo. Poseía un don especial para cautivar a los niños, principalmente a los más rudos e indomables, los cuales se volvían dóciles y afables durante sus lecciones. ¿Qué hacía? Nadie lo sabe… Su seriedad se imponía sin jactancia y su sonrisa sincera infundía confianza y respeto.

    Poco a poco fue motivando la aparición de pequeños apóstoles. Una vez, uno de sus alumnos —quizá el más inquieto de todos— reunió a sus compañeros en la calle, ante un crucifijo, se subió en un banco y, alzando la voz, les preguntó:

    —¿Quién clavó a Jesús en la cruz?

    Como nadie contestaba, añadió:

    —Fuimos nosotros los que hicimos que muriera a causa de nuestros pecados. ¡Debemos pedirle perdón!

    Y los muchachos se arrodillaron para rezar el acto de contrición.

    Sin embargo, en medio de las actividades apostólicas, le afligía una santa preocupación: ¿cómo unirse más al Sagrado Corazón de Jesús? La respuesta a tal cuestión no tardaría en llegar, pues pronto comenzaría una dura prueba.

    Subiendo al calvario

    En 1901, Eugenia regresó a la casa de la congregación a fin de continuar los estudios regulares. Durante los preparativos de la fiesta del Sagrado Corazón de 1902, sintió en su interior una ardiente invitación a estrechar su unión con Dios. Deseaba dárselo todo al Señor: su voluntad, su libertad e incluso su vida.

    La noche de la fiesta, surgieron los síntomas de la enfermedad que la conduciría hasta la eternidad; el diagnóstico no se hizo esperar: tuberculosis. La joven religiosa era invitada a la inmolación de sí misma en un acto de amor y abandono. Fiel a su Amado, no rechazaría nada: «La cruz es el más precioso de todos los dones, de todas las diademas. El Señor me ama, quiere unirme a Él. Respuesta: Fiat. […] Seré su pequeña hostia y la Santísima Virgen será el sacerdote que la ofrecerá según el agrado del Señor».9

    Un cambio brusco se producía en su existencia. Víctima de una dolencia que la consumía poco a poco, la laboriosidad de su vida de estudios, trabajo y apostolado dio lugar a una aparente inacción. Y a los dolores del cuerpo se le sumaron las penas del alma. ¿Soportaría el abandono interior en el que se vería? ¿Qué valor tendría su vocación si ya no poseía las fuerzas para cumplirla?

    No obstante, habiendo sido siempre magnánima en las pequeñas y cotidianas obras, en el momento de la gran adversidad su generosidad superó las expectativas.

    En medio de los sufrimientos, íntima unión con el Sagrado Corazón

    El sufrimiento es el instrumento del que se sirve el Señor para elevar a quienes lo aman a niveles de santidad sin precedentes. Y con Eugenia no fue diferente. Sus últimos días estuvieron marcados por enormes padecimientos.

    Debido a un clima más favorable, la enviaron a Lieja, donde tuvo una leve mejoría, pero pasajera. En medio del silencio y la soledad de la enfermería, Eugenia permitió que el Señor se apropiara de su alma. Sus sufrimientos no dejaron de ser recompensados con profusas gracias místicas.

    De ese período datan algunos coloquios con el Señor transcritos por ella, que permiten vislumbrar el cambio que el Redentor obraba en su alma. «Hija mía, déjame hacer en tu corazón y en todo tu ser lo que yo quiero. […] Desde toda la eternidad he visto tus faltas, tus infidelidades. ¿Acaso no soy el Maestro? ¿No soy libre de amar tu miseria, tu nada? Con tal que tu nada sea obediente, sobre ella es donde siempre cimento mis obras».10

    Por su parte, ella le preguntó cómo retribuirle tantas gracias y Él le respondió: «Me darás lo que yo te doy. Me amarás con mi Corazón. Obedecerás con mi voluntad. Mis deseos serán los tuyos y salvarás las almas conmigo».11

    Pese a ello, arduos fueron aquellos días. «Todo está seco, frío e impotente en mi corazón. ¡Ven, Jesús, ten piedad de mí!». A lo que el Maestro le contestaba: «¿Por qué, hija mía, te parece mal lo que a mí me parece bien? La oración del sufrimiento y del sacrificio me agrada más que la contemplación».12

    ¡«Consummatum est»!

    El 18 de junio de 1904, Eugenia cayó en cama para no levantarse nunca más. Las hemoptisis eran continuas. En cada ataque de tos no dejaba de murmurar: «Todo por ti, todo por ti…».

    El día 26 empeoró su estado y le administraron la Unción de los Enfermos. La intensidad de los dolores no entibió su ánimo ni turbó su esperanza. Uno de los testigos de esos momentos escribiría con admiración: «Nuestra querida hermanita está encantadora en su lecho de sufrimientos. La paz, la alegría, irradian a su alrededor».13

    Otro de los presentes la animaba a que uniera sus sufrimientos a los de la Pasión de Jesús, a lo que respondió: «Lo hago sin cesar en mi corazón. Sufrir sin el buen Dios, ¡no podría!».14

    El 2 de julio, después de rezar algunas oraciones, Eugenia preguntó la hora. Eran las diez de la mañana. La respuesta hizo que entreabriera una enorme sonrisa: era exactamente el día y la hora en que, hacía nueve años, había escuchado el llamamiento divino de consagrarse a la vida religiosa.

    Los dolores de la agonía se intensificaron y su vida parecía estar prendida de un hilo, que insistía en no romperse. Entre terribles crisis de asfixia, decía casi sin voz: «Ya no puedo más… ¿Cuándo vendrá Él?». Nuestro Señor le exigía hasta la última gota de sufrimiento.

    Finalmente, besando piadosamente un crucifijo y pronunciando tres veces el nombre de Jesús, la religiosa de 28 años exhaló el último suspiro, entregando su alma a aquel del que se había hecho íntima amiga. Era el primer viernes de mes, día dedicado al Sagrado Corazón de Jesús.

    Su vida, a primera vista simple y discreta, pero impregnada de gracias místicas y actos de insigne virtud, revela el profundo misterio de amor que envuelve el Sagrado Corazón de Jesús. Al ser Dios, todo lo posee y todo lo puede. Sin embargo, desea almas que lo consuelen y en las cuales pueda derramar su bondad, almas que sean sus amigas y estén dispuestas a la entrega completa de sí mismas.


    Notas


    1 UNE ÉPOPÉE DE VAILLANCE. La Servante de Dieu Sœur Eugénie Joubert. Liège: Saint-Gilles, 1927, p. 9.

    2 Ídem, p. 40.

    3 Ídem, p. 17.

    4 Ídem, p. 20.

    5 Ídem, p. 24.

    6 Ídem, p. 25.

    7 Ídem, p. 32.

    8 Ídem, p. 27.

    9 Ídem, pp. 72-73.

    10 Ídem, pp. 77-78.

    11 Ídem, p. 79.

    12 Ídem, p. 80.

    13 Ídem, p. 105.

    14 Ídem, p. 106.

  • La loca del Sacramento

    La loca del Sacramento

    Hna. Mónica Perezcanto Sagone

    Alo largo de la Historia, Dios suscita almas especialmente amantes de la Eucaristía que enriquecen el Cuerpo Místico de Cristo con su ejemplo. Sí, porque la Iglesia no es como un museo que tan sólo conserva la excelencia en la cual fue constituida por su divino Fundador, sino una sociedad viva que constantemente da nuevos frutos.

    Hace poco más de quinientos años, fulguraba una de esas almas, y no precisamente en el interior de un convento o en el ejercicio de un ministerio eclesiástico. De las filas del laicado, y sin que las pesadas responsabilidades temporales cohibieran su dedicación a la Iglesia, destacó una dama de la nobleza castellana: Teresa Enríquez de Alvarado. ¿Quién fue ella?

    En la corte de los Reyes Católicos

    Teresa Enríquez de Alvarado nació en 1450. Era prima hermana del rey Fernando el Católico e íntima amiga de la reina Isabel de Castilla. Contrajo matrimonio con don Gutierre de Cárdenas, contador mayor del reino y alcalde mayor de Toledo. Tuvo cinco hijos, de los cuales tres fallecieron siendo aún niños. La familia vivía en la corte, ya que el cargo que ocupaba don Gutierre era de bastante responsabilidad.

    Rodeada de riqueza y de lujo, Teresa supo mantenerse en completo desapego de los bienes terrenales. Deseaba servir a Dios, sin escatimar esfuerzos para ello: ordenó la construcción de conventos, hospitales y capillas; ayudó pródigamente a los pobres y a los enfermos; se dedicó a la educación de sus hijos, enseñándoles prácticas de piedad y de caridad.

    Sin embargo, elevándose todavía más, fue principalmente la presencia real del Señor en la Eucaristía lo que cautivó su corazón.

    Abrasada de amor por la Eucaristía

    Desde su infancia, Teresa aprendió de su abuela paterna, mujer virtuosa y seria, la devoción y el respeto que se le ha tener al Santísimo Sacramento. Con el paso de los años, fue creciendo no solamente en estatura, sino sobre todo en un ardiente amor por el Señor en este sublime misterio.

    Comulgaba regularmente —en una época en la que no era costumbre hacerlo— y encontraba tiempo, en medio de sus obligaciones de la corte y obras de caridad, para pasar largas horas ante el sagrario. Cuando murió su tercer hijo, Teresa se aferró aún más al Cielo, conformándose con la voluntad de Dios, y al pie del tabernáculo halló consuelo y fuerzas para seguir adelante.

    Ella misma molía el trigo y amasaba la harina para la confección de las hostias que después serían consagradas en el altar. Además, fundó cofradías sacramentales que se extendieron por muchos lugares, impulsando notablemente la adoración eucarística.

    La finalidad de esas hermandades era promover el esplendor en el culto a Jesús Sacramentado, garantizando el cuidado de los sagrarios, custodias y vasos sagrados, el orden y disposición de los ornamentos sacerdotales y el ajuar del altar, así como la digna organización en el traslado procesional del viático llevado a los enfermos. Las cofradías contaban con personas que verificaban e informaban a la autoridad competente cómo se veneraba la Eucaristía en los distintos lugares, a fin de garantizar que todo fuera realizado con la sacralidad propia a honrar al Pan del Cielo.

    Teresa trabajaba para que el culto eucarístico no fuera únicamente un privilegio de los espacios sagrados, sino que tuviera influencia en la vida civil y cotidiana. Instituyó una especie de tendencia nueva, que ganaba fuerza al soplo de la Contrarreforma. De modo que mientras estaban los que se dedicaban a justificar el dogma eucarístico refutando doctrinariamente los errores, ella lo afirmaba en el terreno de las tendencias, poniendo una nota de grandeza, belleza y buen gusto en todo lo que se relacionara con el Santísimo Sacramento.

    Abrasada de amor por la Eucaristía, deseaba que Jesús Hostia fuera adorado y respetado, dando a todos ejemplo de fervor. Tan apasionada se mostraba en ese empeño que el Papa Julio II la llamó «la loca del Sacramento», como aún es conocida en España.

    Esta noble dama también era una gran devota de Nuestra Señora. Al comienzo de su testamento escribió: «En nombre de la bienaventurada Virgen gloriosa Santa María, […] a quien yo tengo por Señora y por Abogada en todos mis hechos y ahora, con devoto corazón, me ofrezco por su esclava y servidora y le ofrezco mi alma».1

    Devoción desinteresada hasta la muerte

    Dispuso que el día de su fallecimiento, ocurrido en 1529, los actos fúnebres de su entierro fueran sencillos, prohibió que se hablara sobre ella y mandó que el sermón se hiciera en honor del Santísimo Sacramento, lo cual manifestaba con mayor evidencia que todo cuanto había hecho en esta tierra no había sido más que por un amor puro y desinteresado para con Nuestro Señor en la Eucaristía.

    El proceso diocesano de su beatificación ha sido concluido recientemente en la archidiócesis de Toledo, en cuyo territorio está situada Torrijos, localidad donde residió los últimos años de su vida.

    Su cuerpo se conserva incorrupto y descansa en el monasterio de las Concepcionistas de esta última ciudad, convirtiéndose este hecho en una prueba para nosotros de cómo una vida recta, devota y compasiva atrae la benevolencia del Creador.

    Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón

    Se engaña el que piensa: «Es muy fácil llevar a cabo grandes empresas cuando se tiene prestigio social, buenas relaciones y una considerable fortuna». Lo que define el éxito en el emprendimiento de una obra es su elevada finalidad y la virtuosa intención de quien lo realiza y no el entorno o los medios disponibles; éstos contribuyen, ¡y cuánto!, pero no son determinantes. En las cosas de Dios, la gracia divina es lo que más cuenta; los factores humanos son secundarios. En la actualidad, hay mucha gente con poder, influencia y dinero… mas ¡cuán poco se aplica ese capital para la gloria de Dios y el bien del prójimo!

    Consciente de que el cristiano ha de ser un fiel reflejo de la vida de Nuestro Señor Jesucristo y de su Madre Santísima, Teresa Enríquez fue un admirable ejemplo de fervor, humildad y caridad desinteresada. Supo depositar su corazón en el tesoro más grande que existe en esta tierra: el humilde Prisionero que se esconde bajo las especies del pan y del vino. ◊

    Notas


    1  ENRÍQUEZ DE ALVARADO, Teresa. Testamento hológrafo, 30 de marzo de 1528. In: FERNÁNDEZ, Amaya. Teresa Enríquez, la loca del Sacramento. Madrid: BAC, 2001, p. 83.

    Hna. Mónica Perezcanto Sagone

  • Santa Francisca Romana: discernimiento y firmeza frente a los demonios

    Santa Francisca Romana: discernimiento y firmeza frente a los demonios

    Como sabemos, Santa Francisca Romana se caracterizó por haber tenido visiones extraordinarias con respecto a los demonios, y dejó revelaciones importantísimas. Tal vez ninguna santa o mística haya sobresalido tanto en la Historia de la Iglesia en lo que dice respecto a manifestaciones de los ángeles malos, como Santa Francisca Romana. Esas revelaciones se refieren a la presencia en la tierra de los demonios que todavía no fueron al infierno y serán mandados allá en el fin del mundo. Aunque no tientan directamente al hombre hacia el pecado, predisponen el alma a aceptar la tentación de los demonios que están en el infierno. Creo que en el proceso de canonización de ella deben figurar muchas cosas de esas.

    Los espíritus malignos y sus relaciones con los vicios

    Así narra una ficha extraída de la obra del Padre Rohrbacher:

    9 de marzo, Santa Francisca Romana. Visión sobre los demonios.

    La tercera parte de los ángeles cayó en el pecado, las otras dos partes perseveraron en la gracia. En la parte decaída, un tercio está en el infierno para atormentar a los condenados; son los que siguieron a Lucifer con entera libertad por su propia malicia. No salen del abismo a no ser con permiso de Dios y cuando se trata de producir una gran calamidad para castigar los pecados de los hombres, y son los peores entre los demonios.

    Los otros dos tercios de los ángeles caídos están esparcidos en los aires y sobre la tierra: son los que no tomaron partido entre Dios y Lucifer, sino que guardaron silencio. Los que están en los aires provocan frecuentemente heladas, tempestades, ruidos y vientos, con los cuales debilitan a las almas apegadas a la materia, las conducen a la inconstancia y al temor, las inducen a desfallecer en la fe y a dudar de la Providencia divina.

    Con respecto a los demonios que circulan entre nosotros a fin de tentarnos, son decaídos del último coro de los ángeles, y los ángeles fieles que nos son dados como guardianes son todos del mismo coro. El príncipe y jefe de todos los demonios es Lucifer, ligado al fondo del abismo, encargado por la Justicia divina de castigar a los demonios y a los condenados. Al caer del más elevado de los coros angélicos, los serafines, se convirtió en el peor de los demonios y condenados. Su vicio característico es el orgullo. Debajo de él están otros tres príncipes: el primero, Asmodeo, tiene como característica el vicio de la carne y fue el jefe de los querubines. El segundo es llamado Mammón, lo caracteriza el vicio de la avaricia y fue del coro de los tronos. El tercero, llamado Belcebú, fue de los coros de las dominaciones, se caracteriza por la idolatría, el sortilegio y los encantamientos; es el jefe de todo lo que existe de tenebroso y tiene la misión de difundir las tinieblas sobre las creaturas racionales (ROHRBACHER, René François. Histoire universelle de l´Église Catholique. Vol. XXI. París: Gaume Frères et J. Duprey – Libraires-éditeurs, 1858, p. 459-460).

    Resumiendo, ella muestra que Lucifer era un Serafín que sobrevolaba en lo más alto de los cielos, y su pecado fue de una gran responsabilidad, porque los serafines constituyen el coro más elevado de los ángeles. Por haber sido el mayor de los rebeldes, fue precipitado a lo más profundo de los infiernos. Hubo ángeles que resolvieron acompañarlo por su propia iniciativa y están en el infierno con él; Lucifer los atormenta continuamente porque es más poderoso que los otros y está encargado por la Justicia divina de castigar eternamente a los espíritus que él mismo indujo, pero que fueron juntos a la perdición por su propia maldad.

    Bajo la dirección de Lucifer hay tres ángeles principales. El primero es Asmodeo, el demonio de la lujuria y que tienta a los hombres especialmente a la impureza. El otro ángel es Mammón, que pertenecía al coro de los tronos, es decir, a la categoría de los ángeles que acompañan la Historia y sus armonías, se maravillan viendo a Dios componer la trama histórica por sus decretos y encaminar la Historia de los ángeles y del mundo; Mammón es el demonio de la avaricia. Y Belcebú, el demonio de la idolatría, de los sortilegios y de los encantamientos, es decir, de los embrujos.

    Lucifer tiene como característica el orgullo. Asmodeo, el vicio de la carne; era el jefe de los Querubines. Mammón, la avaricia. Y Belcebú es el jefe de las idolatrías y de las obras tenebrosas en general.

    Las diferentes categorías de demonios

    Vemos que los dos ángeles rebeldes principales son, en primer lugar, Lucifer, y después Asmodeo, los demonios del orgullo y de la sensualidad. Eso está de acuerdo con nuestra concepción de que el orgullo y la sensualidad son los elementos que le dan el rumbo a la Revolución. Los ángeles malos están en el infierno y sólo raramente Dios permite que alguno de ellos salga para producir catástrofes. Pero me da la impresión de que en la época actual la llave del pozo del abismo se cayó y el infierno se abrió, y esos ángeles pésimos están todos  esparcidos por ahí, y de que la presencia de Lucifer es más asidua, más continua, más fuerte que en cualquier otra época de la Historia, incluso que en la crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo.

    También existen otros ángeles, que quisieron representar el papel de “tercera fuerza” entre Dios y Lucifer. Es decir, no se solidarizaron con Dios, ni tampoco se solidarizaron directamente con Lucifer; se quedaron en una posición como que neutra, naturalmente con simpatía por Satanás.

    Como resultado, ellos también se condenaron. La Justicia divina hizo su condenación de cierto modo un poco menos terrible, porque en vez de estar sufriendo el fuego del infierno se quedaron en la tierra, en los aires, padeciendo penas terribles. Pero cuando llegue el Juicio Final serán precipitados al infierno y van a sufrir allá por toda la eternidad. De tal manera que están por fuera del infierno por un corto lapso de tiempo, porque el período que va desde el pecado de ellos hasta el día del Juicio Final es muy pequeño, menos que un minuto, en comparación con la eternidad, en la cual serán atormentados en el infierno.

    Esos ángeles malos se dividen en dos categorías: los que se encuentran esparcidos por los aires y producen las intemperies, las cosas que asustan a las personas, y otros que permanecen en la tierra y son del mismo coro de nuestros ángeles de la guarda.

    La batalla entre los espíritus angélicos

    Por lo tanto, hay una batalla entre los ángeles de la guarda y los ángeles perdidos, en la cual naturalmente el predominio es de los ángeles de la guarda sobre las almas que se entregan a ellos.

    Hubo una santa que tuvo la visión de su ángel de la guarda, que pertenece a la menos alta de las jerarquías angélicas. Ella se arrodilló, pensando que fuese Dios. Tal es el esplendor del ángel de la guarda. ¡Podemos hacernos una idea de cuál es la sublimidad de un arcángel, por ejemplo!

    Aquí tenemos una lección muy importante: comprender cómo el hombre es pequeño dentro de la naturaleza material, con relación a la cual él podría ser comparado a una hormiga. Y por encima de esa naturaleza existen aún espíritus angélicos con una fuerza y un poder incomparablemente superior al de los seres humanos.

    Frente a esa batalla de los ángeles que se continúa realizando por toda parte; ángeles buenos que descienden del cielo y ángeles malos que se mezclan en medio de los hombres, ¿cuál es el gran medio de defensa que tenemos contra los demonios?

    Aquí se aplican las palabras de Nuestro Señor: “Es necesario vigilar y orar para no caer en tentación.”2 La vigilancia consiste en creer en los poderes angélicos y en la acción de los demonios.

    Por ejemplo, supongo que normalmente, durante las exposiciones que hago, los asistentes reciben muchas gracias recibidas por medio de sus ángeles. También creo que uno u otro de los aquí presentes es sistemáticamente tentado por el demonio. Es decir, mientras estamos hablando, hay una batalla entre ángeles y demonios.

    Hace parte del dinamismo de las cosas que haya personas que se dan a Nuestro Señor más y otras menos. Y debemos tener siempre en vista el principio aceptado por la mayoría de los teólogos, según el cual todas las veces que un hombre tiene una tentación por una causa natural, el demonio se junta a esta última para agravar la tentación.

    Si por ejemplo, uno de los presentes está irritado con un compañero que se encuentra a su lado y se queda perturbado con eso, esa pequeña tentación de irritación crecerá por una provocación del demonio para agravarla. Es decir, el demonio siempre está actuando y los ángeles de la guarda siempre están protegiéndonos. Debemos discernir la acción del demonio y pedir la del ángel de la guarda. Necesitamos rezar y vigilar. Eso de deduce de las revelaciones de Santa Francisca Romana.

    Una hija de la Iglesia consciente de su misión y del poder divino

    Ella poseía un discernimiento fantástico con respecto a los espíritus malignos y veía demonios frecuentemente. Al tomar conocimiento de su historia me da la impresión de haberla conocido personalmente, porque no la considero como una anciana cualquiera que tenía visiones, sino como una hija de la Iglesia dotada de determinadas características que, conociendo el espíritu de la Esposa de Cristo, le sé atribuir a ella a través de los matices de su biografía. La considero como una matrona romana firme, digna, y que no veía al demonio propiamente de un modo amenazador, sino con firmeza, de frente, consciente de su misión y del poder de Dios, enfrentando, describiendo e intimidando. Ella consideraba lo que esas visiones tenían – por así decir – de divino y amaba al Creador a través de ellas.

    Por esa razón, Santa Francisca Romana me llena de admiración. Y tengo la certeza de que, estudiando el proceso de su canonización, encontraremos la confirmación de lo que afirmé.

    (Extraído de conferencias del Dr. Plinio Corrêa de Oliveira del 8.1.65, 8.3.69 y 9.3.80)

  • Santa Francisca Romana

    Santa Francisca Romana

    Desde muy joven sintió el llamado al estado religioso, habiendo llevado una eximia vida
    de piedad y recitando el oficio de Nuestra Señora. Era de un pudor ejemplar, y la virtud de la
    obediencia también tenía un brillo especial en ella, al punto de, a los 12 años, obedeciendo a
    su confesor y a los deseos de su padre, contraer matrimonio con el noble Lorenzo deʼ Leoni.
    Habiéndose enfermado gravemente poco después del matrimonio y no consiguiendo
    curarse, se opuso a hacer cualquier tipo de sortilegio, afirmando que prefería la muerte a
    ofender a Dios. Curada milagrosamente, intensificó aún más la vida de piedad.

    Con el fallecimiento de su suegra, la gestión del hogar quedó bajo su cuidado. Pero los numerosos quehaceres no disminuyeron en nada sus oraciones. Se confesaba dos veces por semana y comulgaba frecuentemente. Gracias a ese fervor en las prácticas de piedad, aseguraba la perfecta armonía en el hogar. Francisca fue un ejemplo de caridad, pues no ahorraba medios para socorrer a los más necesitados. Por eso su marido le advertía que tanta generosidad los llevaría a la miseria. Y de hecho, en cierta ocasión, cuando ya había donado todo el trigo de su despensa, juntó cuidadosamente lo poco que le había sobrado por el piso, para atender a un limosnero.

    Sabiendo lo que había sucedido, su suegro y su marido fueron a la despensa de la casa para ver qué pasaba. ¡Cuál no fue su sorpresa al depararse con 40 medidas del mejor trigo! Algo semejante pasó con el vino, usado por los pobres como remedio, que también llegó a faltar. Al verificar los toneles, ¡los encontraron llenos de un vino superior al que se había agotado!

    De los tres hijos que tuvo, dos fallecieron víctimas de la peste. Cerca de un año después de la muerte del primer hijo, éste se le apareció en estado glorioso y le presentó a un ángel que la acompañaría desde entonces por el resto de la vida. Tenía éxtasis frecuentemente, y recibió varias revelaciones sobre el purgatorio, el infierno y los ángeles. A veces era atormentada por demonios, inclusive con agresiones físicas.

    A pesar de su intensa vida mística, no descuidaba sus deberes de esposa y madre. Dedicaba un cuidado particular a los enfermos, y por más de treinta años sirvió en hospitales. Agraciada por Dios con el don de la cura, fabricaba un remedio compuesto de diversos aceites y jugos, al cual le atribuía el bien alcanzado, evitando así la fama de taumaturga. 

    Alimentaba un entusiasmo especial por meditar en la Pasión de Nuestro Señor y sufría místicamente sus dolores. Tal vez por eso era muy rígida consigo misma, penitenciándose con frecuencia. Pero, al mismo tiempo, demostraba mucha suavidad e indulgencia para con las otras personas.

    En 1425 se consagró a Nuestra Señora, bajo cuya maternal protección fundó, junto con un grupo de señoras piadosas, la asociación de las Oblatas de la Santísima Virgen, las cuales se reunían en la Iglesia de Santa María, la Nueva. Con la aprobación concedida por el Papa Eugenio IV en 1433, esas señoras pasaron a vivir en una casa en Tor deʼ Specchi. Pero Francisca sólo pudo acompañarlas en 1436, cuando, después del fallecimiento de su esposo, fue elegida superiora del convento por ella fundado. 

    Falleció el 9 de marzo de 1440, y su cuerpo se venera en la Iglesia de Santa María, la Nueva.

    (Revista Dr. Plinio, No. 180, marzo de 2013, p. 30-33, Editora Retornarei Ltda., São Paulo).