Categoría: Rosario

  • Excelencias y bellezas del Santo Rosario

    Excelencias y bellezas del Santo Rosario

    No hay duda alguna de que el Rosario ocupa un papel muy privilegiado en la historia de
    la piedad católica. En primer lugar, porque une el fiel a Nuestra Señora y atrae toda clase de
    gracias celestiales. En segundo lugar, porque ahuyenta al demonio. Satanás tiene odio y terror al
    Rosario. Si alguien está siendo blanco de una tentación, tome fervorosamente el Rosario en las
    manos y se verá fortalecido contra la embestida del enemigo de nuestras almas.
    Excelente medio de venerar a la Madre de Dios, el Rosario es la causa de un torrente
    incalculable de bendiciones derramadas sobre la Cristiandad. Por eso los Papas – así como otras
    autoridades eclesiásticas – no se cansan de elogiarlo, enriqueciéndolo con muchas indulgencias.
    Por si no fuese suficiente, la Santísima Virgen, queriendo Ella misma incentivar esa devoción,
    más de una vez se apareció llevando el piadoso instrumento en sus manos virginales.

    Misterios gozosos y gloriosos

    Medio tan excelente, en cuanto constituye una meditación de las vidas de Nuestro Señor
    Jesucristo y de Nuestra Señora. Cada decena corresponde a un hecho.
    Los [misterios] gozosos son aquellos que, en el sentido noble de la palabra, le dieron la
    razón de ser a la alegría de los Sacratísimos Corazones de Jesús y de María. Comenzando por la
    alegría de la Anunciación, cuando se realizaron las castas e indisolubles nupcias de Nuestra
    Señora con el Divino Espíritu Santo, y Ella conoció que Dios se servía de sus entrañas purísimas
    para la encarnación del Verbo, el cual se hacía así también hijo suyo.
    La Visitación, donde Ella es saludada por Santa Isabel y entona el Magníficat, ¡el mayor
    himno de alegría y de victoria que una persona haya cantado en toda la historia! Las alegrías de
    la Navidad, de las cuales podemos tener una pálida idea si recordamos las navidades que ya
    festejamos, y la emoción que nos embarga al acercarnos a un pesebre para besar los pies del
    Niño Jesús. ¡Esto nos permite imaginar la felicidad indescriptible de Nuestra Señora en aquella
    noche bendita en que vino al mundo el Salvador, y la propia alegría de Él, al nacer para la
    grandiosa misión que lo traía del Cielo a la tierra!

    La Presentación en el Templo. La felicidad con la cual el Niño Dios se comunicó con los
    hombres, de tal manera que el Profeta Simeón cantó su gloria, profetizando todo lo que Él sería.
    Y Nuestro Señor, frágil niño, aparentemente sin entender, comprendía e inspiraba aquél cántico.
    A seguir, el Encuentro de Nuestra Señora y de San José con el Divino Infante en el
    Templo. En el momento en el que, discutiendo con los doctores de la Ley, el Niño Jesús
    resplandecía por su talento y por su instrucción acerca de las Escrituras, vio a sus padres
    aproximarse… Para Él dejó de existir todo el resto: sólo tuvo ojos para Nuestra Señora que
    entraba. La alegría de consolarla, de poner fin a su sufrimiento y al de San José. ¡Qué felicidad!
    Todo eso constituye una serie de deleites extraordinarios.
    Apenas para facilitar el comentario, pasemos de los Misterios Gozosos del Rosario a los
    Gloriosos. ¡Mucho más que la simple alegría, la gloria! Ésta se inicia con la Resurrección: tres
    días después de la muerte de Jesús, el sepulcro donde Él yacía se llena de ángeles y se estremece.
    Las ataduras se caen de su cuerpo santísimo, se siente un perfume más excelente que el de los
    ungüentos, Nuestro Señor resplandece con la gloria de los resucitados. ¡De cada una de sus
    llagas, de cada lugar herido en su carne nace un sol! ¡Él se yergue, atraviesa de modo fulgurante
    la laja y va al Cenáculo, y se encuentra con Nuestra Señora!

    Como si no bastase resucitarse a sí mismo, la gloria de la Ascensión: el Hombre Dios
    sube a los Cielos delante de sus apóstoles y discípulos. Toda la atmósfera está feérica de ángeles
    y de luces, la naturaleza se vuelve dulcísima, los pájaros cantan, las flores se abren, las nubes
    resplandecen, el azul del firmamento parece un solo e inmenso zafiro. Encanto general. En
    determinado momento, se dan cuenta de que Nuestro Señor está desapareciendo. Él sube, sube,
    sube… En la tierra se quedan apenas los hombres. Pero su gloria cubre todo, de tal manera que
    cuando ya nadie lo ve, los hombres caen en sí: se acabó.
    ¿Se acabó? No. Comienza otra gloria: allí está Nuestra Señora que reza recogida,
    extasiada. Se inicia ahí mismo la presencia simbólica de Él, por medio de Ella.
    En seguida, el tercer Misterio Glorioso. Nuestra Señora reza con los apóstoles en el
    Cenáculo. La Iglesia es pequeña, joven, débil, camina indecisa entre tantos escollos y peligros.
    Súbitamente, el Espíritu Santo baja en forma de llama sobre la cabeza venerable de la Reina del
    Cielo y de la Tierra. Esa llama se divide en doce y flota sobre los Apóstoles.
    Transportados por el Espíritu Santo, se transforman en otros hombres que,
    entusiasmados, comienzan a predicar y a enseñar la doctrina del Divino Maestro. Una vez más,
    la gloria de Dios resplandece.
    Llega el momento de la Asunción de Nuestra Señora. Cierto día, un sueño ligerísimo se
    transforma en muerte. Más virginal que nunca, conservando aún todo el esplendor de la juventud
    dentro de la respetabilidad de la ancianidad, María Santísima pasó por el sueño de los justos,
    como un lirio que se cogió y se depositó sobre el altar. Sin conocer la corrupción de la tumba,
    Ella también resucitó y también comenzó a subir a los Cielos, rodeada de ángeles que la glorificaban.

    El Cielo, morada eterna de la alegría insondable, de la felicidad y de la gloria inmutables,
    se hizo aún más paradisíaco cuando Nuestra Señora ingresó allí. Ella, la Medianera de todas las
    gracias, tomó asiento a los pies del Trono de la Santísima Trinidad y fue coronada por la
    Trinidad Beatísima. Es el quinto Misterio del Rosario: la gloria de Nuestra Señora en el Cielo.
    Dos cumbres de suma elevación: una, llena de suavidad, de dulzura, de discreto
    resplandecimiento de los placeres de alma íntimos y serenos. Otra cumbre, la de las glorias
    grandes y regias.

    Magnitudes trágicas de los Misterios Dolorosos
    Entre los dos ápices hay, no obstante, un valle profundo… ¡El del dolor! En lo más
    tenebroso, sanguinolento y negro de ese valle, se yergue un monte magníficamente pequeño, sin
    embargo el monte más alto de la Tierra: ¡El Calvario! En este Calvario, una cruz. Junto a la cruz,
    Nuestra Señora. De pie, heroica, vertiendo su llanto de Madre traspasada por la aflicción.
    Clavado en esa cruz, padeciendo dolores inenarrables, con sufrimientos inimaginables, el
    Hombre Dios que expira: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonaste…?”
    ¡Son los Misterios Dolorosos!
    La Agonía o, como se acostumbra a decir, la Oración de Nuestro Señor Jesucristo en el
    Huerto de los Olivos. Agonía en griego significa lucha. ¿Por qué lucha?
    Porque Él sabía que Judas lo estaba vendiendo. Él sabía que [los esbirros de los fariseos y
    de los sacerdotes] lo vendrían a apresar. Él sabía que su Pasión iría a comenzar en breve.
    Conocía todos los aspectos morales y físicos de esa Pasión. Medía, punto por punto, todas las
    ingratitudes, maldades, injurias, frialdades y perversidades que harían contra Él a lo largo de ese
    camino. Y medía los dolores que todo eso le causaría a su Madre Santísima. Gotas de sangre
    irrumpen en su faz, se transforman en hilos que le escurren por la barba, empapan su túnica alba
    y tiñen el piso pedregoso de Getsemaní.
    Aparece entonces un ángel que le da a beber un cáliz que contiene algo que lo consuela y
    le confiere fuerzas extraordinarias de alma y de cuerpo. Se recompone completamente y se
    levanta como un gigante, como un sol, y parte para el supremo sacrificio de la redención.
    En la agonía, el alma santísima de Nuestro Señor sufrió de modo inenarrable. Y como
    corolario, a manera de un acto reflejo, ese sufrimiento espiritual ocasionó el sudor de sangre.
    Pero de sí, el cuerpo sagrado de Jesús aún no había sido alcanzado. Comenzó a serlo en la
    flagelación. Es el segundo Misterio doloroso. Un contraste pungente entre la mansedumbre, la
    bondad, la incapacidad voluntaria de defenderse, por un lado; y el odio brutal, estúpido y cruel,
    por otro. En medio de bofetadas, carcajadas y empujones, Nuestro Señor es atado a la columna.
    Con azotes tremendos, los verdugos lo comienzan a fustigar furiosamente. Jesús se pone a gemir.
    Gemidos de dulzura insondable, gemidos armoniosos, salidos de un cuerpo que se contuerce de
    dolor por la brutalidad del tormento que padecía. ¡Pedazos de carne caen al piso y es carne del
    Hombre Dios! Su sangre salvadora corre a borbotones.

    Después tenemos la Coronación de Espinas. A todo título, divino y humano, Nuestro
    Señor Jesucristo fue y es verdaderamente Rey. Insensibles a aquella realeza evidente que se
    irradiaba del Hombre Dios como la luz se irradia del sol, movidos por diversos estados de
    espíritu, [sus crueles e irreductibles adversarios] resolvieron matarlo. Y para probar que Él no
    tenía poder, ni sabiduría, ni divinidad, ni realeza, le colocan la corona de espinas sobre la cabeza.
    ¡Qué padecimientos, no apenas físicos, sino sobre todo morales!
    Puesto en aquél trono de irrisión, sentado en él con la mansedumbre de un cordero, Jesús
    tenía, sin embargo, la altivez de un león y la excelsa dignidad de un Rey sentado en su solio
    regio, como quien dice: “¡Nadie me abatirá, porque Yo soy Yo, soy Hijo de David, pero, sobre
    todo, soy Hijo de Dios!”
    Por fin, lo llevan a la muerte. Es el momento de cargar la cruz hasta lo alto del Calvario.
    Nuestro Señor no sonrió ante el dolor. Cuando su hora llegó, tembló, se perturbó y sudó sangre
    delante de la perspectiva del sufrimiento. Y en este diluvio de aprehensiones infelizmente
    demasiado fundamentadas, está la consagración de su heroísmo. Jesús venció los gritos más
    imperiosos, las imposiciones más fuertes, los pánicos más atroces. Todo se dobló ante la
    voluntad humana y divina del Verbo Encarnado. Por encima de todo, sobrevoló su determinación
    inflexible de hacer aquello para lo cual había sido enviado por el Padre. Y cuando llevaba su cruz
    por la calle de la amargura, una vez más las fuerzas naturales flaquearon. Cayó, porque no tenía
    fuerzas. Cayó, pero no se dejó caer sino cuando no era posible del todo proseguir el camino.
    Cayó, pero no retrocedió. Cayó, pero no abandonó la cruz. La mantuvo consigo, como la
    expresión visible y tangible del propósito de llevarla hasta lo alto del Gólgota.
    El Gólgota, el monte más alto de la tierra…

    Oración de los fuertes y de los batalladores

    El Rosario es la oración de los fuertes y la súplica de los batalladores, porque es un
    conjunto de oraciones de una eficacia tal que hace avanzar el bien y retroceder el mal.
    Véase, por ejemplo, el episodio de la conversión de los albigenses. La herejía promovida
    por éstos – cuyo nombre deriva de la ciudad de Albi, en Francia – se difundió más o menos por
    toda Europa.
    Durante tres días, solo, Santo Domingo no hizo sino rezar y ayunar, suplicándole a
    Nuestra Señora que Ella venciese la dureza de alma de los albigenses y los incitase a la
    conversión. Finalmente, sin alcanzar ninguna respuesta del Cielo, cae desfallecido, elevando a la
    Santísima Virgen una última oración: “Madre mía, no tengo más fuerzas, pero continúo
    confiando en Ti. Tú sabrás qué hacer de mis pobres oraciones”. Y continuaba rezando, mientras
    sus labios pudiesen articular alguna palabra.
    En ese momento de extrema angustia, Nuestra Señora se le aparece y le revela, de una
    vez, la grandeza y la magnificencia del Rosario. En seguida anima a Santo Domingo a la lucha
    contra la herejía. Munido de la poderosa arma que le confió la Madre de Dios, el santo corre a la
    Catedral y comienza a predicar. El Cielo lo prestigia: primero, las campanas comienzan a tocar
    por las manos de un ángel; después, rayos y truenos hicieron estremecer al pueblo allí presente.

    ¡Cómo el temor prepara para el amor! Son dos escaleras que, juntas, conducen al hombre
    a la unión con Dios. Una, de noble granito, el temor. Otra, de oro, el amor.
    Deseando la Providencia preparar a aquellas almas endurecidas para amar a Dios en la
    palabra inflamada de Santo Domingo, les infundió antes el terror de la ira divina. Después, a
    medida que Santo Domingo hablaba, sucedió lo mismo que cuando Nuestro Señor ordenó que la
    tempestad amainase. La borrasca cesó y los oyentes comprendieron que la palabra de aquél
    hombre era poderosa delante de Dios. La Providencia le había conferido el duplo poder de
    desencadenar y de suspender los castigos, así como también le había dado la fuerza de tomar las
    almas arrepentidas, trémulas y avergonzadas, y llevarlas al perdón, a la contrición y al amor de
    Dios.
    ¿Qué predicó Santo Domingo? Predicó el Rosario.
    Según la historia de la Iglesia, a partir del momento en que el Rosario se comenzó a
    difundir, la herejía albigense fue perdiendo terreno, porque había sufrido un golpe irremediable
    en lo que tenía de más vital.
    El Rosario representa, así, una magnífica arma de guerra. De esa forma de guerra muy
    importante en la cual el católico lucha por los intereses de la verdadera Iglesia de Dios y la causa
    de Nuestra Señora, combate al demonio y a los enemigos de su propia salvación.
    La práctica del Rosario, por lo tanto, debe ser una característica del católico de todos los
    tiempos, sobre todo de los que viven en este paganizado siglo XX, en el cual todo conspira
    contra la virtud y la Fe. Tan eficaz en los días de Santo Domingo, victorioso contra los
    albigenses, el Rosario lo será aún más contra la impiedad de este fin de milenio. Pues no hay
    ninguna razón para pensar que perderá su fuerza en una época en que se hace más necesaria.

     

    (Revista Dr. Plinio No. 31, octubre de 2000, p. 6-10, Editora Retornarei Ltda., São Paulo)

  • El Rosario, ¡camino hacia la victoria!

    El Rosario, ¡camino hacia la victoria!

    Para comprender bien el valor de la devoción al Santo Rosario, analicémoslo con mayor
    profundidad.
    Después de haber sido entregado directamente por Nuestra Señora a Santo Domingo de
    Guzmán, la devoción del Rosario se extendió rápidamente por toda la Iglesia, traspasando los
    límites de la Orden Dominicana y convirtiéndose en el distintivo de muchas otras órdenes, que
    pasaron a portarlo pendiente a la cintura.
    Tiempo hubo en que todo católico lo llevaba habitualmente consigo, no apenas como un
    objeto de contar Avemarías, sino como un instrumento que atraía las bendiciones de Dios. El
    Rosario era considerado como una cadena que une el fiel a Nuestra Señora, un arma que
    ahuyenta al demonio.

    Espléndida conjunción de la oración vocal con la mental
    ¿Qué es el Rosario?
    En síntesis, el Rosario es una composición de meditaciones de la vida de Nuestro Señor y
    de su Madre, sumada a oraciones vocales. Tal conjunción – de la oración vocal con la mental –
    es verdaderamente espléndida, pues, mientras se profiere con los labios una súplica, el espíritu se
    concentra en un punto. Así, el hombre hace en el orden sobrenatural todo cuanto puede. Porque a
    través de sus intenciones se une a lo que sus labios pronuncian, y por su mente se entrega a lo
    que su espíritu medita.
    Por esta forma de oración, el hombre se une íntimamente a Dios, sobre todo porque esta
    unión se da a través de María, Medianera de todas las gracias.
    Alguien podría preguntar: “¿qué sentido tiene rezar vocalmente a Nuestra Señora
    mientras se medita en otra cosa? ¿No podía ser algo más simple? ¿No sería más fácil meditar
    antes, y después rezar diez Avemarías?”.
    La respuesta es muy simple. Cada misterio contiene, en sus pormenores, elevaciones sin
    fin, las cuales nuestro espíritu está procurando sondear… Ahora bien, para hacerlo con toda
    perfección, necesitamos ser auxiliados por la gracia de Dios, y tal gracia nos es dada por el
    auxilio de Nuestra Señora. O sea, se pronuncia el Avemaría para pedir que la Santísima Virgen
    nos obtenga las gracias para meditar bien.

    Obra prima de la espiritualidad católica

    En el Rosario encontramos pequeños, mas preciosos tesoros teológicos que lo convierten
    en una obra prima de la espiritualidad y de la Doctrina Católica. Esta devoción contiene enorme
    fuerza y sustancia; no es hecha apenas de emociones; por el contrario, es seria, llena de
    pensamiento, con razones firmes. Constituye la vida espiritual del varón católico como un sólido
    y espléndido edificio de conclusiones y certezas.
    Además, la meditación de cada misterio de la vida de Nuestro Señor proporciona al fiel
    recibir gracias propias al hecho que está contemplando.
    Al analizar las incontables gracias que María Santísima distribuye por medio del rezo del
    Santo Rosario, vemos en él algo que lo hace superior a otros actos de piedad mariana. Ahora
    bien, ¿cuál es la razón de esto?
    Ante todo, vale la pena resaltar que Nuestra Señora, siendo Reina excelsa, ¡tiene el
    derecho de establecer sus preferencias! Y Ella quiso elevar esta devoción por encima de las otras,
    distribuyendo gracias especialísimas a través del rezo del Santo Rosario.

    La Batalla de Lepanto
    Entre diversas gracias insignes alcanzadas por el rezo del Rosario, está la victoria
    obtenida por la Cristiandad en la Batalla de Lepanto.
    San Pio V, entonces Pontífice, se encontraba afligido ante la amenaza otomana que
    cercaba la Europa cristiana. Ordenó, entonces, que toda la Cristiandad rezase el Rosario, a fin de
    suplicar la intervención de Nuestra Señora.
    Antes de la terrible batalla ocurrida en el Golfo de Lepanto el siete de octubre de 1571
    entre las huestes cristianas y musulmanas, los soldados católicos rezaban el Rosario con gran
    devoción.
    Según atestiguaron los propios adversarios, la Santísima Virgen se les apareció durante la
    batalla, infundiéndoles un gran pavor.
    Para conmemorar la gran victoria obtenida ese día, el Santo Padre instituyó la fiesta de
    Nuestra Señora del Rosario, la cual, en el siglo XVIII fue extendida a toda la Iglesia Católica por
    determinación del Papa Clemente XI.
    Dado que por medio del Santo Rosario la Cristiandad ha obtenido tan grandes victorias,
    ¿no tenemos razón suficiente para esperar, por medio del rezo de esta oración, la victoria en
    todas las luchas trabadas a lo largo de nuestra existencia?

    Resolución de rezar siempre el Rosario
    Un hecho ocurrido en la vida de San Alfonso María de Ligorio nos muestra que, sobre
    todo en una gran lucha, el Rosario es prenda de victoria. El santo estaba siendo conducido en
    silla de ruedas por un hermano de hábito a través de los corredores del convento, cuando
    preguntó si ya habían rezado todo el Rosario. El compañero le respondió:
    – No me acuerdo.

    – Entonces recemos, dijo el santo.
    – ¡Pero Ud. está cansado! ¿Qué hay de malo en dejar de rezar el Rosario sólo un día?
    – Temo por mi salvación eterna, si lo dejase de rezar un solo día.
    Eso es justamente lo que debemos pensar y sentir: el Rosario es la gran garantía de
    nuestra perseverancia final.
    Debemos pedir a la Santísima Virgen la gracia de rezar el Rosario todos los días de
    nuestra vida.
    Me gustaría todavía dar una recomendación a los miembros de nuestro Movimiento:
    nunca dejen el Rosario, de modo que, aun mientras duermen, traten de tener el Rosario a la
    mano, de tal forma que lo sientan consigo. Y si tienen el recelo de que se les caiga – debemos
    tratarlo con toda reverencia –, cuélguenselo en el cuello o colóquenlo en el bolsillo.

    “Quisiera resucitar con el Rosario en mis manos”

    Cuando nuestras manos no puedan más abrirse ni cerrarse, y sean movidas por otros que nos asistan, tengamos, como última actitud de oración, el Rosario entrelazado en nuestros dedos,
    de manera que, cuando llegue la Resurrección de los muertos y dentro del féretro nuestro cuerpo retome la vida, entre sus dedos vivificados esté el Santo Rosario. Yo quisiera que, en el momento en que todos los justos sean convocados para la Resurrección, mi primer ósculo sea al Rosario que encuentre en mis manos.

    He aquí un consejo para después de la Resurrección – nunca oí decir que se diese consejos o se hiciese algún trato para esa hora, pero les propongo un trato: cuando todos resucitemos entre los resplandores de la Resurrección, acordémonos: “¡El trato estaba hecho!”, ¡y entonces besemos el Rosario! ¡Así este Movimiento, que es de Nuestra Señora, resucitará teniendo en las manos su Santo Rosario.

     

    (Revista Dr. Plinio No. 146, mayo de 2010, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Extraído de conferencias de 7.10.1964 y 10.3.1984)