Categoría: María Santísima

  • La misericordiosa mirada de María

    La misericordiosa mirada de María

    Plinio Corrêa de Oliveira

    Tratando de explicar lo profundo de mi devoción a la Santísima Virgen encontré recientemente una figura que, aunque muy simple, expresa con exactitud mi pensamiento.

    Imaginemos un poliedro bien construido. Si sus caras son triangulares, al mirar una de ellas en cierto modo se ven las demás, pues todas tienen la forma de un triángulo.

    Es lo que sucede con la Madre de Dios, cuya perfección es supereminente y a quien la Iglesia le dedica el culto de hiperdulía. Al considerar alguna de sus altísimas cualidades se percibe que posee igualmente en grado elevado todas las otras virtudes de las que una criatura humana es capaz. Conocida, por ejemplo, su fe, se entiende su esperanza y su caridad. Viendo un lado del poliedro se intuye cómo son todos los demás, con sus dimensiones.

    Si, conforme a la geometría, el poliedro no es exactamente así, esta figura sirve al menos como metáfora.

    La compasión de Nuestra Señora

    Ante todo, lo que más me tocó de Nuestra Señora no fue tanto su santidad virginal y regia, sino la compasión con la que mira a quien no es santo, atendiéndolo con pena y solícita en dar; en suma, una misericordia que tiene las mismas dimensiones que las otras cualidades.

    Es decir, una misericordia inagotable, clementísima, pacientísima, pronta para ayudar en cualquier momento, de modo inimaginable, sin ni siquiera tener un suspiro de cansancio, de extenuación, de impaciencia. Está siempre dispuesta no sólo a repetir su bondad, sino a superarse a sí misma, de manera que una vez practicada esa misericordia, incluso mal correspondida, viene otra mayor. Nuestros abismos, por así decirlo, van atrayendo su luz. Y mientras más huimos de Ella, más se prolongan e iluminan las gracias que Ella nos obtiene.

    ¿Cómo percibí esto?

    «Una mirada que me dejó tranquilo para toda la vida»

    Cuando de pequeño fui a la iglesia del Corazón de Jesús y me encontré por primera vez con la imagen de María Auxiliadora, no es que hubiera sido favorecido con alguna visión, éxtasis o revelación, sino que me sentía tocado, como si la imagen me mirara, y tuve un conocimiento como muy personal de esa bondad insondable que me envolvía totalmente. Si hubiera querido huir o renegar, Ella me habría sujetado con afecto y dicho: «Hijo mío, vuelve. Aquí estoy yo». Y eso me hizo entender la profundidad de esa misericordia.

    Lo primero es que me quedé tranquilo para toda la vida. De hecho, por muy grandes que sean las dificultades, si estamos envueltos por esa misericordia, podemos descansar; porque cuando alguien no es brutalmente insensible y se dirige a la Virgen María, Ella acaba arreglándolo todo.

    Por muy grandes que sean las dificultades, si estamos envueltos por esa misericordia de Nuestra Señora podemos descansar

    Y, fíjense bien, una de las cosas que más me admiraron —en la indefinición de mi mentalidad de niño, lo tenía muy claro— fue entender que eso no consistía en ser un privilegio para mí, sino que era una actitud suya en relación con cualquier hombre. Con todas las personas que existieron y existen, con todos los pecadores que están en las calles, en las casas, en los tranvías, en los automóviles, con todos Ella es así. Muchos, no obstante, la rechazan.

    Cuando veo a alguien nervioso y con problemas, tengo mucha pena de él y me pregunto: «¿Por qué no puedo comunicarle una mirada como la que recibí de Nuestra Señora? Se quedaría tranquilo para toda la vida».

    No logro expresar enteramente en qué consistió esa gracia. Cuando rezo la parte del Magníficat que dice: «et misericordia eius a progenie in progenies timentibus eum – y cuya misericordia [la del Todopoderoso] se extiende de generación en generación sobre los que le temen», siempre pienso: «Bien es verdad esto; pero es así por intermedio de María Santísima. Ella es la misericordia insaciable, que no acaba, sino que se multiplica solícita, bondadosa, tomando nuestra dimensión y, por compasión, haciéndose más pequeña que nosotros para acogernos».

    Misericordia, pureza, fortaleza y sabiduría

    Al considerar esa misericordia nos viene la idea de la virginidad de María Santísima, porque esas nociones, por así decirlo, están contenidas unas en otras. Conocida la misericordia, se conoce la pureza; he ahí nuevamente la figura del poliedro. Ella es pura, con un grado de pureza indecible. Cualquier castidad que se pueda concebir no se compara a su pureza, toda ella hecha no sólo de ausencia de cualquier propensión hacia el mal, sino de una efusión de alma directa y exclusivamente dirigida a Dios, sin compromiso con nada ni nadie más, un completo arrebato, de una fuerza, una integridad, un deseo de lo absoluto que no se puede medir. La pureza de Nuestra Señora, comparada a la de otras personas, es como la blancura de la nieve en relación con el carbón.

    Comparada a la de otras personas, la pureza de la Virgen Santísima es como la blancura de la nieve en relación con el carbón

    Y, desde la perspectiva en la que me pongo, la pureza lleva consigo la idea de la fortaleza, la cual no significa que nada se rompe. Se trata de algo diferente: ante lo que la Madre de Dios, en su pureza, decidió, el resto del mundo se curva por la fuerza de su voluntad; es un ímpetu, una resolución, una ausencia de posibilidad de resistencia de cualquier persona o cosa que sea, una soberanía, un dominio en una tal dimensión que no hay palabras humanas para expresarla. Hoy se habla de obuses y otras armas. En realidad, son simples cacharros inofensivos y ridículos en comparación con un acto de voluntad, una preferencia de la Santísima Virgen.

    A su vez, esa fortaleza, misericordia y pureza conllevan una idea de su sabiduría lúcida, adamantina, dispositiva de todas las cosas, sin jamás llegar a tener dudas sino solamente certezas. O sea, Ella conoce todas las cosas, así como sus interrelaciones y penetra hasta las entrañas de todo ser. ¡El universo es tan grande! Por el hecho de que Nuestra Señora comprende el orden del universo y su punto culminante, una vez más vislumbramos cuál es la inmensidad de su pureza, fortaleza y misericordia.

    Esas son las virtudes que, de momento, más me llaman la atención cuando me acuerdo de la mirada de la imagen de María Auxiliadora de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús.

    «Madre mía, soy vuestro»

    Podrían preguntarme: «Usted recibió esa mirada siendo un niño, con once, doce años; pero ¿nunca más le ocurrió algo similar?».

    Esa gracia me fue dada de tal manera que permaneció como un sol para toda la vida. El hecho parece que hubiera sucedido ayer. Es como si la Santísima Virgen me dijera: «Hijo mío, yo te quiero». Y yo le declarara: «Madre mía, soy vuestro».

    La Santísima Virgen me dijo: «Hijo mío, yo te quiero». Y yo le declaré: «Madre mía, soy vuestro».

    Si alguien me interroga dónde coloco en esas consideraciones a Nuestro Señor Jesucristo yo le contesto: «¡En todo!». Esa es la idea que San Luis María Grignion de Montfort desarrolla mucho: Nuestra Señora es el claustro, el oratorio, el tabernáculo sagrado donde está el Redentor, y cuando más cercanos estemos de Ella, mucho más lo estaremos de su divino Hijo.

    Imaginen a Nuestra Señora durante el período en que, en su cuerpo virginal, se estaba formando el Niño Jesús, por acción del Espíritu Santo, y que alguien quisiera adorar al Mesías abstrayéndose de Ella. Sería una estupidez, no tendría sentido.

    Sé que estaré más unido a Nuestro Señor cuanto más unido esté a María Santísima. Naturalmente, de ahí procede que mi devoción a Él pasa por Ella. Creo que incluso en las ocasiones de mayor cansancio —al menos eso espero—, cuando hago una referencia a la adoración debida a Nuestro Señor, enseguida hablo de su Madre virginal. Es sistemático.

    Dirán: “Muchas veces usted habla sobre Ella sin referirse a Él”. Sí, porque Él es infinitamente mayor que Ella. Así, hablando de Ella, Él está implícitamente contenido. Pero, al tratar acerca de Él, Ella no está implícitamente contenida. Por eso, quieran o no quieran, les guste o no, si Nuestra Señora me ayuda, lo haré hasta la muerte.

    Extraído, con pequeñas adaptaciones, de la revista “Dr. Plinio”.
    São Paulo, Año XIII. N.º 142 (ene, 2010); pp. 20-25.

  • ¡Nuestra Señora Auxiliadora de los Cristianos!

    ¡Nuestra Señora Auxiliadora de los Cristianos!

    Monseñor João Clá Dias, EP

    María Santísima

    María Auxilio de los Cristianos: hasta parece un pleonasmo. Sí, porque aquello que Nuestra Señora más se dispone a hacer es ayudar. Atrás de la invocación del nombre de María siempre viene implícita la certeza de que la súplica será atendida. Sabemos que ella auxilia a los Cristianos. Y ese auxilio Ella lo ofrece como Reina, usando su omnipotencia suplicante y como Madre, siempre deseando amorosamente lo que hay de mejor para sus hijos.

    Auxiliadora de los cristianos

    Auxiliadora de los Cristianos, es un título más que fue agregado a aquellos que Nuestra Señora ya tenía en las oraciones de los fieles.

    Él honra, alaba, glorifica y fue instituido para comprobar las innúmeras virtudes de María y la plenitud de gracias con que fue favorecida.

    Esta invocación mariana encuentra sus raíces en el año 1571, cuando Selim I, emperador de los turcos, después de conquistar varias islas del Mediterráneo, lanzó su mirada de codicia sobre Europa.

    Delante de la inercia de las naciones cristianas, el Papa San Pío V resolvió organizar una poderosa escuadra para salvar a los cristianos de la esclavitud musulmana. Y para eso invocó el auxilio de la Virgen María. Don Juan de Austria fue quien comandó las tropas cristianas.

    El Papa había enviado al Príncipe un estandarte bordado con la imagen de Jesús crucificado y la recomendación de que pidiesen la protección, el auxilio de Nuestra Señora. La preparación de los soldados para la batalla consistió en tres días de ayunos, oraciones, recitación del rosario y procesiones, suplicando a Dios la gracia de la victoria. El enemigo era superior en número. Después de recibir la Santa Comunión, partieron todos para la batalla.

    El día 7 de octubre de 1571, invocando el nombre de María, Auxilio de los Cristianos, los combatientes católicos trabaron dura y decisiva batalla en las aguas de la región denominada Lepanto. Después de horas de violentos combates cuando, en varios momentos, la derrota parecía inminente, vino la victoria…

    Fue una victoria obtenida en una atmósfera cargada de religiosidad. Los gritos de «Viva María» eran escuchados con tanto fervor e intensidad que cubrían los gritos de guerra de los enemigos y ocultaban los ruidos de las olas del mar. Narran las crónicas de los derrotados que una hermosa señora fue vista en el cielo y que su mirada fulminante esparcía pánico entre ellos y alimentaba el ánimo y disposición de lucha de los cristianos.

    Era Nuestra Señora auxiliando a los cristianos.

    A partir de ahí el Papa agregó en la letanía de Nuestra Señora la invocación: Auxiliadora de los Cristianos. Con eso él quería demostrar su gratitud por la victoria obtenida. Una victoria alcanzada gracias al auxilio e intercesión de Nuestra Señora, en un momento difícil, en una hora en que el mundo cristiano necesitaba mucho de ese auxilio.

    Fue ahí entonces que nació y fue oficialmente instituida por la Iglesia esa linda invocación que… parece pleonástica.

    La fecha de la conmemoración

    ¿Cuándo debería ser la conmemoración de la invocación de Nuestra Señora Auxiliadora de los Cristianos? Como vimos, la invocación «Auxilio de los Cristianos», surgió en el año 1571, por ocasión de la Batalla de Lepanto. El día de la fiesta de María Auxiliadora solo fue definida mucho más tarde, en el año 1816, por el Papa Pío VII para perpetuar el recuerdo de otro hecho que certifica la intercesión de la Santa Madre de Dios.

    El Papa había negado la anulación del casamiento del hermano de Napoleón I, Emperador de Francia. Esto sirvió de pretexto para que el Emperador invadiese los Estados Pontificios y ocupase Roma. Napoleón fue excomulgado por el Papa. Para vengarse, él secuestró y llevó preso a Francia al Vicario de Cristo que, en el cautiverio, pasó por humillaciones y vergüenzas de todo orden, por cinco años.

    Todavía en la prisión, movido por ardiente fe, el Papa recurrió a la intercesión de María Santísima, prometiendo coronar solemnemente la imagen de Nuestra Señora de Savona luego que fuese liberado.

    Fue entonces que Nuestra Señora actuó: el clamor del mundo católico forzó a Napoleón a ceder. El Papa fue liberado inmediatamente y él fue a cumplir la promesa hecha.

    En el día 24 de mayo de 1814, Pío VII entró solemnemente a Roma. Recuperó su poder, los bienes eclesiásticos fueron restituidos y Napoleón fue obligado a firmar la abdicación en el mismo palacio donde había aprisionado al Santo Padre. En agradecimiento a la Santa Madre de Dios, el Papa Pío VII creó la fiesta de Nuestra Señora Auxiliadora, fijándola en el día de su entrada triunfal a Roma.

    Monseñor João Clá Dias, EP

  • Esposa fidelísima del Espíritu Santo

    Esposa fidelísima del Espíritu Santo

    Redacción

    En el paraíso, Adán y Eva vivían las sagradas nupcias selladas por el Altísimo. La concordia reinaba entre ellos, con la promesa de fecundidad y de dominio sobre la Creación (cf. Gén 1, 27-28). Creados a imagen de Dios, hombre y mujer se unían en una sola carne en estado de inocencia (cf. Gén 2, 24-25).

    La caída original, no obstante, fracturó ese orden primevo. La culpa acarreó el litigio de la primera pareja, cuya posteridad sería engendrada en medio de dolores. Al mismo tiempo, se divorciarían del Creador, huyendo de su presencia (cf. Gén 3, 8).

    El remedio para el primitivo pecado tendría que ser acorde con su gravedad: la Encarnación del Verbo de Dios. Sin embargo, esto no era suficiente. Considerando el contexto conyugal de la culpa, hacía falta que su remisión fuera dentro del seno de una familia, la única digna del adjetivo sagrada. María, ya desposada con José, fue la elegida para cooperar en el orden hipostático y redentor. Además, convenía que una virgen-madre reparara tanto la pérdida de la inocencia como la fecundidad corrompida por Eva. Finalmente, para que se restableciera el vínculo con el Creador era necesario un desposorio con Él mismo, en la Persona del Espíritu Santo, que cubriría con su sombra a la «llena de gracia» y engendraría al Hijo de Dios (cf. Lc 1, 28.35).

    Como todo matrimonio, esta unión con el Paráclito es indisoluble. Así pues, Nuestra Señora fue Esposa fidelísima del Espíritu Santo no solamente con ocasión de la Encarnación, sino para siempre, incluso durante la educación de su divino Hijo y en la consumación de su Pasión redentora. Pentecostés fue como un aniversario de bodas, cuyos «fuegos artificiales» se irradiaron de Ella hacia los Apóstoles y luego hacia todo el orbe.

    María será perpetuamente llamada bienaventurada por la generación y nutrición no sólo de Jesús —«Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron» (Lc 11, 27)—, sino también de la progenie espiritual que de Ella nació a lo largo de los tiempos. Por lo tanto, como Medianera universal y en unión con el «Espíritu de toda gracia», la Madre del Salvador continúa participando de la generación de hijos de Dios por el Bautismo y de su formación a través del sacramento de la Confirmación y de la infusión de los dones septiformes.

    Pero en nuestros días la iniquidad se ha vuelto tan universal que parece que vivimos en una situación análoga a la de nuestros primeros padres después de su caída. De modo que la única solución para la humanidad consiste en un remedio a la manera de la Redención, así como un nuevo influjo del Espíritu Consolador: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20).

    En este sentido, muchas revelaciones privadas apuntan hacia una restauración de la sociedad, previa al fin de los tiempos, el Reino de María. En esta era de gran retorno de gracias, «los hombres», comenta Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, «participarán en grado altísimo del amor que une al divino Espíritu Santo a Nuestra Señora». Y San Luis Grignion de Montfort completa: «Cosas maravillosas acontecerán en este mundo, donde el Espíritu Santo, encontrando a su Esposa como reproducida en las almas, en ellas descenderá abundantemente, colmándolas con sus dones, particularmente del don de sabiduría, a fin de obrar maravillas de gracia».

    Todo esto sucederá por la perpetua y matrimonial fidelidad de María al Divino Paráclito. ◊

    Editorial Heraldos del Evangelio

  • La cadena indestructible de María

    La cadena indestructible de María

    Hna. Aline Karolina de Souza Lima, EP

    27 de febrero 2022

    Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu raza y su descendencia» (Gén 3, 15), sentenció el Creador tras la caída de nuestros primeros padres. Se trata de una guerra librada entre dos adversarios irreconciliables: la estirpe de los hijos de la Virgen bajo las órdenes de su Soberana y la raza de los secuaces de la serpiente con su líder.

    Este antagonismo se halla plasmado en la imagen de Nuestra Señora del Apocalipsis, que retrata a la Madre de Jesús conforme fue contemplada por San Juan en la isla de Patmos: una dama vestida de sol, con la luna bajo sus pies y con una corona de doce estrellas sobre su cabeza (cf. Ap 12, 1). Sin embargo, en la escultura resalta otro aspecto que no consta en el libro bíblico: María, la capitana de las tropas del Altísimo, aplasta y castiga al dragón infernal tan sólo con su calcañar y una cadena. ¡Magnífica figura!

    Simbólica en todos sus detalles, la representación despierta curiosidad: ¿qué significa más concretamente la cadena?

    La cadena metálica está formada por la concatenación de eslabones individuales engarzados unos con otros. Puesta en las manos de la Santísima Virgen puede simbolizar a las almas escogidas por Ella y el vínculo existente entre estos elegidos. La mutua conexión de espíritus está fundamentada en el amor a Dios y por tal motivo cumplen idéntico propósito; en suma, se trata de la unión de inteligencias y de voluntades de los hijos de la luz, en plena consonancia con su Reina.

    En este sentido, San Luis María Grignion de Montfort exhorta en una de sus obras: «Uníos fuertemente mediante la unión del espíritu y del corazón, que es infinitamente más fuerte y terrible para el mundo y para el infierno que, para los enemigos del Estado, las fuerzas exteriores de un reino bien unido».1 Y a continuación el santo mariano exclama con vehemencia: «Los demonios se unen para perderos; ¡uníos para derrotarlos!».2

    Comentando estas palabras, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira explica que se trata de «la visión de la lucha como enfrentamiento entre dos uniones, las cuales no significan coligaciones estratégicas de fuerzas, sino de amores opuestos, que definen la victoria o la derrota, ante todo por su distinta intensidad».3

    La Santísima Virgen decide vencer al demonio no únicamente aplastándolo con su purísimo calcañar, sino haciendo uso de esa cadena que son sus elegidos, para humillar el fútil orgullo del dragón. ¡Henos aquí asociados a las guerras de María contra el mal!

    No obstante, para que la victoria tenga lugar, hemos de permanecer unidos, coparticipando del mismo ideal y no desligándonos nunca de los demás.

    Grandes acontecimientos se avecinan; lo que le espera a la humanidad, sólo Dios lo sabe. En esta coyuntura, la cohesión entre los que constituyen el ejército de la Reina del universo es esencial, ya que solamente juntos podemos obtener de Ella todas las gracias y medios necesarios para la realización de nuestra misión en la Iglesia. Basta con estar vigilantes para que no corramos la suerte inevitablemente reservada a quienes desearen ser eslabones separados: la derrota.

    Estemos, por tanto, bien unidos y con nuestros corazones clavados en la Generalísima de los ejércitos de Dios, para convertirnos en instrumentos eficaces en las manos de aquella que «es imponente como un batallón en orden de combate» (cf. Cant 6, 10). ◊

    Notas

    1 SAN LUIS MARÍA DE MONTFORT. Carta circular aos amigos da Cruz. Rio de Janeiro: Santa Maria, 1954, pp. 13-14.

    2 Ídem, p.14.

    3 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. A Carta circular aos amigos da Cruz — II. União dos espíritos e dos corações. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año X. N.º 113 (ago, 2007); p. 15.

    Hna. Aline Karolina de Souza Lima, EP

  • La sagrada esclavitud de amor

    La sagrada esclavitud de amor

    Hno. Adriel Brandelero, EP

    1 DE MAYO 2022

    Situada en la confluencia de dos modestas corrientes de agua —Meu y Garun—, que se deslizan entre los robles de Bretaña, la apacible ciudad de Montfort parecía conservar aún, en pleno siglo XVII, la fe robusta como granito sobre la cual había sido erigida su gloriosa historia, un pasado de proezas que tan bien evocan sus murallas. Sin embargo, el acontecimiento más bello de Montfort-sur-Meu, esas piedras todavía no lo conocían, pues empezó el 31 de enero de 1673, día en que vio la luz Louis-Marie Grignion, segundo hijo de Jean-Baptiste Grignion y Jeanne Robert.

    Cuna escogida y preparada por la Providencia para el nacimiento del santo, Montfort se convirtió en un símbolo perenne de una realidad sobrenatural que la vida y la gesta de este hombre de Dios explicarían a la humanidad: una particular profundización en la devoción a la Santa Madre del Creador, llevada al extremo de la esclavitud y del abandono completo de sí mismo a sus cuidados maternos.

    Para comprender el alcance de esta entrega, San Luis Grignion necesitó hacer de su existencia una íntima, prolongada y amorosa meditación sobre Nuestra Señora, a fin de que el Altísimo le enseñara un secreto que jamás podría encontrar en libros antiguos o de sus contemporáneos. Se trata del Secreto de María, arcano de una arraigada relación con la Madre de Dios, que al final de su vida San Luis transcribió en el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, reuniendo las enseñanzas que formarán, hasta el fin de los tiempos, a los auténticos servidores de la Reina del universo.

    Sigamos, en breves líneas, esa vida de meditación que preparó la elaboración del Tratado.

    Entreteniéndose con María

    Con tan sólo 12 años, Luis fue enviado por sus padres a estudiar al Colegio Saint-Thomas Becket, de Rennes, donde se hospedó con su tío Alain Robert, sacerdote de la parroquia Saint-Sauveur.

    Contrariamente a las costumbres de sus coetáneos, ya en la adolescencia procuró hacer del recogimiento su frecuente ocupación, de preferencia a los pies de alguna imagen de la Virgen en las iglesias de las cercanías, evitando así los asuntos del mundo que lo rodeaba.

    A partir de 1695, cuando era postulante en el seminario de Saint-Sulpice, el alma del joven se elevó cada vez más, cual águila que alza su vuelo altanero por entre las nubes, para desde allí contemplar más ampliamente los esplendores casi infinitos de la Estrella de la mañana. Nuestra Señora constituía el único panorama que esa águila se complacía en contemplar. Todo entretenimiento en el que los nombres de Jesús y María estuvieran ausentes, era insípido y desagradable para él.

    Durante esos años no le faltaron excelentes lecturas, que solidificaron en su alma los principios en ella inspirados por la gracia, como la de la obra de Henri-Marie Boudon, Dieu seul. Le saint esclavage de l’admirable Mère de Dieu, y el Salterio de la Virgen atribuido a San Buenaventura. Fue también en el seminario donde el santo decidió fundar la asociación de los Esclavos de María, a fin de propagar la doctrina de la santa esclavitud, signo distintivo de su apostolado ministerial.

    No obstante, lo que más claramente nos hace comprender la intensidad de su relación con la Señora de los ángeles son los momentos, poco conocidos, en los que Ella vino a convivir y comunicar personalmente sus designios maternos al apóstol que había elegido.

    En una ocasión, un hombre entró en la sacristía para confesarse y se encontró con el misionero, ya al final de sus días, conversando con una dama de indescriptible blancura. Como se disculpó por las molestias, recibió esta amable explicación: «Amigo mío, me estaba entreteniendo con María, mi buena Madre». ¿Serían habituales para Luis esas milagrosas entrevistas con la Reina del Cielo? A juzgar por la naturalidad de la respuesta, todo indica que sí…

    Recogido en La Rochelle

    En el ocaso de su fecunda existencia, San Luis Grignion decidió poner en papel la doctrina que durante muchos años había enseñado con fruto, en público y en privado, en sus misiones.

    San Luis María Grignion de Montfort – Colección particular

    Con toda probabilidad, era el otoño de 1712, en la tranquila ciudad de La Rochelle. Una cama, una mesa, una silla, un candelabro, era todo el adorno de su habitación en el yermo de San Elías, donde pasó sus últimos años de misión y trazó de su puño y letra las líneas del llamado Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen.

    Su redacción fue relativamente rápida, resultado de una enorme preparación remota: lecturas abundantes, conversaciones familiares con los más santos y sabios personajes de su época, incesantes predicaciones, oraciones ardientes a lo largo de décadas.

    El odio de los infernos

    En la Historia de la salvación suele ocurrir que toda obra santa, que da buenos frutos, es inevitablemente odiada y combatida por la raza de la serpiente. Del mismo modo, el escrito de San Luis se convirtió en el blanco de las fuerzas infernales, como, por cierto, el santo había profetizado de manera impresionantemente exacta: «Preveo muchos animales rugientes, que vienen con furia a destrozar con sus diabólicos dientes este pequeño escrito y a aquel de quien el Espíritu Santo se ha servido para redactarlo, o sepultar, al menos, estas líneas en las tinieblas y en el silencio de un cofre, para que nunca aparezca. Incluso atacarán y perseguirán a aquellos y aquellas que lo leyeren y pusieren en práctica».

    Mesa sobre la cual San Luis Grignion escribió el «Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen» – Convento de las Hijas de la Sabiduría, Saint-Laurent-sur-Sèvre (Francia)

    De hecho, durante la Revolución francesa el manuscrito fue metido en una caja y escondido en Saint-Laurent-sur-Sèrvre, en un descampado cercano a la capilla dedicada a San Miguel Arcángel. Pasada la tormenta, allí quedó olvidado hasta el 29 de abril de 1842, fecha en la que un misionero de la Compañía de María lo encontró, entre otros libros antiguos.

    Tras su hallazgo, surgieron algunas dudas sobre ciertas correcciones hechas en él, que no parecía que fueran del autor, aparte de la misteriosa desaparición de varias páginas.

    Originalmente, la obra estaba constituida por diecinueve cuadernos, de los cuales los siete primeros se perdieron. Del octavo quedaron tan sólo diez páginas y del último, únicamente seis. Por eso nadie sabe el verdadero nombre del Tratado. Se supone que muy probablemente fuera Preparación para el Reino de Jesucristo porque San Luis3 así lo llama en el manuscrito. En cuanto al título actual, le fue dado a la obra cuando se imprimió la primera edición.

    Sin embargo, ni el título perdido, ni siquiera las casi cien páginas extraviadas, le impiden obrar en las almas las conversiones que la Virgen tanto espera, pues el Tratado es portador de gracias que enseñan a los corazones con más acuidad aún que las palabras ahí contenidas instruyen las mentes.

    Rescatada de las sombras y puesta en el candelero, la nueva doctrina mariana encerrada en esas pocas hojas de papel empezó a extenderse por el orbe y el número de esclavos de María se multiplicó y continúa propagándose en pleno siglo XXI.

    Ahora bien, ¿qué doctrina nueva dotada de poder es esta, temida por los infiernos hasta el punto de intentar por todos los medios hacerla desaparecer?

    En busca de la perla más preciosa

    Esclavitud. Condición inferior no existe. No obstante, «nada hay tampoco entre los cristianos que nos haga pertenecer más absolutamente a Jesucristo y a su Santa Madre que la esclavitud voluntaria, a ejemplo del mismo Jesucristo, que tomó la forma de esclavo por nuestro amor —formam servi accipiens—, y de la Virgen Santísima, que se proclamó la sierva y la esclava del Señor».

    Encadenarse a las manos de Nuestra Señora consiste, como argumenta ampliamente el santo, en ir por el camino más corto, eficaz y seguro de unirnos plenamente a Nuestro Señor Jesucristo, es decir, de consumar la vida espiritual y alcanzar la santidad.

    Ahora bien, siguiendo al pie de la letra las recomendaciones de San Luis, veremos que la devoción a María, llevada al extremo, requiere una entrega a Ella de todo lo que se posee, ya sea en el orden de la naturaleza o de la gracia, de la manera más radical, como él mismo lo recomienda vivamente: «Si has hallado el tesoro escondido en el campo de María, la perla preciosa del Evangelio, tienes que venderlo todo para comprarlo; debes hacer un sacrificio de ti mismo en las manos de María y perderte dichosamente en Ella para encontrar allí sólo a Dios». Una vez poseída esa perla de valor incalculable, ¿qué más podría desear el alma humana, sino tenerla consigo, incluso en la visión beatífica?

    Esa es una cláusula que, felizmente, consta en las palabras esenciales de la fórmula compuesta por San Luis: «Te entrego y consagro, en calidad de esclavo, mi cuerpo y mi alma, mis bienes interiores y exteriores, y hasta el valor de mis buenas acciones, pasadas, presentes y futuras, dejándoos entero y pleno derecho de disponer de mí y de todo lo que me pertenece, sin excepción, según tu voluntad, para mayor gloria de Dios, en el tiempo y la eternidad».

    Una entrega tan completa a una pura criatura —Madre de Dios y Reina de los Cielos y de la tierra, sin duda, pero meramente humana— no podría dejar de suscitar oposiciones, ya previstas también por el santo de Montfort:

    «Si algún crítico, al leer esto, piensa que hablo aquí exageradamente o por devoción desmesurada, no me está entendiendo; bien por ser hombre carnal, que de ningún modo gusta de las cosas del espíritu, bien por ser del mundo, que no puede recibir el Espíritu Santo, bien por ser orgulloso y crítico, que condena o desprecia todo lo que no entiende. Pero las almas que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, sino de Dios y de María, me comprenden y aprecian; y para ellas estoy escribiendo».

    Los apóstoles de los últimos tiempos

    El sentido profético de San Luis fue lejos, pues no imaginó que esas almas receptivas a la sublime devoción de la esclavitud de amor se restringían a las que estaban vivas en aquella época, sino que las divisó en su horizonte sobrenatural en un período futuro:

    «Además hemos de creer que al final de los tiempos, y quizá antes de lo que pensamos, Dios suscitará grandes hombres llenos del Espíritu Santo y del espíritu de María, por quienes esta divina Soberana hará grandes maravillas en la tierra, para destruir el pecado y establecer el Reino de Jesucristo, su Hijo, sobre el reinado del mundo corrompido; y es por medio de esta devoción a la Santísima Virgen —que no hago sino esbozar, disminuyéndola con mis limitaciones— que esos santos personajes llevarán todo a cabo».

    Estos apóstoles de los últimos tiempos, según la expresión de San Luis, no sólo vivirán sus enseñanzas de forma radical, sino que serán antorchas vivas para iluminar con el espíritu de María los corazones de los hombres, preparando en las almas el reinado de su divino Hijo:

    «Como por María vino Dios al mundo por

     primera vez, en humillación y anonadamiento, ¿no podríamos decir también que por María vendrá Dios por segunda vez, como lo espera

     toda la Iglesia, para reinar en todas partes y para juzgar a vivos y muertos? Cómo y cuándo será, ¿quién lo sabe?».

    «Adveniat regnum Mariæ»

    La inmensidad de sus deseos lo hacía gemir a la espera de ese nuevo orden de cosas que la devoción a María, como había enseñado, haría nacer:

    «¡Ah!, ¿cuándo llegará ese tiempo dichoso en que María será establecida como Señora y Soberana en los corazones, para someterlos plenamente al imperio de su gran y único Jesús? ¿Cuándo llegará el día en que las almas respirarán a María como los cuerpos respiran el aire? Para entonces sucederán cosas maravillosas en este mundo, donde el Espíritu Santo, al encontrar a su querida Esposa como reproducida en las almas, vendrá a ellas en abundancia y las llenará de sus dones, y particularmente del don de su sabiduría, para obrar maravillas de gracia».

    No es sin razón que el nombre más probable del Tratado sea Preparación para el Reino de Jesucristo. La era de Nuestro Señor vendrá en el momento en que la sagrada esclavitud esté extendida por toda la humanidad: «Ese tiempo sólo llegará cuando se conozca y practique la devoción que enseño: “Ut adveniat regnum tuum, adveniat regnum Mariæ”».

    Mientras los hombres del siglo se embriagan con las atracciones de este mundo, el cual es incapaz de ofrecerle al alma humana el único bien que puede saciarla, volvamos la mirada a Nuestra Señora y hagamos nuestras las oraciones del santo mariano: que tarde o temprano la Santísima Virgen tengas más hijos, siervos y esclavos de amor como jamás ha habido y que, por este medio, Jesucristo, nuestro amado Maestro, reine más que nunca en todos los corazones. ◊

    Hno. Adriel Brandelero, EP.