Categoría: Iglesia, Fe, Religiosidad y Devociones

  • Ganar primero, combatir después

    Ganar primero, combatir después

    La vida del hombre en la tierra, desde que abrimos los ojos a este mundo hasta que se cierran tras el último embate, siempre ha sido y siempre será, nos guste o no, una lucha constante. Y la razón de esta lucha es la única enemistad establecida por Dios: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; ésta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón» (Gén 3, 15).

    Si queremos formar parte de los gloriosos vencedores, de los soldados e hijos de la Santísima Virgen, cuya victoria ya está sellada por Dios, hemos de perseverar con valentía y afrontar cada día una feroz batalla, que se libra sobre todo en nuestro interior. En contrapartida, a los cobardes, hijos de la serpiente, «les tocará en suerte el lago que arde con fuego y azufre» (Ap 21, 8).

    En el combate convencional entran en juego numerosos factores que determinan el resultado final, como la diplomacia, el entrenamiento, la logística, la estrategia, las condiciones meteorológicas, los accidentes geográficos… Se trata de una enorme y compleja conjugación, cuyo éxito requiere experiencia y perspicacia.

    Ahora bien, muchas de las leyes de la guerra son aplicables a nuestra lucha espiritual, pues, en su sentido abstracto, la estrategia fundamental es la misma. Por lo tanto, puede ser esclarecedor e instructivo considerar algunas máximas militares desde esta perspectiva.

    El arte de la guerra espiritual

    En el opúsculo titulado El arte de la guerra, el destacado estratega y literato chino Sun Tzu nos legó esta frase: «Conoce al enemigo, conócete a ti mismo, y tu victoria nunca se verá amenazada».1 Trasladando esta enseñanza al ámbito espiritual, una instrucción clara acerca de las seducciones del demonio y de las flaquezas habituales de la naturaleza humana será una excelente estrategia para mantenernos en estado de gracia.

    Clausewitz también dice que la guerra es «un acto de fuerza para obligar a nuestro adversario a hacer nuestra voluntad».2 En la batalla de la vida interior, nuestro peor enemigo es la ley de la carne que, en nosotros, lucha contra la ley del espíritu (cf. Rom 14, 23); y todo nuestro éxito consiste en que la voluntad del espíritu luche contra la de la carne y la obligue a hacer su voluntad.

    «Regimiento Lusitania 1744», de José Ferre Clauzel

    Estableciendo diversos paralelismos de este tipo, los Padres y doctores de la Iglesia nos han transmitido valiosas enseñanzas a lo largo de los siglos. El gran San Francisco de Sales llevó consigo durante décadas un libro que le ayudó enormemente a comprender el arte de la guerra sobrenatural. Se trata del manual Combate espiritualdel sacerdote teatino Lorenzo Scupoli. Lo recomendaba enfáticamente a todos los que estaban bajo su dirección, asegurándoles que por este medio obtendrían la verdadera paz, confirmando así el antiguo adagio romano: Si vis pacem, para bellum —Si quieres la paz, prepárate para la guerra.

    Una de las mejores enseñanzas de esa obra, que el santo obispo de Ginebra adoptó como propósito de vida, es lo que hoy conocemos como examen de previsión, una estrategia que parece basarse en un principio de sabiduría universal claramente discernido incluso por los pueblos paganos, como puede constatarse en la regla predicada en el Japón de antaño a los samuráis: «Ganar primero, combatir después».3

    Esta sentencia subraya la importancia fundamental de la preparación para la lucha, que se comprende mejor ejercitando la imaginación.

    Comandando con sabiduría a un ejército…

    Imaginemos, pues, que se nos encarga dirigir una guerra, preferiblemente en una época anterior a la nuestra, cuando los campos de batalla aún se adornaban con los esplendores de la heráldica, espadas relucientes y banderas desplegadas; sobre todo cuando todavía existía el honor. Estamos en los albores de una contienda decisiva y ya divisamos las tropas enemigas.

    Supongamos que, sabiamente, nos hemos preparado con suficiente antelación para el momento del enfrentamientoProcuramos conocer bien al adversario, estudiando sus tácticas, sus puntos débiles y fuertes, hasta que somos capaces de prever todos sus movimientos. Conociéndonos también a nosotros mismos, nuestras limitaciones y flaquezas, nos esforzamos por equipar a nuestro ejército con las mejores armas y municionessin olvidarnos nunca de valernos de la diplomacia para poner en acción a amigos y aliados.

    Con ojos y oídos atentos, recorremos el campo de batalla, sondeando cualquier movimiento enemigo; y una vez que despunta la luz del sol, avanzamos llenos de ánimo, coraje y amor por el ideal que defendemos. ¿Qué posibilidades hay entonces de que seamos derrotados? Las hay, es cierto; pero ¡cuán menores y menos probables que si no nos hubiéramos preparado!

    ¿Cómo aplicamos ese principio preventivo a nuestra vida espiritual?

    … y a nuestra alma hacia la victoria

    Cuántas batallas espirituales no ganaríamos si, al comienzo del día, asumiéramos una actitud vigilante sobre nosotros mismos

    Mucho se ha ensalzado la importancia del examen de conciencia diario, que en el ámbito militar equivale a hacer un balance de la batalla: contar los muertos y heridos, evaluar el terreno conquistado o perdido, analizar los errores cometidos, tomar las medidas logísticas pertinentes ante el material desaparecido o dañado. Sin duda, algo muy necesario. Pero ¿cuántas batallas habríamos ganado y cuántas pérdidas habríamos evitado si, desde el inicio del día, hubiéramos asumido una actitud de vigilancia?

    El P. Lorenzo Scupoli explica muy bien cómo tiene que ser esa disposición: «[Debes] recogerte dentro de ti mismo, a fin de examinar con cuidado cuáles son ordinariamente tus deseos y tus aficiones, y reconocer cuál es la pasión que reina en tu corazón; y a ésta particularmente has de declarar la guerra como a tu mayor enemigo».4

    Hecho esto, «la primera cosa que debes hacer cuando despiertas es abrir los ojos del alma, y considerarte como en un campo de batalla en presencia de tu enemigo y en la necesidad forzosa, o de combatir, o de perecer para siempre. Imagínate que tienes delante de tus ojos a tu enemigo; esto es, al vicio o pasión desordenada que deseas domar y vencer, y que este monstruo furioso viene a arrojarse sobre ti para oprimirte y vencerte. Represéntate al mismo tiempo que tienes a tu diestra a tu invencible capitán Jesucristo, acompañado de María y de José, y de muchos escuadrones de ángeles y bienaventurados, y particularmente del glorioso arcángel San Miguel».5

    Con estas disposiciones, tendremos muchas más probabilidades de vencer las tentaciones y progresar en la virtud. Al fin y al cabo, «más vale prevenir que lamentar», nos advierte el conocido refrán. Y ése es el significado profundo de las palabras del samurái: «Ganar primero, combatir después».

    Algunos consejos más de la guerra

    Una vez iniciado el enfrentamiento, conviene no olvidarnos del principio de San Ignacio del agere contra, que consiste en atacar nuestros defectos tratando de amar la virtud opuesta y esforzándonos por practicarla con la ayuda de la gracia. Así pues, si es la soberbia la que grita con más furia en nuestro interior, admiremos en el prójimo los dones de Dios y esforcémonos por no excusarnos cuando suframos humillaciones. Habremos usado un arma mortífera contra ese vicio.

    Escena militar del Antiguo Régimen – Museo de Historia Militar, Viena

    Ahora bien, puede ocurrir que, para causar confusión, el demonio nos ataque con tentaciones distintas de las que nos hemos propuesto combatir a lo largo del día. El P. Scupoli nos lo advierte: «Si el maligno espíritu, haciendo diversión, te asaltare por otra pasión o vicio, deberás entonces acudir sin tardanza a donde fuere mayor y más urgente la necesidad, y volverás después a tu primera empresa».6 Del mismo modo que en un campo de batalla convencional un cambio inesperado puede requerir en cualquier momento que el general tome decisiones osadas, astutas y seguras, así también el alma debe estar siempre vigilante y flexible ante cualquier embate repentino e imprevisto.

    Nada podemos sin la ayuda del Cielo

    Ante este desafiante panorama, es natural que —concebidos como somos en pecado original— nos sintamos impotentes y temerosos…

    Todo cristiano dispone de una fuente inagotable de coraje, un manantial que restaura todas las energías: la oración

    Pero ¡que nadie se desanime! Todo cristiano tiene a su disposición una fuente inagotable de coraje, un manantial cristalino que restaura todas las energías, un tesoro del que siempre puede sacar, sin mérito alguno, las gracias, el socorro y los milagros que necesite: la oración. Sin el auxilio divino, nunca lograremos ningún éxito en la conquista del Cielo.

    Si el Señor no nos sostuviera en todo momento con gracias sobreabundantes, caeríamos mil veces en los abismos más profundos del pecado y seríamos capaces de cometer los crímenes más execrables. Y resbalaríamos tanto más fácilmente cuanto más confianza tuviéramos en nuestra imaginaria virtud. No obstante, si somos siempre conscientes de esta realidad y estamos libres de toda presunción, construiremos sobre la roca de la humildad un baluarte inexpugnable.

    Capilla de la Madre del Buen Consejo – Casa madre de los Heraldos del Evangelio, São Paulo

    No nos atrevamos nunca a entrar en la lucha sin pedir antes, como grito de guerra, lo que se canta en el Te Deum: «Dignare, Domine, die isto sine peccato nos custodire —Dígnate, Señor, en este día, guardarnos del pecado».

    Donde concluye el P. Scupoli: «Aunque seas flaco y estés mal habituado, y tus enemigos te parezcan formidables por su número y por sus fuerzas, no temas; porque los escuadrones que vienen del Cielo para tu socorro y defensa son más fuertes y numerosos que los que envía el Infierno para quitarte la vida de la gracia. El Dios que te ha criado y redimido es todopoderoso, y tiene sin comparación más deseo de salvarte que el demonio de perderte».7

    ¡Ánimo, fuerza y resolución!

    «La vida del católico es una lucha perpetua. Si no hay lucha es señal de que la derrota ha comenzado. […] Quien quiera vivir sin preocupaciones en la virtud ya la ha abandonado y está fuera de ella, pues en la sustancia de la virtud está ese deseo de lucha y de cruz»,8 afirmó una vez nuestro maestro espiritual, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira.

    Así que no seamos desertores: lancémonos a la lid con fuerza y ​​resolución, que de la incesante guerra contra nuestras malas tendencias y hábitos viciosos nacerá finalmente la victoria. ◊

     

    Notas


    1 Tzu, Sun. El arte de la guerra. 2.ª ed. Madrid: Fundamentos, 1981, p. 84.

    2 Clausewitz, Carl von. On war. Princeton: Princeton University Press, 1989, p. 75.

    3 Tsunetomo, Yamamoto. Hagakure. Le livre du samouraï. Noisy-sur-École: Budo Éditions, 2014, p. 193.

    4 Scupoli, cr, Lorenzo. Combate espiritual. Barcelona: Librería Religiosa, 1850, t. i, pp. 94-95.

    5 Idem, pp. 89-90.

    6 Idem, p. 95.

    7 Idem, pp. 91-92.

    8 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, mayo de 1959.

  • Padre afectuoso de Jesús

    Padre afectuoso de Jesús

    «Él me invocará: “Tú eres mi Padre”» (Sal 89, 27). Es sumamente rica la palabra de Dios que la liturgia nos propone en la solemnidad de San José. Nos presenta las palabras del Evangelio de San Lucas, pero, al mismo tiempo, aprovecha el gran tesoro del Antiguo Testamento, en particular del segundo Libro de Samuel y del Libro de los Salmos.

    Entre la Antigua y la Nueva Alianza existe un íntimo vínculo, que es descrito por San Pablo, de manera clara y profunda, en el fragmento de la Carta a los Romanos leído antes. ¿Quién es el que, según las palabras del salmo, grita: «Tú eres mi Padre»? Es Jesucristo, el Hijo del Dios vivo.

    Incesante súplica de Jesús al Padre

    Sin embargo, antes de que Jesús de Nazaret pronunciara estas palabras, el salmista las había expresado en el contexto de la Alianza llevada a cabo por Yahvé con su pueblo. Son, por tanto, palabras destinadas al Dios de la Alianza. He aquí que, dirigiéndose precisamente a Dios, que es la roca de la salvación del hombre, Jesús proclama: ¡«Tú eres mi Padre»! Dice, usando la expresión de la máxima confianza de un hijo hacia su padre: ¡«Abba», Padre mío!

    El Hijo de Dios, Hijo de María, concebido por obra del Espíritu Santo, fue confiado al cuidado paternal de San José

    ¡Abba, Padre mío! Así llama Jesús al Padre que está en los Cielos, y hace posible que también nosotros nos dirijamos de tal modo a aquel de quien Él es Hijo consustancial y eterno. Jesús nos autoriza a expresarnos de este modo, a orar al Padre así.

    La liturgia de hoy nos introduce de una manera significativa en la oración que el Hijo de Dios le presenta incesantemente al Padre celestial.

    Participación de José en la paternidad del Padre eterno

    Al mismo tiempo, de su orante invocación, que resalta la paternidad de Dios, emerge, de algún modo, un singular designio salvífico acerca del hombre llamado José, a quien el Padre eterno ha confiado una peculiar participación en su propia paternidad.

    La Sagrada Familia – Museo Nacional del Virreinato, Tepotzotlán (México)

    «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 20-21). Con estas palabras, el Padre celestial llama a José, descendiente del linaje de David, a participar de manera especial de su eterna paternidad.

    El Hijo de Dios, Hijo de María, concebido por obra del Espíritu Santo, vivirá junto a José. Será confiado a su paternal cuidado. Se dirigirá a José —un ser humano— como a un «padre».

    José, «tu padre»

    La Madre de Jesús, cuando éste aún tenía 12 años, acaso no dijo en el Templo de Jerusalén: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados» (Lc 2, 48). María habla de José y utiliza la expresión: «tu padre».

    Muy singular fue la respuesta que en aquella ocasión les dio el Niño Jesús a sus padres: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Jesús revela así la verdad profunda de su filiación divina: la verdad que concierne al Padre, el cual «tanto amó al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).

    Aquel a quien el Padre eterno confió a su Hijo extiende su protección también sobre el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia

    Jesús Niño responde a María y a José: «Debía estar en las cosas de mi Padre». Y aunque a primera vista estas palabras parecen, en cierto sentido, eclipsar la «paternidad» de José, en realidad la resaltan aún más como paternidad afectuosa del singular «descendiente de David», José de Nazaret.

    Protector de la Iglesia

    He aquí, queridos hermanos y hermanas, el punto central de la solemnidad litúrgica de hoy: la paternidad afectuosa de San José. Es el garante y protector que, junto con la vocación de padre putativo del Redentor, recibió de la Divina Providencia la misión de proteger su crecimiento en sabiduría, edad y gracia.

    En las letanías dedicadas a él, lo invocamos con títulos maravillosos. Lo llamamos «Ilustre descendiente de David», «Luz de los patriarcas», «Esposo de la Madre de Dios», «Casto guardián de la Virgen», «Padre nutricio del Hijo de Dios», «Celoso defensor de Cristo», «Jefe de la Sagrada Familia».

    Con una expresión que bien resume la verdad bíblica sobre él, lo invocamos como «Protector de la Santa Iglesia». Ésta es una advocación profundamente arraigada en la revelación de la Nueva Alianza. La Iglesia es, en efecto, el Cuerpo de Cristo. ¿No era, pues, lógico y necesario que aquel a quien el Padre eterno confió a su Hijo extendiera también su protección a ese Cuerpo de Cristo que, según la enseñanza del apóstol Pablo, es la Iglesia? […]

    «Tú eres mi padre»… José fidelísimo, a ti nos dirigimos. No dejes de interceder por nosotros; ¡no dejéis de interceder por toda la familia humana! ◊

    Fragmentos de:
    SAN JUAN PABLO II.
    Homilía, 19/3/1993.

  • La música instrumental en el Santuario

    La música instrumental en el Santuario

    Hno. Adriel Brandelero, EP

    Cuando la sencillez de los días feriales da paso a los esplendores de las solemnidades litúrgicas, los dones y sentidos del hombre se armonizan en gestos de adoración que permiten al alma impregnarse de lo divino y manifestar, a través de la melodía, su amor al Creador.

    Las armónicas voces de un coro bien afinado, acompañadas del órgano o de otros suaves instrumentos, y a veces despuntadas con altaneros toques de trompetas, constituyen una verdadera oración cuando son destinas a la gloria de Dios.

    Sin embargo, al oír la pujanza de la música instrumental, los buenos apreciadores del canto llano recordarán —no sin nostalgia— la gravedad monódica del gregoriano cantado a capella. La austeridad de su línea melódica, regida por un ritmo sin compases, parece mucho más propia a hacer sentir la grandeza y elevación del Sagrado Misterio.

    Ante esta paradoja, cabe preguntarse cómo los instrumentos se unieron al coro en la liturgia, inaugurando así un nuevo género de música sacra. ¿Cuál es su función? ¿Ayudan, realmente, a acercar el alma a las armonías celestiales?

    Los instrumentos musicales en la Iglesia primitiva

    Los instrumentos musicales estaban muy presentes en el culto judío, y así lo demuestra el Antiguo Testamento en pasajes como este: «Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de diez cuerdas; cantadle un cántico nuevo, acompañando los vítores con bordones» (Sal 32, 2-3).

    La Sagrada Escritura también les atribuye también un efecto curativo y exorcista —fueron los acordes de la cítara de David los que libraron a Saúl del espíritu malo (cf. 1 Sam 16, 16-23) –, mientras que su ausencia era considerada señal inequívoca de desgracias prontas para abatirse sobre el pueblo elegido: «Pondré fin al rumor de tus canciones y no se escuchará más el sonido de tus cítaras» (Ez 26, 13).

    «No obstante, esta tradición hebrea relacionada con los instrumentos músicos no pasó a la Iglesia primitiva; por lo menos los escritores apostólicos y los inmediatamente posteriores no aluden a ello en absoluto».1 Aunque los cristianos no ignoraban tal costumbre, su asimilación en el culto divino fue repudiada.

    Ciertos autores afirman que se dejó de usarlos como medida de prudencia, para no llamar la atención sobre los lugares de culto en tiempos de persecución. Pero al parecer el principal motivo para rechazarlos fue su uso en los cultos idolátricos y fiestas paganas: «Probablemente fueron desterrados del templo por su carácter profano, sensual y clamoroso»2, declara Mons. Mario Righetti en su célebre Historia de la liturgia.

    Clemente de Alejandría defendía que, para glorificar a Dios, les bastaba a los cristianos un instrumento, la Palabra, portadora de paz.3 Se veía «en la homofonía del canto sagrado una imagen y un paralelismo de la armonía del universo y de las esferas celestiales»4, mientras que la heterofonía entre el canto y los instrumentos era considerada como algo contrario a la unidad de la comunidad cristiana.

    Se estableció así en los comienzos de la cristiandad una separación irreconciliable entre el canto sacro y las melodías instrumentales. Quizá esa dicotomía tuviera su origen en un soplo divino, que frenaba los impulsos desequilibrados de la música profana para hacer nacer y llegar a su esplendor el canto gregoriano, cuyos neumas componen melodías serenas y llenas de paz.

    Solamente le fue digno al órgano acompañar las oraciones de la Iglesia a partir del siglo VII,5 ya que «tan particularmente se acomoda a los cánticos y ritos sagrados, comunica un notable esplendor y una particular magnificencia a las ceremonias de la Iglesia, conmueve las almas de los fieles con la grandiosidad y dulzura de sus sonidos, llena las almas de una alegría casi celestial y las eleva con vehemencia hacia Dios y los bienes sobrenaturales»6.

    Dos caminos paralelos

    El sólido imperio establecido por el gregoriano en la música sacra se vio amenazado, a partir del siglo XI, por la ola de trovadores que emergió en Europa, generando profundos cambios en la mentalidad humana.7

    No mucho tiempo después, «las imágenes de los santos se desvanecían ante los combates y el culto marial dio paso al “amor cortés”. Poco a poco el latín fue abandonado en provecho de la lengua vernácula, accesible a todos. La poesía y la música conquistaron una nueva popularidad que le faltaba inevitablemente al canto eclesiástico latino».8

    Nacidos en la misma cuna que las canciones profanas, los instrumentos musicales se desarrollaron y perfeccionaron, envueltos en brazos mundanos. Empezaron a brillar en las fiestas, alegrando con sus melodías la vanidad sentimental presente en torneos y diversiones populares.

    Con mayor razón aún, lejos se veía de que sonaran en los templos…

    La polifonía sacra y los oratorios

    Mientras, la historia del canto sacro seguía su curso. De la monodia gregoriana se pasó al contrapunto y a la diversidad de líneas melódicas. En el siglo XVI, bellezas inefables eran alcanzadas por compositores como Tomás Luis de Victoria y Giovanni Pierluigi da Palestrina, cuyo espíritu profundo y recogido salvó la polifonía sacra de las exageraciones a que estaba expuesta.

    También fue en esa época cuando «a las voces de los cantores y al órgano se unió el sonido de otros instrumentos musicales».9 La severa separación mantenida durante siglos empezó a diluirse. Surgen pequeños conjuntos de instrumentos que, principalmente, tocaban al unísono con las voces y después pasaron a tener una parte propia en el acompañamiento.10

    Sin embargo, si el canto había penetrado a fondo en el corazón del hombre auxiliándolo a expresar sus sentimientos religiosos, los instrumentos no eran aún capaces de reflejar por sí mismos los dinamismos del alma humana. Al principio, «no hablaron un lenguaje, sino que balbucearon imitaciones retóricas de la música vocal, tanto la austera y pura de la Iglesia como la alegre y desenfadada de las canciones populares»11.

    La presencia de los instrumentos en la música sacra se volvió mucho mayor al iniciarse la época de los oratorios. Heinrich Schütz (1585-1672), considerado un compositor de transición entre la polifonía y los oratorios, supo magistralmente unir a las voces todos los recursos orquestales de los que disponía, prenunciando el apogeo del nuevo género musical que se dio con las inspiraciones de Georg Friedrich Händel (1685-1759).

    Aunque este último no destinara sus obras al culto divino, sino a presentaciones de carácter religioso en ambientes profanos, no por eso podemos dejar de reconocer en muchas de sus composiciones la genialidad en poner en música la Palabra de Dios, que le valió el título de «compositor de las Escrituras»12. Su obra maestra, el Messias, es una buena muestra de ello.

    En busca de un sabio equilibrio

    Como ya acompañaban no sólo la voz de los hombres, sino también, en los oratorios, la palabra de Dios, los instrumentos musicales paulatinamente fueron pasando del teatro al templo, y ganando por fin ciudadanía en la Jerusalén celestial. A mediados del siglo XVIII, el Papa Benedicto XIV corroboró que ellos sustentaran el canto litúrgico.13

    Pero no todo en el arte musical sacro marchaba en equilibrio, pues durante el siglo XIX la música de orquesta dio ocasión a abusos dentro de los templos, haciendo de la iglesia una continuación del teatro, comprometiendo el carácter sobrio y tranquilo de la oración litúrgica y poniendo en riesgo la integridad del canto eclesiástico.14

    Ahora bien, el abuso no quita el uso. Para remediar este mal, la justa prudencia de San Pío X instó a que la elección de los instrumentos, especialmente los de viento, fuera limitada, juiciosa y proporcionada al ambiente y la composición escrita en estilo grave, conveniente y en todo parecida a la del órgano,15 pues hay modos más propios al culto sagrado y otros menos. Por otra parte, «como el canto debe dominar siempre, el órgano y los demás instrumentos deben sostenerlo sencillamente y no oprimirlo».16

    Pío XII reforzó la necesidad de ese equilibrio enseñando que «además del órgano, hay otros instrumentos que pueden ayudar eficazmente a conseguir el elevado fin de la música sagrada, con tal que nada tengan de profano, estridente o estrepitoso que desdiga de la función sagrada o de la seriedad del lugar».17

    La música sacra post conciliar

    El siglo XX fue testigo de profundos cambios en el campo de la cultura, y la música sacra infelizmente no estuvo inmune a ellas.

    En su documento dedicado a la liturgia, el Concilio Vaticano II reitera la admisión de otros instrumentos musicales, además del órgano, en el culto divino18 e incentiva también el canto popular religioso, «de modo que en los ejercicios piadosos y sagrados y en las mismas acciones litúrgicas resuenen las voces de los fieles».19 Pero salvaguarda la integridad del gregoriano como «canto propio de la liturgia romana».20

    No hay, pues, ninguna novedad en relación con el magisterio precedente. Sin embargo, el panorama de la música sacra cambió radicalmente en el período post conciliar: «Principalmente en los veinte primeros años de la reforma, presenciamos una desmedida incorporación de melodías del ámbito profano, o mejor, del ámbito religioso o catequético al templo. […] El criterio que prevalecía no era otro además del hecho de ser una melodía pegadiza, rítmica, viva y que el pueblo participa».21

    Analizando con sabiduría los excesos ocurridos en esa época, que aún contaminan ampliamente muchas celebraciones litúrgicas, Benedicto XVI recuerda que en la música sacra es necesario conservar siempre «el sentido de la oración, de la dignidad y de la belleza; la plena adhesión a los textos y a los gestos litúrgicos; la participación de la asamblea y, por tanto, la legítima adaptación a la cultura local, conservando al mismo tiempo la universalidad del lenguaje».22

    Esos importantes criterios, «que hay que considerar atentamente también hoy», no contradicen, sino que refuerzan «la primacía del canto gregoriano, como modelo supremo de música sacra, y la sabia valoración de las demás formas expresivas, que forman parte del patrimonio histórico-litúrgico de la Iglesia».23

    Rico, profundo y armónico acto de alabanza

    Finalmente, dejemos de lado las consideraciones sobre los instrumentos musicales en la historia de los hombres y pasemos a analizarlos desde el punto de vista del Creador.

    «La música instrumental contribuye, de una manera excepcionalmente eficaz, a crear el ambiente adecuado, a su momento festivo o recogido»,24 comenta un autor contemporáneo. Proporciona al alma el estado propio para elevarse a Dios, pues una gran orquesta que resuena en oración en el interior del templo bien puede simbolizar el alma de la Iglesia que rinde al Creador un rico, profundo y armónico acto de alabanza.

    En un conjunto musical existen instrumentos de cuerda y de viento. En estos, además hay una diferencia muy marcada entre los de madera y los de metal. Y si la armonía del conjunto es siempre mejor que las partes, cómo es hermoso, no obstante, oír cada instrumento por separado, sintiendo la singularidad de los timbres y resonancias expresando diferentes estados de alma.

    Si un inspirado compositor se pusiera a poner en música la gesta de Elías, el profeta, ciertamente utilizaría la suave nobleza de la madera para cantar el susurro de la suave brisa que precedió su encuentro con Dios (cf. 1 Re 19, 12-13). Si, por el contrario, deseara poner en música el fuego del Señor que devoró la leña, las piedras, el polvo, el agua y la víctima en el altar del monte Carmelo (cf. 1 Re 18, 38), sin duda emplearía los instrumentos de metal, que suenan como manifestación de la implacable justicia divina. Por otra parte, sólo las cuerdas serían capaces de expresar la profundidad del afecto recíproco entre Elías y Eliseo cuando el carro de fuego arrebató al maestro del discípulo (cf. 2 Re 2, 11-12).

    Sin embargo, cuando Dios habla, solamente el órgano es digno de acompañarlo. Reuniendo en sí la sencillez y la variedad, este grandioso instrumento forma un equilibrado, sublime y perfecto conjunto de los más variados timbres y sonidos.

    Lenguaje que todos puedan entender

    Así contemplada, la música instrumental constituye una forma de oración que toca el fondo de las almas a través de un lenguaje sin palabras que todos los hombres son capaces de entender.

    «Lamentablemente», comenta el Papa Benedicto XVI, «después de los sucesos de la torre de Babel las lenguas nos separan, crean barreras. Pero en esta hora hemos visto y oído que existe una parte intacta del mundo, incluso después de la torre y de la soberbia de Babel, y es la música: el lenguaje que todos podemos entender, porque toca el corazón de todos nosotros».25

    La glorificación de las perfecciones divinas por medio de la música «nos da la garantía no sólo de que la bondad y la belleza de la creación de Dios no se han destruido, sino que estamos llamados y somos capaces de trabajar por el bien y la belleza, y son también una promesa de que llegará el mundo futuro, de que Dios vence, de que la belleza y la bondad vencen».26 

    Notas


    1 RIGHETTI, Mario. Historia de la liturgia. Madrid: BAC, 1955, v. I, p. 630.

    2 Ídem, ibídem.

    3 Cf. CLEMENTE DE ALEXANDRIA. Le Pédagogue. L. II, c. 4, n.º 42, 3: SC 108, 93.

    4 RIGHETI, op. cit, p. 631

    5 Tradicionalmente se le atribuye al Papa San Vitaliano, cuyo pontificado se extendió del 657 al 672, la introducción del órgano en el culto litúrgico.

    6 PÍO XII. Musicæ sacræ disciplina, n.º 18.

    7 Cf. DELLA CORTE, A.; PANNAIN, G. Historia de la música. De la Edad Media al siglo XVIII. Barcelona: Labor, 1950, v. I, p. 143.

    8 PAHLEN, Kurt. La grande aventure de la musique. Verviers: Gérard & Co, 1947, p. 48.

    9 PÍO XII, op. cit., n.º 3.

    10 Cf. RIGHETTI, op. cit., p. 631.

    11 DELLA CORTE; PANNAIN, op. cit., p. 579.

    12 PAHLEN, op. cit., p. 127.

    13 Cf. BENEDICTO XIV. Annus qui hunc, n.º 12.

    14 Cf. RIGHETTI, op. cit., p. 631.

    15 Cf. SAN PÍO X. Tra le sollecitudini, n.º 20.

    16 Ídem, n.º 16.

    17 PÍO XII, op. cit., n.º 18.

    18 Cf. CONCILIO VATICANO II. Sacrosanctum Concilium, n.º 120.

    19 Ídem, n.º 118.

    20 Ídem, n.º 116.

    21 ALCALDE, Antonio. Canto e música litúrgica: reflexões e sugestões. 2.ª ed. São Paulo: Paulinas, 2000, pp. 44-45.

    22 BENEDICTO XVI. Carta al gran canciller del Pontificio Instituto para la Música Sacra, con ocasión del centenario de su fundación, 13/5/2011.

    23 Ídem, ibídem.

    24 DUCHESNEAU, Claude; VEUTHEY, Michel. Musique et Liturgie. Le document «Universa laus». Paris: Du Cerf, 1988, p. 90.

    25 BENEDICTO XVI. Saludo al final del concierto en su honor, en el palacio pontificio de Castel Gandolfo, 2/8/2009.

    26 Ídem, ibídem.

    Hno. Adriel Brandelero, EP

  • El juicio de Nuestro Señor Jesucristo – El encuentro entre dos pontífices

    El juicio de Nuestro Señor Jesucristo – El encuentro entre dos pontífices

    Al recorrer las páginas de los Evangelios, con facilidad nos emocionamos contemplando las maravillas que nuestro Salvador realizó cuando «se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Movido por un amor infinito, nos trajo la Buena Nueva y la certificó con numerosos milagros, los cuales no se limitaban a restituir un bienestar natural a quien lo necesitaba, sino que tenían como principal finalidad restaurar en las almas la unión con su Creador, perdida por el pecado.

    En efecto, había llegado la «plenitud del tiempo» (Gál 4, 4) y la humanidad sería objeto de la mayor muestra del amor divino: la Redención obrada por el Verbo Encarnado, que se cumpliría en la hora entre todas bendita del «consummatum est» (Jn 19, 30).

    Sin embargo, el Señor quiso que tan sublime reconciliación se prenunciara de diversas formas. Una de ellas fue el establecimiento del sacerdocio levítico en Aarón, por medio de Moisés, institución que debía preparar la manifestación del sacerdocio eterno de Jesús al mundo.

    Muy diferente, no obstante, fue la actitud de las autoridades religiosas de Israel, cuyo rechazo a los planes de la Providencia acerca de ellas se consumaría con el juicio del Hijo de Dios, al comienzo de la Pasión.

    Sacerdocio levítico, prefigura del sacerdocio eterno

    La institución del sacerdocio levítico pretendía constituir varones que sirvieran de puente entre los hombres y Dios, o sea, que fueran prefiguras de aquel que uniría efectivamente el Cielo y la tierra.

    Dicha misión se aplicaba sobre todo al sumo sacerdote, designado, por tal motivo, con el término pontífice, cuya etimología es fabricante de puentes. A él le correspondía la preeminencia entre los levitas (cf. Lev 21, 10).

    Cuando el pontífice era consagrado, se le ungía con óleo (cf. Lev 8, 12; Núm 3, 3). Así, en cierto modo, podía ser considerado como un cristo — que en griego significa ungido—, lo que le confería un rasgo prefigurativo más del Mesías.

    Inicialmente, el cargo era vitalicio y de sucesión hereditaria. Por otra parte, la función recaía en la descendencia de Aarón, no en cualquier levita. Con todo, la secuencia se interrumpe en la época de los Macabeos, cuando Jonatán asume el pontificado (cf. 1 Mac 10, 20).

    Más tarde, Herodes el Grande eliminaría su carácter vitalicio y en la época de Jesús tal dignidad era prácticamente comprada al poder romano, que dominaba Judea. De esta manera el sumo sacerdocio se distanció enormemente del designio que Dios le había trazado en la Ley mosaica.

    Sumo sacerdote en el momento auge de la Historia

    Tres Evangelios mencionan a Caifás nominalmente (cf. Mt 26, 3.57; Lc 3, 2; Jn 11, 49; 18, 13) como sumo sacerdote en el cargo durante la vida pública del Salvador, por lo que conviene prestar atención en su figura.

    ¿Acaso fue un pontífice legítimo? San Juan admite que sí (cf. Jn 11, 51). Pero una cosa es cierta: desde el momento en que se volvió contra Jesucristo, negando que Él era el Mesías, se convirtió en un usurpador.

    Casado con la hija de Anás —anterior pontífice—, fue nombrado sumo sacerdote por Valerio Grato. Los hermanos Lémann,1 judíos conversos y sacerdotes de Cristo, sitúan su pontificado entre los años 25-36 d. C. Fue depuesto en el año 36 por Lucio Vitelio, gobernador de Siria, al mismo tiempo que Pilato.

    Hay un aspecto que llama la atención es su prolongada permanencia en el cargo: sus predecesores no lograron conservar tal dignidad más de un año y algo similar ocurrió con sus cinco sucesores inmediatos.

    Al ser el sumo sacerdote en aquel momento auge de la Historia de la humanidad, ¿no habría tenido un singular llamamiento? Nos es legítimo ponderar cuál sería la vocación de esta alma. Si Caifás hubiera correspondido a la gracia ¿qué maravillas podrían haber ocurrido? Debería ser, a todas luces, un pontífice, pues le correspondería construir el puente entre el antiguo sacerdocio y el nuevo. Ciertamente, su deber era someterse con humildad a Jesús y depositar a sus pies la milenaria institución del sacerdocio, que en breve sería elevada a la categoría de sacramento.

    Sin embargo, sucedió exactamente lo contrario: desató una feroz persecución contra aquel que, según erróneamente pensaba, amenazaba su estabilidad en el pontificado y, finalmente, consiguió prenderlo, con el plan de condenarlo a muerte.

    Dos pontífices se encuentran

    Llega la hora del juicio y se produce el encuentro entre dos pontífices. En efecto, el sumo pontífice transitorio se halla ante el eterno Pontífice, el sumo sacerdote de la Antigua Ley ante el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza (cf. Heb 9, 15), un cristo ante «el Cristo», la prefigura ante su plena realización.

    El supuesto juicio tuvo lugar en la casa del propio Caifás, donde estaba reunido el sanedrín para arrancar a cualquier precio la condenación del Justo, aunque se requiriera para ello numerosas infracciones jurídico-religiosas.2

    Artimaña tras artimaña, los miembros de esa pérfida asamblea no escatimaron esfuerzos para lograr sus objetivos. El pontífice, al igual que la jerarquía sanedrita, estaba preso del miedo, la inseguridad y el apremio, lo que le llevó a actuar imprudentemente.

    Sobornaran a hombres para que dieran falsos testimonios: «Aquel desfile de “falsos testigos”, a sabiendas de que lo eran, como sugiere no oscuramente San Mateo (cf. Mt 26, 59-60), acusa una perversidad y una deformación moral inconcebibles».3

    Al no conseguir mediante esa maniobra lo que quería, Caifás lanzó una nueva embestida, también ilícita, para obligar al Salvador a que declarara contra sí mismo: «Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios» (Mt 26, 63).

    Constreñir a alguien a confesar a favor de su propia condena es una actitud absolutamente ilegítima. El Señor le responde, no por respeto a una autoridad que carecía de derecho a interrogarle, sino porque en esa ocasión su silencio equivaldría a una retractación.

    Tan pronto como Jesús afirma taxativamente que es el Hijo de Dios, Caifás, dominado por la ira, se rasga las vestiduras como si hubiera oído una blasfemia. Muy profundo es el comentario de San Jerónimo al respecto: «Mas rasga sus vestimentas el príncipe de los sacerdotes para manifestar que los judíos han perdido la gloria del sacerdocio y que los pontífices tienen sede vacante».4

    ¿De dónde venía tanto odio?

    Ante esta escena, nos podemos preguntar de dónde nace, no sólo en Caifás, sino también en los demás sacerdotes, tanto odio con relación a quien era la «esperanza de Israel» (Hch 28, 20).

    Alguien podría alegar que no tenían conocimiento de que Jesús, de hecho, era el Mesías que había de venir al mundo. Después de todo, ¿no había pedido Él mismo perdón por sus verdugos porque no sabían lo que hacían? A propósito de esta petición del Señor —las primeras palabras que dijo desde la Cruz—, Santo Tomás de Aquino5 distingue que la culpa de la condenación del divino Maestro recayó de manera diferente sobre dos tipos de personas: el pueblo y las autoridades religiosas.

    Los primeros pidieron su muerte porque fueron arrastrados por sus jefes. No obstante, Jesucristo afirma que son culpables —a pesar de su ignorancia—, porque nadie pide perdón por alguien que no ha cometido ninguna falta. En efecto, ¿cuántos de los que habían sido curados, exorcizados y perdonados por el Buen Pastor no gritaron: «¡Crucifícalo!»? Sólo Dios lo sabe…

    Por otra parte, las autoridades judías, en función del conocimiento que tenían sobre las profecías y la Sagrada Escritura, tenían elementos para reconocer a Jesús como el Mesías. Y los numerosos milagros que realizó lo ratificaban hasta la saciedad, como lo confirman los mismos sumos sacerdotes al declarar que el Señor debía morir, pues, de lo contrario todos creerían en Él (cf. Jn 11, 48). Además, en las últimas lides verbales con estos contendientes suyos antes de la Pasión, el Salvador no escatimó argumentos teológicos y filosóficos que, habiéndolos dejado sin respuesta, eran más que suficientes para convencerlos finalmente de la divinidad de su Persona y misión.

    Ofuscados por el odio y la envidia, optaron por no creer que Él era el Hijo de Dios, incurriendo en una culposa ignorancia, que agravaba aún más su pecado. Por eso el Doctor Angélico concluye que las palabras del divino Crucificado se aplicaban a las clases inferiores del pueblo y no a los príncipes de los judíos.6

    ¿Una sentencia sin valor?

    Se sigue la condenación de Jesús, concluyendo aquel juicio «sin ningún valor moral en los jueces, ni valor jurídico en su fallo»,7 en palabras de los hermanos Lémann.

    La opinión de los dos estudiosos es completamente razonable. Pero ¿será absoluta desde todos los puntos de vista? Desde el prisma legal, la condena del Señor carecía de todo valor. Sin embargo, ¿acaso ese inmenso pecado, perpetrado con refinamientos de malicia, no tuvo peso en otro terreno? ¿Semejante condenación no acarrearía graves consecuencias?

    Un pequeño detalle registrado en el Evangelio de San Juan tal vez arroje luz sobre el asunto: el apóstol virgen no narra el juicio que tuvo lugar en casa de Caifás, únicamente lo menciona (cf. Jn 18, 24.28). ¿Por qué ese silencio, precisamente por parte del evangelista que describe la Pasión con mayor riqueza de pormenores?

    Comenta el P. Ignace de La Potterie8 que no es fácil interpretar un silencio, pues existen múltiples razones para no hablar de algo y plantea la hipótesis de que, a diferencia de los otros evangelistas, que procuraron resaltar el aspecto fraudulento del juicio, el Discípulo Amado lo considera desde una perspectiva más elevada.

    Mientras la trama histórica nos presenta la infame condena del Justo, la reflexión teológica apunta a una realidad bien distinta: toda la Pasión fue un juicio, en el cual el Señor era el verdadero Juez y el reo era el mundo (cf. Jn 12, 31). Los vaivenes del inicuo proceso poco le interesan a San Juan, porque sabía ver, por encima de aquellos hechos, las implicaciones sobrenaturales de lo que estaba pasando: cuando Caifás y las demás autoridades judías clamaban por la crucifixión del Hombre Dios, atraían sobre sí mismos la sentencia de condenación.

    A pesar de todo, ¡Dios siempre vence!

    Lamentablemente, Caifás y los demás príncipes de los sacerdotes no fueron fieles al cargo que Dios les había confiado de guiar al pueblo hacia aquel que es «el camino y la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Al contrario, lo rechazaron con odio mortal y, por medio de un injusto juicio, condenaron a muerte al Juez Supremo, imaginando obtener con ello su completa derrota.

    No obstante, aunque los enemigos de Dios multipliquen sus conspiraciones, Él no dejará de llevar a cabo sus planes. En realidad, con la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, las profecías alcanzaron su máximo cumplimiento. Al ser ultrajado, insultado, abofeteado, condenado, azotado, coronado de espinas y finalmente crucificado y asesinado, el Señor obtuvo la mayor victoria de la Historia: no sólo restauró la unión de la humanidad pecadora con Dios, desempeñando plenamente su papel de sumo pontífice, sino que también nos abrió las puertas del Cielo. ◊

    Por el Hno. Nelson José Camilo López

    Notas


    1 Cf. LÉMANN, Augustin; LÉMANN, Joseph. Valeur de l’assemblée qui prononça la peine de mort contre Jésus-Christ. 3.ª ed. Paris: Victor Lecoffre, 1881, p. 32.

    2 Con respecto a las transgresiones que hicieron inválido el procedimiento que condenó Cristo, véase el artículo: VIETO RODRÍGUEZ, Santiago. El más injusto e infame juicio de la Historia. In: Heraldos del Evangelio. Madrid. Año XVI. N.º 176 (mar, 2018); pp. 16-19.

    3 CASTRILLO AGUADO, Tomás. Enemigos de Jesús en la Pasión, según los Evangelios. Madrid: FAX, 1960, p. 104.

    4 SAN JERÓNIMO. Comentario a Mateo. L. IV (22, 41-28, 20), c. 26, n.º 261. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 2002, v. II, p. 391.

    5 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 47, a. 5-6.

    6 Cf. Ídem, a. 6, ad 1.

    7 LÉMANN; LÉMANN, op. cit., p. 108.

    8 Cf. LA POTTERIE, Ignace de. La Pasión de Jesús según San Juan. Texto y espíritu. Madrid: BAC, 2007, pp. 52-54.