Categoría: Eucaristía

  • ¿Cuánto vale una Misa?

    ¿Cuánto vale una Misa?

    La realidad del mundo material es que todo cuerpo, además de dimensiones, posee un peso específico y medible.  Incluso, existen varias unidades de medición que nos dan noción de la consistencia del objeto como son  libras, kilogramos, etc. 

    Pero, cuándo queremos medir algo espiritual, ¿cómo lo hacemos? ¿Hay alguna unidad de medida que podamos usar? 

    Entonces, ¿cómo medir el VALOR de una Santa Misa? 

    En el video de hoy te traemos la respuesta.

  • Ostensorios Vivos

    Ostensorios Vivos

    Hna. Jeniffer de Jesus Exposto Santana

    Una luz tenue en el interior del recinto sagrado invita a la intimidad con Dios, en el recogimiento y la oración. No me refiero a ninguna gran basílica, sino a la acogedora capilla lateral, donde se puede adorar a Jesús en la hostia consagrada, expuesta en el ostensorio.

    Todo el lugar se encuentra en penumbra; sólo el Santísimo Sacramento está iluminado. Llena de reverencia, la Iglesia eleva sus alabanzas en el himno gregoriano Adoro te devote: «Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias. A ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte».

    Los objetos litúrgicos de ese sitio se armonizan con el ambiente, glorificando, cada uno a su modo, al «Pan vivo que da vida al hombre», conforme canta la secular melodía. Analicemos, sin pretender desviar la atención de lo principal, que es Nuestro Señor Jesucristo, uno de ellos.

    Concebido únicamente para exponer la sagrada especie durante los momentos de vigilia, el ostensorio actúa como «guardia de honor» de la Eucaristía, custodiándola en un dignísimo entorno mientras los católicos le dedican actos de fe, amor y confianza. Por su importante función, la piedad quiso fabricarlo con metales valiosos: a veces el oro fino o la plata pura son la materia prima de su estructura. Representaciones de ángeles o de los doce Apóstoles pueden adornar la pieza, transformándola en una auténtica obra de arte. Las piedras preciosas, sin duda, adquieren destaque, al celebrar con su belleza al Rey del universo.

    También podríamos resaltar los rayos o la lúnula que soporta el viril con la forma consagrada. Sin embargo, me gustaría destacar el vidrio o cristal cilíndrico, cuya transparencia permite que nuestra mirada pose sobre la Sagrada Hostia. Posee cierta dignidad material, pero su simbolismo va más allá de cualquier valor pecuniario.

    El cristal permanece muy cerca de Jesús Hostia, lo envuelve y protege. Es indispensable mantenerlo siempre limpio y translúcido para que el adorador venere, bajo el velo de la fe, a aquel mismo Mesías que, durante su vida terrena en Israel, curó a enfermos, consoló a afligidos, afianzó a débiles, resucitó muertos, castigó a los malos, expulsó demonios, enseñó la verdad, derramó su sangre, destruyó a la muerte, redimió a la humanidad.

    Nuestra mirada, no obstante, atraviesa el cristal y no siempre lo nota. A lo sumo, el reflejo de la luz nos recuerda su existencia. Está ahí para cumplir un designio, sin preocuparse por ser admirado; no busca atenciones, su objetivo es únicamente proteger y manifestar la Hostia mientras se le dedican actos de culto.

    ¿Tendrá este hecho alguna aplicación para nuestra vida espiritual?

    En una de sus poesías, Santa Teresa del Niño Jesús aseguraba: «Por su presencia, soy una custodia viviente».1 En efecto, el bautizado en estado de gracia tiene a Dios habitando y actuando en su alma. En estas condiciones, al igual que el pulido cristal del ostensorio, se convierte en un modelo para sus demás hermanos en la religión, revelándoles a Nuestro Señor Jesucristo mediante el buen ejemplo de la virtud. Cuando el Altísimo actúa en su interior, será este mismo autor del bien el que los otros verán y glorificarán en él.

    Tanto en la Eucaristía como en el alma de los justos, adoramos a Dios oculto. Por eso, el himno eucarístico indicado más arriba concluye con una confiada súplica: «Jesús, a quien ahora veo oculto, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro cara a cara, sea yo feliz viendo tu gloria. Amén».◊


    Notas


    1 SANTA TERESA DE LISIEUX. The Poetry of Saint Thérèse of Lisieux. ­Washington, DC: ICS, 1996, p. 286.

  • Comunión SACRAMENTAL y ESPIRITUAL. ¿Cuál es la diferencia?

    Comunión SACRAMENTAL y ESPIRITUAL. ¿Cuál es la diferencia?

    El Pe. Mauricio Galarza de los Heraldos del Evangelio Ecuador nos invita a reflexionar sobre las dos formas de comulgar permitidas por la Santa Iglesia. Además de explicarnos las diferencias entre ellas, nos da consejos para hacerlas correctamente.

    Después de todo, la Comunión espiritual es un excelente recurso para pedir las gracias necesarias para nuestra santificación, entretanto, no podemos restar el valor que tiene la comunión sacramental. 

  • El milagro eucarístico de Lanciano

    El milagro eucarístico de Lanciano

    El Hno. Sebastián Cadavid, EP narra la historia de una esposa que – en el afán de recuperar su matrimonio – roba una hostia consagrada para un rito de brujería.

    Pese su mal acto, lo que pasó después fue algo increíble. ¡Descúbrelo asistiendo este video!

  • El origen de la fiesta del Corpus Christi

    El origen de la fiesta del Corpus Christi

    Entre ellos se encontraban dos varones conocidos no sólo por el brillo de la inteligencia y pureza de su doctrina, sino por la heroicidad, sobre todo, de sus virtudes: Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura.

    La razón de la convocatoria se relacionaba con una reciente bula pontificia en la que se instituía una fiesta anual en honor al Santísimo Cuerpo de Cristo. Para que esta conmemoración tuviese un gran esplendor, deseaba Urbano IV que se compusiera un Oficio, como también lo propio a la Misa a ser cantada en esa solemnidad. Así, solicitó a cada uno de aquellos doctos personajes que elaboraran una composición y se la presentasen en unos días, con el fin de escoger la mejor.

    Célebre se hizo el episodio ocurrido durante la sesión. El primero en exponer su obra fue fray Tomás. Serena y calmamente, desenrolló un pergamino y los circundantes oyeron la declamación pausada de la Secuencia compuesta por él:

    Lauda Sion Salvatorem, lauda ducem et pastorem in hymnis et canticis (Loa, Sión, al Salvador, alaba a tu guía y pastor con himnos y cánticos)… Admiración general.

    Fray Tomás concluía: …tuos ibi commensales, cohæredes et sodales, fac sanctorum civium (admítenos en el Cielo entre tus comensales y haznos coherederos en compañía de los que habitan la ciudad de los santos).

    Fray Buenaventura, digno hijo del Poverello de Asís, sin titubear rasgó su composición; y los demás lo imitaron, rindiéndole tributo de esta manera al genio y la piedad del Aquinate. La posteridad no llegó a conocer las demás obras, sublimes sin duda, pero inmortalizó el gesto de sus autores, verdadero monumento de humildad y modestia.

    Origen de la fiesta de “Corpus Christi»

    Varios motivos condujeron a que la Sede Apostólica diese este nuevo impulso al fervor eucarístico, haciendo extensiva a toda la Iglesia una devoción que ya se venía practicando en ciertas regiones de Bélgica, Alemania y Polonia.

    El primero de ellos se remonta a la época en que Urbano IV, entonces miembro del clero belga de Liège, examinó cuidadosamente el contenido de las revelaciones con las que el Señor se dignó favorecer a una joven religiosa del monasterio agustino de Mont-Cornillón, cercano a aquella ciudad.

    En 1208, cuando tenía sólo 16 años, Juliana fue objeto de una singular visión: un refulgente disco blanco, semejante a la luna llena, que tenía uno de sus lados oscurecido por una mancha.

    Tras algunos años de oración, le fue revelado el significado de aquella luminosa “luna incompleta”: simbolizaba la Liturgia de la Iglesia, a la cual le faltaba una solemnidad en alabanza al Santísimo Sacramento. Santa Juliana de Mont-Cornillón había sido elegida por Dios para comunicar al mundo ese deseo celestial.

    Pasaron más de veinte años hasta que la piadosa monja, dominando la repugnancia que procedía de su profunda humildad, se decidiera a cumplir su misión y relatara el mensaje que había recibido. A pedido suyo, fueron consultados varios teólogos, entre ellos el P. Jacques Pantaleón —futuro Obispo de Verdún y Patriarca de Jerusalén—, que se mostró entusiasmado con las revelaciones de Juliana.

    Algunas décadas más tarde, y ya habiendo fallecido la santa vidente, quiso la Divina Providencia que el ilustre prelado fuese elevado al Solio Pontificio en 1261, escogiendo el nombre de Urbano IV.

    Se encontraba este Papa en Orvieto, en el verano de 1264, cuando llegó la noticia de que, a poca distancia de allí, en la ciudad de Bolsena, durante una Misa en la iglesia de Santa Cristina, el celebrante —que sentía probaciones en relación a la presencia real de Cristo en la Eucaristía— había visto como la Hostia Sagrada se transformaba en sus propias manos en un pedazo de carne, que derramaba abundante sangre sobre los corporales.La crónica del milagro se difundió rápidamente en la región.

    El Papa, informado de todos los detalles, pidió que llevaran las reliquias a Orvieto, con la debida reverencia y solemnidad. Él mismo, acompañado por numerosos cardenales y obispos, salió al encuentro de la procesión que se había organizado para trasladarlas a la catedral.Poco después, el 11 de agosto del mismo año, Urbano IV emitía la bula Transiturus de hoc mundo, por la que se determinaba la solemne celebración de la fiesta de Corpus Christi en toda la Iglesia.

    Una afirmación contenida en el texto del documento dejaba entrever un tercer motivo que contribuiría a la promulgación de la mencionada festividad en el calendario litúrgico: “Aunque renovemos todos los días en la Misa la memoria de la institución de este Sacramento, aún estimamos conveniente que sea celebrada más solemnemente, por lo menos una vez al año, para confundir particularmente a los herejes; pues en el Jueves Santo la Iglesia se ocupa de la reconciliación de los penitentes, la consagración del santo crisma, el lavatorio de los pies y otras muchas funciones que le impiden dedicarse plenamente a la veneración de este misterio».

    Así, la solemnidad del Santísimo Cuerpo de Cristo nacía también para contrarrestar la perjudicial influencia de ciertas ideas heréticas que se propagaban entre el pueblo en detrimento de la verdadera Fe. En el siglo XI, Berengario de Tours se opuso abiertamente al Misterio del Altar al negar la transubstanciación y la presencia real de Jesucristo en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en las sagradas especies. Según él, la Eucaristía no era sino pan bendito, dotado sólo de un simbolismo especial.

     A principios del siglo XII, el heresiarca Tanquelmo esparcía sus errores por Flandes, principalmente en la ciudad de Amberes, afirmando que los sacramentos y la Santísima Eucaristía, sobre todo, no poseían ningún valor.Aunque todas esas falsas doctrinas ya estuvieran condenadas por la Iglesia, algo de sus ecos nefastos aún se sentían en la Europa cristiana. Así que Urbano IV no juzgó superfluo censurarlas públicamente, de manera que les quitase prestigio e inserción.

    La Eucaristía pasa a ser el centro de la vida cristiana

    A partir de este momento, la devoción eucarística florecía con gran vigor entre los fieles: los himnos y antífonas compuestos por Santo Tomás de Aquino para la ocasión — entre ellos el Lauda Sion, verdadero compendio de teología del Santísimo Sacramento, llamado por algunos el credo de la Eucaristía— pasaron a ocupar un lugar destacado dentro del tesoro litúrgico de la Iglesia.

    Con el transcurso de los siglos, bajo el soplo del Espíritu Santo, la piedad popular y la sabiduría del Magisterio infalible se aliaron en la constitución de costumbres, usos, privilegios y honras que hoy acompañan al Servicio del Altar, formando una rica tradición eucarística.

    Aún en el siglo XIII, surgieron las grandes procesiones que llevaban al Santísimo Sacramento por las calles, primeramente dentro de un copón cubierto y después expuesto en un ostensorio. También en este punto el fervor y el sentido artístico de las diferentes naciones se esmeraron en la elaboración de custodias que rivalizaban en belleza y esplendor, en la confección de ornamentos apropiados y en la colocación de inmensas alfombras de flores a lo largo del camino que recorrería el cortejo.

    Los Papas Martín V (1417-1431) y Eugenio IV (1431-1447) concedieron generosas indulgencias a quien participase en las procesiones. Más tarde, el Concilio de Trento —en su Decreto sobre la Eucaristía, de 1551— subrayaba el valor de estas demostraciones de Fe: “Declara además el santo Concilio que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años, determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad, y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las calles y lugares públicos».1

    El amor eucarístico del pueblo fiel no se restringió solamente a manifestaciones externas; al contrario, eran la expresión de un sentimiento profundo puesto por el Espíritu Santo en las almas, en el sentido de valorar el precioso don de la presencia sacramental de Jesús entre los hombres, conforme sus propias palabras: “Y yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

    El misterio del amor de un Dios que no sólo se hizo semejante a nosotros para rescatarnos de la muerte del pecado, sino que quiso permanecer, en un extremo de ternura, entre los suyos, escuchando sus pedidos y fortaleciéndoles en sus tribulaciones, pasó a ser el centro de la vida cristiana, el alimento de los fuertes, la pasión de los santos.

    San Pedro Julián Eymard, ardiente devoto y apóstol de la Eucaristía, expresaba en términos llenos de unción esta celestial “locura” del Salvador al permanecer como Sacramento de vida para nosotros:

    «Se comprende que el Hijo de Dios, llevado por su amor al hombre, se haya hecho hombre como él, pues era natural que el Creador estuviese interesado en la reparación de la obra que salió de sus manos. Que, por un exceso de amor, el Hombre Dios muriese en la Cruz, se comprende también. Pero lo que no se comprende, aquello que espanta a los débiles en la Fe y escandaliza a los incrédulos, es que Jesucristo glorioso y triunfante, después de haber terminado su misión en la tierra, quiera permanecer aún con nosotros, en un estado más humillante y aniquilado que en Belén o en el Calvario».

    ¡Arrodillémonos delante del Tabernáculo!

    ¿Cuáles deberían ser nuestra actitud y nuestros sentimientos al considerar el extremo de bondad que Dios hecho Hombre tiene hacia la criatura rescatada por su Sangre y no la abandonó, habiéndose encarnado, sino que se ha mantenido presente, asistiendo y amparando a todos los que a Él quisieran acercase?

    Arrodillémonos delante del Tabernáculo o delante, aún mejor, del Ostensorio, entreguemos a Jesús Sacramentado todo nuestro ser —nuestro cuerpo con todos sus miembros y órganos, nuestro alma, con sus potencias, sus cualidades e incluso con sus propias miserias— y ofrezcámosle a Dios Padre la divina Sangre de su Hijo, derramada en la Cruz en reparación de nuestras faltas.

    Hna. Clara Isabel Morazzani Arráiz, EP

  • La Eucaristía: «cárcel» de amor

    La Eucaristía: «cárcel» de amor

    Un niño le preguntó a su maestra: ¿quién encerró a Jesús en esa casita? 

    La respuesta es sorprendente: el amor.