Categoría: Doctrina Católica

  • ¿A quién nos dirigimos cuando rezamos?

    ¿A quién nos dirigimos cuando rezamos?

    Educar en la oración según la tradición de la Iglesia

    El deseo de aprender a rezar de modo auténtico y profundo está vivo en muchos cristianos de nuestro tiempo, a pesar de las no pocas dificultades que la cultura moderna pone a las conocidas exigencias de silencio, recogimiento y oración. […] Sin embargo, frente a este fenómeno, también se siente en muchos sitios la necesidad de unos criterios seguros de carácter doctrinal y pastoral, que permitan educar en la oración, en cualquiera de sus manifestaciones, permaneciendo en la luz de la verdad, revelada en Jesús, que nos llega a través de la genuina tradición de la Iglesia. […]

    El contacto siempre más frecuente con otras religiones y con sus diferentes estilos y métodos de oración han llevado a que muchos fieles, en los últimos decenios, se interroguen sobre el valor que pueden tener para los cristianos formas de meditación no cristianas. […]

    Para iniciar esta consideración se debe formular, en primer lugar, una premisa imprescindible: la oración cristiana está siempre determinada por la estructura de la fe cristiana, en la que resplandece la verdad misma de Dios y de la criatura. […] El cristiano, también cuando está solo y ora en secreto, tiene la convicción de rezar siempre en unión con Cristo, en el Espíritu Santo, junto con todos los santos para el bien de la Iglesia.

    Fragmentos de: SAN JUAN PABLO II.
    «Orationis formas», carta publicada por la
    Congregación para la Doctrina de la Fe
    , 15/10/1989.

    La oración es una relación personal con el Dios vivo y verdadero

    El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto; el hombre lleva en sí mismo el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como «expresión del deseo que el hombre tiene de Dios». Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración […].

    Sin embargo, la búsqueda del hombre sólo encuentra su plena realización en el Dios que se revela. La oración, que es apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte así en una relación personal con Él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de tomar la iniciativa llamando al hombre al misterioso encuentro de la oración.

    Fragmentos de: BENEDICTO XVI.
    Audiencia general, 11/5/2011.

    Necesidad de unir la verdadera y digna noción de Dios a su nombre

    No puede tenerse por creyente en Dios el que emplea el nombre de Dios retóricamente, sino sólo el que une a esta venerada palabra una verdadera y digna noción de Dios. Quien, con una confusión panteísta, identifica a Dios con el universo, materializando a Dios en el mundo o deificando al mundo en Dios, no pertenece a los verdaderos fieles.

    Ni tampoco lo es quien […] pone en lugar del Dios personal el hado sombrío e impersonal, negando la sabiduría divina y su providencia, «la cual se extiende poderosa del uno al otro extremo» (Sab 8, 1) y lo dirige a buen fin. Ese hombre no puede pretender que sea contado entre los verdaderos fieles.

    Fragmentos de: PÍO XI.
    Mit Brennender Sorge, 14/3/1937.

    No emplear el nombre tres veces santo de Dios como una etiqueta vacía de sentido

    Vigilad, venerables hermanos, con cuidado contra el abuso creciente, que se manifiesta en palabras y por escrito, de emplear el nombre tres veces santo de Dios como una etiqueta vacía de sentido para un producto más o menos arbitrario de una especulación o aspiración humana; y procurad que tal aberración halle entre vuestros fieles la vigilante repulsa que merece.

    Nuestro Dios es el Dios personal, trascendente, omnipotente, infinitamente perfecto, único en la trinidad de las personas y trino en la unidad de la esencia divina, Creador del universo, Señor, Rey y último fin de la historia del mundo, el cual no admite, ni puede admitir, otras divinidades junto a sí.

    Fragmentos de: PÍO XI.
    Mit Brennender Sorge, 14/3/1937.

    A nadie le es lícito decir: Creo en Dios, y esto es suficiente para mi religión

    La fe en Dios no se mantendrá por mucho tiempo pura e incontaminada si no se apoya en la fe en Jesucristo. «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo» (Lc 10, 22). […] A nadie, por lo tanto, le es lícito decir: Yo creo en Dios, y esto es suficiente para mi religión.

    La palabra del Salvador no deja lugar a tales escapatorias: «El que niega al Hijo tampoco tiene al Padre; el que confiesa al Hijo tiene también al Padre» (1 Jn 2, 23).

    Fragmentos de: PÍO XI.
    Mit Brennender Sorge, 14/3/1937.

    Sólo en Cristo podemos dialogar con Dios como hijos

    La oración es la relación de los hijos con su Padre, y sólo en Cristo podemos dialogar con Dios como hijos y decir como dijo Él: «Abbá»

    Debemos recordar ante todo que la oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo. […] Sólo en Cristo, en efecto, podemos dialogar con Dios Padre como hijos, de lo contrario no es posible, pero en comunión con el Hijo podemos incluso decir nosotros como dijo Él: «Abbá».

    En comunión con Cristo podemos conocer a Dios como verdadero Padre (cf. Mt 11, 27). Por esto, la oración cristiana consiste en mirar constantemente y de manera siempre nueva a Cristo, hablar con Él, estar en silencio con Él, escucharlo, obrar y sufrir con Él. […] No olvidemos que a Cristo lo descubrimos, lo conocemos como persona viva, en la Iglesia.

    Fragmentos de: BENEDICTO XVI.
    Audiencia general, 3/10/2012.

    Por la oración, abrimos ventanas hacia el Cielo

    Los cristianos hoy están llamados a ser testigos de oración, precisamente porque nuestro mundo está a menudo cerrado al horizonte divino y a la esperanza que lleva al encuentro con Dios. En la amistad profunda con Jesús y viviendo en Él y con Él la relación filial con el Padre, a través de nuestra oración fiel y constante, podemos abrir ventanas hacia el Cielo de Dios. […]

    Eduquémonos en una relación intensa con Dios, en una oración que no sea esporádica, sino constante, llena de confianza, capaz de iluminar nuestra vida, como nos enseña Jesús.

    Fragmentos de: BENEDICTO XVI.
    Audiencia general, 30/11/2011.

  • Sobre la piedra que es Pedro

    Sobre la piedra que es Pedro

    La tecnología ha hecho progresos asombrosos en el campo del armamento a lo largo de las últimas décadas. Con frecuencia se informa sobre innovaciones de este tipo, aún más a propósito del amenazante conflicto en Ucrania. El poderío bélico de una nación, sin embargo, no puede limitarse a la mera producción y almacenamiento de armas. Como es praxis en las guerras, cada bando trata de apropiarse del arsenal enemigo, estudiarlo y utilizarlo contra su antiguo dueño.

    De manera análoga, desde sus orígenes, el papado ha sido una institución ferozmente combatida por hombres y demonios. Por supuesto que en esta batalla hay un claro vencedor, pues las puertas del infierno jamás prevalecerán contra la Iglesia (cf. Mt 16, 18). Hay momentos, sin embargo, en que el núcleo de la lucha se extiende hasta el corazón de Pedro, y los enemigos buscan hacerlo palpitar contra la propia institución que debería proteger. En estas condiciones, ¿qué pueden hacer por él los fieles que militan en la tierra?

    Retrocedamos a los orígenes de la misión del sumo pontífice para responder mejor a esta pregunta.

    ¿Quién es Pedro?

    A lo largo de los siglos, se han ido desarrollando expresiones muy singulares para referirse al primer Papa. Entre otras denominaciones que se remontan a tiempos lejanos encontramos éstas: «Príncipe de los Santos Apóstoles», «corifeo de su coro», «boca de todos los Apóstoles», «columna de la Iglesia».1 Como señaló el papa León XIII, estos títulos preconizan brillantemente que Pedro fue puesto en el más alto grado de dignidad y poder.

    De hecho, el Señor lo constituyó —y en él también a sus legítimos sucesores— como cabeza visible de la Iglesia militante, concediéndole directa e inmediatamente un primado de verdadera y propia jurisdicción, y no sólo honorífico.2 En virtud de su cargo como representante de Cristo y pastor de la Iglesia, el sumo pontífice tiene autoridad suprema y universal sobre toda la institución.3

    Pero el primado de Pedro, cuyo reconocimiento y sumisión son necesarios para la salvación,4 se ejerce en armonía con la constitución colegial de la Iglesia, es decir, con los obispos del mundo entero que están unidos a él. Se trata, por tanto, de un primado de comunión.5 Nuestro Señor Jesucristo, a fin de cuentas, es quien gobierna a su Esposa Mística por medio del Papa y de los legítimos pastores.6 Así pues, no le corresponde al desempeño de esta autoridad un régimen tiránico y totalitario.

    El Santo Padre también preside en la caridad,7 o sea, le incumbe la primacía en el amor al Señor. ¡Precedencia en la caridad! Una mirada retrospectiva a los albores del papado podrá ayudarnos a comprender mejor la grandeza de esta institución divina. Sobre todo, nos alentará a tener por ella una dilección más fervorosa, ya que una dedicación desinteresada de las ovejas puede ayudar a Pedro en su ardua misión en el transcurso de los siglos.

    La primera mirada de Jesús a Simón

    El Evangelio de San Juan registra, con singulares pormenores, el acontecimiento que transformó la vida de un pescador de Galilea.

    Andrés era uno de los dos discípulos que acompañaban a San Juan Bautista cuando éste, al avistar a Jesús, declaró: «Éste es el Cordero de Dios» (1, 36). Habiéndose quedado aquel día con el Maestro, Andrés salió enseguida a buscar a su hermano y le manifestó: «Hemos encontrado al Mesías» (1, 41). ¡Qué luz no debió haber iluminado el alma de Simón al oír el anuncio de la llegada del Salvador!

    Hemos de considerar que, desde toda la eternidad, el Señor sabía a quién iba a elegir como piedra fundamental de su Iglesia. Había llegado, pues, el momento de encontrarse con él en el tiempo. Narra el evangelista que Andrés llevó a su hermano ante el divino Maestro, y «Jesús se le quedó mirando y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que quiere decir Pedro, o piedra)”» (1, 42).

    Esta mirada de eterna dilección jamás abandonará a Pedro. Es la revelación inicial que Jesús le hace a su futuro vicario, y sobre esta verdad fundamental se yergue la misión de la «columna de la Iglesia».

    Fijándose en él, el Maestro contempló a todos los que le sucederían en el solio pontificio. En efecto, por institución del propio Cristo —por derecho divino, por tanto— es por lo que el bienaventurado Pedro tiene perennes sucesores en el primado sobre la Iglesia universal.8 Cada legítimo sumo pontífice perpetúa el mismo primado de Cefas. En cierto modo, también reciben del Señor la mirada que, además de convocarlos para el cargo, los invita a reafirmarse en su amor.

    En la primera mirada de Jesús a Pedro, el papado encuentra su verdadero horizonte. La fuerza de esta mirada continuó sustentando a Cefas a lo largo de los siglos, asegurando la firmeza de la roca sobre la cual se erige la Iglesia.

    Una confesión, un premio, un encargo

    Con su insuperable pedagogía divina secundada por gracias, el Señor modeló y predispuso paso a paso el corazón de Simón para que en determinado momento recibiera de Dios Padre una importantísima revelación (cf. Mt 16, 17).

    San Pedro poseía la virtud de la fe en tal alto grado que fue el varón elegido para confesar la divinidad de Jesús. Esta proclamación «se realizó con base en un discernimiento penetrante, lúcido y abarcador de la naturaleza divina del Hijo de Dios»,9 conforme explica Mons. João Scognamiglio Clá Dias.

    Así pues, estando con el Maestro en la región de Cesarea de Filipo, lejos de los acontecimientos arrebatadores y de la agitación de las turbas, sólo se oía la voz de la fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16). A continuación, Jesús le anunció a Cefas que edificaría una obra indestructible, la Iglesia, y le entregaría a él «las llaves del Reino de los Cielos» (Mt 16, 19).

    Pedro y Juan, una relación evocadora

    Jesús flanqueado por San Pedro y San Juan Evangelista – Iglesia del Santísimo Sacramento, Nueva York

    Sin embargo, la fe del primer Papa, por grande que fuera, no le bastaría para corresponder a su llamamiento. Pedro le aseguró al Maestro que nunca lo abandonaría; no obstante, de entre los Apóstoles, únicamente Juan estuvo al pie de la cruz (cf. Lc 22, 33; Jn 19, 26). Pedro tuvo miedo cuando Jesús obró la pesca milagrosa en el lago de Genesaret: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8); Juan reclinó su frente sobre el corazón del Redentor (cf. Jn 13, 25), porque «no hay temor en el amor» (1 Jn 4, 18). Finalmente, Pedro proclamó su fe en Jesús, y Juan expresó con singular claridad en qué consiste el centro de nuestra fe y la imagen cristiana del Creador, diciendo: «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16), como enseña Benedicto XVI.10

    No pretendemos insinuar que entre el Príncipe de los Apóstoles y San Juan existiera una completa igualdad. A mediados del siglo XVII, durante el pontificado de Inocencio X, fue juzgada y declarada herética la doctrina sostenida por el jansenista Marín de Barcos, que defendía una doble cabeza en la Iglesia.11 El hereje equiparaba al apóstol Pablo con San Pedro en el poder supremo y en el gobierno de la Iglesia universal.

    Creemos, más bien, que la preciosa relación entre Cefas y Juan —el apóstol del amor—, tan evidente en los Evangelios, parece subrayar cuánto la excelencia de la fe depende de la soberanía de la caridad, aun siendo ambas virtudes hermanas, eslabones de una misma cadena.

    «Pedro, ¿me amas?»

    «La fe actúa por el amor»,12 afirma Santo Tomás; en efecto, la caridad hace perfecto y formado el acto de la fe.

    Nuestro Señor Jesucristo entrega el rebaño de la Iglesia a San Pedro – Londres

    Ahora bien, transcurridos algunos años de convivencia con el Señor, a pesar de ser grande la fe de Pedro, imperfecto era aún su amor. Y el divino Maestro, antes de subir al Cielo, quiso consolidar a su elegido en la misión que le había reservado. Y esto sucedió en una de las apariciones a los Apóstoles después de la Resurrección, junto al lago de Tiberíades, cuando Jesús le preguntó tres veces: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Ante cada respuesta afirmativa, Jesús le ordena: «apacienta mis corderos», «pastorea mis ovejas», «apacienta mis ovejas» (Jn 21, 15-17).

    La caridad es la condición para apacentar el rebaño de Cristo, ya que, como hemos visto, se trata de un atributo esencial del primado petrino. Así, aumentando el amor de Cefas, el Salvador garantizaba la perennidad de la institución pontificia.

    Por consiguiente, es deducible de ahí que las flaquezas en la vida de San Pedro —y las del papado a lo largo de los siglos— se deban principalmente a las defecciones en la línea del amor. Son dos milenios ya de inmaculada defensa de la fe por parte del magisterio infalible; no obstante, sin faltar nunca a la ortodoxia en las palabras, se puede predicar el desamor con el ejemplo.

    Dos mil años de existencia

    Inmediatamente después de la triple interpelación, el Salvador profetizó: «Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21, 18).

    El papado cuenta con una existencia bimilenaria. Quizá, en determinado contexto histórico, esta institución de larga data se vea sujeta a lo que el divino Maestro le predijo a San Pedro: que le extendería sus brazos a los verdugos que quieren crucificarla, que sería ceñida y llevada por extraños adonde no desea ir, por donde no debe ir.

    Santa Faustina, la secretaria de la misericordia de Jesús, registra en su diario estas dolorosas palabras del Señor: «Los grandes pecados del mundo hieren mi Corazón algo superficialmente, pero los pecados de un alma elegida traspasan mi Corazón por completo…».13

    Negación de San Pedro – Museo de Bellas Artes, Córdoba (España)

    Durante la Pasión, estando en la casa de Caifás, Pedro negó tres veces a la Verdad, y tres veces la Verdad cayó en el camino del Calvario. ¿No serían estos desafortunados pronunciamientos del primer Papa cuales nuevas piedras de tropiezo para el Salvador (cf. Mt 16, 23)? Es grande el poder de Pedro, que todo lo puede atar en la tierra y en el Cielo.

    Sin embargo, la predilección —ese insondable misterio— marcó el alma de Cefas para siempre. Nos atrevemos a decir que, ante la omnipotencia del perdón divino y de las oraciones de María, incluso hasta el poder de las llaves es impotente: «El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: “Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces”. Y, saliendo afuera, lloró amargamente» (Lc 22, 61-62).

    Sin duda, esta insigne gracia de contrición fue comprada por las súplicas de la Santísima Virgen: podemos decir que María sustentó la Iglesia en aquel momento, como hoy sustenta el papado.

    Cimentada sobre la sangre de los mártires

    Es difícil admitir que hay una mirada más significativa para un Papa que la del Redentor ajusticiado. En la expresión sufridora de Jesús se contempla en germen el triunfo de la Resurrección; además, la muerte del Señor en la cruz compró la inmortalidad de su Esposa —la Iglesia—, fundada sobre la roca que es Pedro.

    Siguiendo una antigua tradición, el sumo pontífice se revestía de un bellísimo calzado rojo, viniendo a significar que la Iglesia está cimentada sobre la sangre de los mártires. Los pasos de Cefas eran, por tanto, acompañados simbólicamente por el testimonio de aquellos que, perseverando en la fe, se ofrecieron en sacrificio por Cristo.

    De hecho, el holocausto del Señor es la razón de incontables otros. Incluso hasta en nuestros días, la sangre de los mártires se renueva continuamente. Sí, porque un suplicio quizá mayor y más injusto que el de morir por odio a la religión es el de ser martirizado por la fidelidad al amor. Expliquémoslo mejor. Con gran acierto, un célebre orador afirmó en una ocasión: ser amado y no amar es ser tirano; amar y no ser amado es ser mártir.14

    Job visitado por sus amigos – «Grandes Horas de Ana de Bretaña»

    Ejemplo de este martirio de alma podemos encontrarlo en el justo Job, que perseveró en su inocente rectitud, resistiendo impasible a los atroces sufrimientos que la Providencia permitió que el demonio le infligiera, sin el alivio de ninguna consolación espiritual. Este admirable personaje bíblico también representa a los varones que hoy sufren por el Cuerpo Místico, en unión con su cabeza, Nuestro Señor Jesucristo, por pura devoción a la roca inquebrantable del papado.

    Una gema inédita entregada al papado

    Quizá, en determinado contexto histórico, Pedro haya faltado o venga a faltar con la reciprocidad de amor por los hijos que tanto lo aman. Para ello no sería preciso ningún gesto ostensivo; hay ciertas formas de silencio que confunden, hay indiferencia y omisiones que se enumeran entre los mayores actos de desamor. De verificarse tal absurdo, sería ocasión para dar a la elección y a la autoridad de Cefas una prueba inmensa de fidelidad, llevada al extremo. Y un único motivo bastaría para explicar este amor tan inexplicable: simplemente porque él es Pedro.

    En unión con los infinitos méritos del Redentor, queda por preguntarse qué frutos se derivarían de la sangre derramada con tanta generosidad. Dios no deja de premiar a quien se inmola por Él sin buscar recompensa: llegará el día en que esos Job serán exaltados por su innegable amor a Pedro, y su sangre resplandecerá cual gema preciosísima e inédita en la institución del papado, como indagando: «Pedro, ¿me amas?».

    Nada es en vano. Las apariciones de Cova da Iria y la promesa incondicional de Nuestra Señora de Fátima adquieren un brillo especial cuando se aplican al papado: «Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará». Se trata de la victoria del amor de María, que abre una nueva era de fe para el mundo y para la Santa Iglesia. ◊

     

    Notas


    1 LEÓN XIII. Satis cognitum: DH 3308.

    2 Cf. CONCILIO VATICANO I. Pastor æternus: DH 3055.

    3 Cf. LEÓN XIII, op. cit., 3309.

    4 Cf. BONIFACIO I. Carta «Institutio», a los obispos de Tesalia: DH 233; Carta «Manet beatum», a Rufo y a los otros obispos de Macedonia: DH 234; BONIFACIO VIII. Unam sanctam: DH 875.

    5 Cf. CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium, n.º 18: DH 4142.

    6 Cf. Ídem, n.º 14, 4137.

    7 Cf. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Lettre aux Romains: SC 10, 107.

    8 Cf. CONCILIO VATICANO I, op. cit., 3056-3058.

    9 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2013, t. VII, pp. 125-126.

    10 Cf. BENEDICTO XVI. Deus caritas est, n.º 1.

    11 Cf. INOCENCIO X. Decreto del Santo Oficio, 24/1/1647: DH 1999.

    12 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 4, a. 3.

    13 SANTA FAUSTINA KOWALSKA. Diario. La Divina Misericordia en mi alma. Stockbridge: Marian Press, 2010, p. 600.

    14 Cf. VIEIRA, Antonio. «Sermão da primeira sexta-feira da Quaresma». In: Obra Completa. São Paulo: Loyola, 2015, t. II, vol. II, p. 154.

     

  • La Paz de Cristo y la paz del mundo

    La Paz de Cristo y la paz del mundo

    Preguntémosles a los hombres de nuestros días qué es lo que más anhelan para sí y para el mundo y la mayoría ciertamente responderá: ¡la paz! San Agustín afirmaba que «es un bien tan noble, que aun entre las cosas mortales y terrenas no hay nada más grato al oído, ni más dulce al deseo, ni superior en excelencia».1

    Sin embargo, principalmente en el último siglo, el deseo de paz aumentó tanto que ha adquirido expresiones diversas.

    Un bien anhelado, pero no alcanzado

    Las dos guerras mundiales dejaron profundas secuelas en la humanidad, debido a su violencia y su capacidad de destrucción. Como si no fuera suficiente, acabada en 1945 la más terrible de ellas, el comunismo soviético siguió amedrentando a muchos de los pueblos eslavos y orientales y el mundo fue testigo de nuevas acometidas bélicas, sobre todo, en Asia y en África.

    Soldados británicos en 1916, tras la batalla del Somme (Francia)

    Durante el período conocido como Guerra Fría, pese a la aparente ausencia de un enfrentamiento formal, Estados Unidos y la Unión Soviética se enzarzaron en una carrera armamentística que apuntaba, tarde o temprano, a un conflicto nuclear de drásticas dimensiones. Algo similar sucedió en los umbrales del tercer milenio, con la aparición del terrorismo a gran escala.

    No asombra, por tanto, que el ideal de paz aflorara como objetivo a ser alcanzado entre los hombres, cansados de sangre, muerte y destrucción. ¿Qué respuesta podría dar el mundo a tales calamidades? Tratados, acuerdos entre Estados y reuniones con las grandes potencias fueron llevados a cabo, y continúan realizándose, con el compromiso de preservar la paz.

    Tales esfuerzos trajeron, además de alentadoras promesas, un crucial interrogante: ¿Se lograría los resultados esperados? ¿O serían vanas tentativas de materializar una quimera? No mucho tiempo después del inicio de esos hechos, personas como el conceptuado teólogo dominico Victorino Rodríguez darían una respuesta negativa a tales preguntas: «La ONU se constituyó para garantizar la paz entre las naciones. El año 1986 fue proclamado Año Internacional de la Paz. Pero no se logra la deseada paz; ni la paz mesiánica donde germinó el Evangelio, ni la paz octaviana donde se desarrolló el Derecho; ni cuando el poder disuasorio de la defensa nuclear bastaría para que los hombres dejasen de hacer o fomentar la guerra».2

    Tamaña era la preocupación mundial que hasta nuevos significados le dieron a la paz, alejados del verdadero. En la década de 1960, por ejemplo, en el movimiento hippie resonaba su consigna más conocida: «Paz y amor». Hábilmente manipulado, dicho eslogan llevaba a pensar que su realización consistía en la pura ausencia de guerra y en la plena satisfacción de los placeres carnales.

    Ante ese cuadro, cabe preguntarse: a fin de cuentas, ¿cómo se entiende la verdadera concordia? ¿Cómo conquistarla? Dios, nuestro Señor, dijo: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo» (Jn 14, 27). ¿Qué paz es la que Cristo nos concede y que el mundo no nos la puede ofrecer?

    Paz, tranquilidad y orden

    San Agustín define la paz como «la tranquilidad del orden».3 Estos dos elementos se combinan muy estrechamente. De hecho, ambos están de tal manera vinculados entre sí que son prácticamente inseparables; si se disocian, tienden a convertirse en una caricatura de ellos mismos.

    San Agustín de Hipona – Iglesia de San Marcial, Angoulême (Francia)

    El orden es la recta disposición de las cosas de acuerdo con su naturaleza y fin. Una imagen de este principio la encontramos en la rica y compleja organización del cuerpo humano. En él todos los sistemas poseen una finalidad, según los órganos que los componen; éstos, a su vez, dependen del buen funcionamiento de los tejidos y las células. Luego decimos que el cuerpo está ordenado porque sus partes cumplen una función y una finalidad, que concurren al bien del conjunto.

    El orden debe favorecer la tranquila libertad de las partes. Por ejemplo, en una nación en la cual sus ciudadanos son vigilados constantemente y donde el cumplimiento de la ley se produce bajo la sombra del miedo, existe un orden violento y, por eso mismo, inestable. No engendra paz, pues le falta la tranquilidad.

    La verdadera tranquilidad puede ser definida como la quietud y sosiego del ente que se complace en la situación en la que está, no por indolencia, comodismo o enquistamiento, sino porque cumple en ella su finalidad. Es lo que ocurre con la inteligencia cuando conoce la verdad o con la voluntad cuando posee el bien; o incluso con un niño que está en brazos de su madre, pues «sabe» que el cuidado materno suple sus necesidades.

    Para que haya genuina paz, la tranquilidad debe proceder del verdadero orden. No sorprende que San Agustín definiera la paz como la tranquilidad del orden. De lo contrario, se busca la tranquilidad en función de sí mismo y, a menudo, se encuentra la tranquilidad en el desorden.4 Se trata de una seguridad espuria, una tranquilidad engañosa, la falsa paz de la que hablan las Escrituras: la de los pecadores empedernidos que ya no sienten la picadura de los remordimientos (cf. Sal 72, 4-9) y proclaman: «“¡Paz, paz!”, cuando no hay paz» (Jer 6, 14). Ese es el ilusorio sosiego que reina, por ejemplo, en una familia en la que los padres ceden ante todos los caprichos de su hijo bajo el falaz pretexto de que así podrán «tener un poco de paz»5 o bien la pseudo­paz de un pantano, como ejemplifica elocuentemente el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, donde, en medio de la aparente quietud del agua estancada y podrida, regurgitan toda clase de organismos deletéreos.

    La verdadera paz es fruto del Espíritu Santo

    La paz auténtica —y, por tanto, cristiana— sólo se puede entender a la luz de la divina Revelación. La Santa Iglesia siempre ha recordado la existencia de los frutos del Espíritu Santo, mencionados por San Pablo en la Carta a los gálatas: «En cambio, el fruto del Espíritu es: caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, mansedumbre, dominio de sí» (Gál 5, 22-23).

    El Espíritu Santo – Basílica de la Virgen de los Desamparados, Valencia (España)

    Al favorecer al alma bautizada con las virtudes infusas y los dones sobrenaturales, Dios espera de ella obras dignas del Cielo, lo cual solamente es posible con el auxilio del Paráclito. A medida que el bautizado se deja modelar por Él, entonces «se dice que la operación del hombre es fruto del Espíritu Santo».6

    En teología se emplea ese término por analogía con la naturaleza. Así como el fruto de un árbol es lo mejor y lo más placentero que éste produce, del mismo modo los frutos del Espíritu Santo son actos humanos que proceden del influjo divino y trae consigo cierto delite.7

    Entre tales frutos, el Apóstol enumera la paz, precedida, no obstante, de la caridad y de la alegría. ¿Qué razón hay en esta secuencia?

    Frutos de los que procede la paz

    La caridad es la más importante de las virtudes y el primero de los frutos, «fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino».8 Lejos de ser un mero sentimiento, implica la ordenación del hombre hacia Dios, en una actitud de sumisión filial y obediencia dócil, conforme enseña el Señor: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14, 15).

    A la caridad le sucede la alegría, pues, según el Doctor Angélico, «el gozo lo causa la presencia del bien amado, o también el hecho de que ese bien amado está en posesión del bien que le corresponde y lo conserva».9 En cambio, San Juan afirma en su primera epístola: «Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (4, 16). Por la caridad el Señor se hace presente en quien lo ama, concediéndole así la posesión del mayor de los bienes. Por consiguiente, el gozo espiritual, fruto del Espíritu Santo, fluye naturalmente del amor a Dios.

    Sólo alcanzaremos la alegría perfecta en el Cielo, donde «será plena la fruición de Dios, en la cual obtendrá también el hombre lo que hubiera deseado, incluso de los demás bienes».10 Sin embargo, en esta vida la felicidad que viene del Espíritu Santo le da al bautizado un preludio del gozo eterno. Y cuando la alegría es plena —en la medida en que es posible en esta tierra— entonces se obtiene la paz, por dos razones.

    Solamente en Dios el corazón humano encuentra descanso

    En primer lugar, porque la paz supone «el descanso de la voluntad en la posesión estable del bien deseado».11 De hecho, quien está insatisfecho con el objeto que lo hace feliz no tiene gozo completo y de ese descontento sobreviene la inquietud interior.

    Es natural que el hombre tenga deseos y en esta vida jamás nos veremos libres de ellos. La experiencia cotidiana nos muestra que el ser humano nunca está satisfecho con lo que tiene, ya sea en relación con el dinero, con la salud física o con el placer; situación que lo coloca ante un dilema: o ir siempre en busca de más bienes terrenales, con la ilusión de encontrarlo, o amar al único Ser —eterno e infinitamente bueno— capaz de complacer en plenitud todos sus anhelos.

    Es lo que expresa la consagrada frase de San Agustín: «Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».12 Isaías ya les aconsejaba a los suyos al respecto, dirigiéndoles las siguientes palabras de parte de Dios: «¿Por qué gastar dinero en lo que no alimenta y el salario en lo que no da hartura? Escuchadme atentos y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos. Inclinad vuestro oído, venid a mí» (Is 55, 2-3).

    Que nada turbe vuestros corazones

    Además, la paz que resulta de la caridad y de la alegría exige «la ausencia de agitación»,13 pues no podemos disfrutar adecuadamente de un bien si las perturbaciones, tanto internas como externas, nos incomodan.

    La vida del hombre sobre la tierra, todos lo sabemos, es una lucha constante, cuyo embate principal ocurre en nuestro interior. Las pasiones nos hacen guerra y, a menudo, no practicamos el bien que deseamos, sino el mal hacia el cual nos sentimos arrastrados. Por otra parte, en nuestro sagrario interior, Dios se hace presente por la gracia y nos advierte por la voz de la conciencia. Las leyes del espíritu y de la carne pelean en este campo de batalla que somos nosotros.

    A ese combate se le suman las enfermedades, las adversidades, los desentendimientos y toda clase de peligros. En consecuencia, con facilidad surgen en nuestro interior aquellos sentimientos tan comunes a los hombres cuando no reaccionan convenientemente a los infortunios: cansancio, hastío, desánimo, tedio, depresión e inquietud…

    No obstante, las disposiciones del alma enteramente entregada a la acción del Espíritu Santo son otras. Quien ama exclusivamente a Dios no se perturba por nada, pues, como San Pablo, todo lo considera basura ante el bien supremo de ganar a Cristo y ser hallado en Él (cf. Flp 3, 8-9). Y, en ese mismo sentido, canta el salmista: «Mucha paz tienen los que aman tu ley, y nada los hace tropezar» (118, 165). Nada puede turbar la seguridad de quien sabe que está con el Todopoderoso: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rom 8, 31).

    Objetivo imposible sin la gracia divina

    Introducido en el orden sobrenatural, elevado a la participación en la naturaleza divina y hecho templo de la Santísima Trinidad, el bautizado debe vivir según lo que esta condición le pide. Ahora bien, esto es imposible sin la gracia de Dios.

    La ordenación interna del bautizado está en llevar una vida recta e íntegra, mediante la asistencia de los sacramentos, la oración y las buenas obras. Cuando el hombre peca y pierde la gracia santificante, establece para sí un fin ruin, distinto de aquel para el cual Dios lo destinó. Obviamente, en ese camino no encontrará paz, sino frustración y remordimiento.

    De donde concluye el Doctor Angélico que «sin gracia santificante no puede haber paz verdadera, sino sólo aparente»,14 pues la gracia conlleva la amistad con Dios.

    El corazón del malvado y la paz del justo

    Las Escrituras ilustran bien esta verdad, al mostrar que no hay paz para los que están fuera de la gracia de Dios y violan sus mandamientos.

    Mar tempestuoso en Porthcawl (Gales). En el destacado, Cristo bendiciendo – Catedral de Barcelona (España)

    El profeta Isaías describe con elocuencia la perturbación de los que desprecian al Señor: «Los malvados son como el mar borrascoso, que no puede calmarse: sus aguas remueven cieno y lodo» (57, 20). El malvado, porque se hace enemigo del Creador, no puede disfrutar de la verdadera paz. Sus pensamientos son como un «mar borrascoso», en donde se maquina la traición, el error y la infamia. En su corazón, sucio por la maldad de sus crímenes, «se remueven cieno y lodo». El propio Señor de los ejércitos es categórico cuando afirma que para ellos «no hay paz» (cf. Is 48, 22).

    Por su parte, el justo disfruta de verdadera paz incluso en medio de tormentos y dificultades. Esto es causa de disgusto y envidia para sus enemigos, porque no entienden cómo puede gozar de tamaña tranquilidad. «Las almas de los justos están en manos de Dios, y ningún tormento los alcanzará. Los insensatos pensaban que habían muerto, y consideraban su tránsito como una desgracia, y su salida de entre nosotros, una ruina, pero ellos están en paz» (Sab 3, 1-3).

    Cristo, autor de la paz

    «Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que proclama la paz» (Is 52, 7), exclamaba estupefacto Isaías siglos antes de que el Verbo se encarnara. Y San Jerónimo, comentando ese pasaje, explica: «Nuestra paz es este mismo que mediante la sangre de su cruz ha pacificado todo en el Cielo y en la tierra».15

    El Señor es el verdadero autor de la paz, ya que, como afirma el catecismo, «por la sangre de su cruz, “dio muerte al odio en su carne”, reconcilió con Dios a los hombres e hizo de su Iglesia el sacramento de la unidad del género humano y de su unión con Dios».16

    Finalmente, nos logró la paz con Dios, pagando la deuda que contra nosotros pesaba, según exclama San Pablo: «Así pues, habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de Nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos obtenido además por la fe el acceso a esta gracia, en la cual nos encontramos; y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios» (Rom 5, 1-2).

    Si quieres la paz, ¡prepárate para la guerra!

    Es curioso, pero inevitable, que cuando nos planteamos hablar sobre la paz terminamos recurriendo a la idea de la guerra. Dos adversarios luchan por la hegemonía en el corazón del hombre: por un lado, Nuestro Señor Jesucristo propone la única y verdadera paz; por otro, el mundo, con sus mentiras e ilusiones, trata de perderlo presentándole una caricatura de ella.

    Sin embargo, ambos contendientes difieren no solamente en el don que ofrecen, sino también en los medios que emplean para conseguir su objetivo. ¿Qué camino sugiere el demonio para obtener la paz mundial? Y Cristo, ¿qué vías nos proporciona? Son cuestiones que responderemos en un próximo artículo. ◊

    Reina de la paz, de la lucha y del sufrimiento

    Plinio Corrêa de Oliveira

     

    En la Letanía Lauretana, Nuestra Señora es invocada como Regina Pacis, Reina de la Paz. Procuremos analizar el significado más profundo de este título que la devoción católica atribuye a la Santísima Virgen.

    Virgen de la Paz – Iglesia de San Mateo, Lucena (España)

    La paz referida en esa advocación puede ser considerada bajo dos aspectos. En primer lugar, la del interior del alma; en segundo lugar, la exterior, es decir, de la sociedad.

    Concepto erróneo de paz interior

    Para comprender la primera acepción, antes debemos tener en cuenta que diversos conceptos y palabras atinentes a asuntos de piedad sufrieron, a lo largo de los últimos tiempos, ponderosas distorsiones en el modo de definirlos.

    Así pues, se suele pensar que la paz interior de una persona consta de dos elementos. No es asaltada por ninguna tentación, ni se ve, por tanto, a vueltas con luchas internas. Su vida espiritual es tranquila, distendida, agradable, sin problemas. Esta persona se asemejaría a alguien que está sentado dentro de un helicóptero en ascensión, en el cual, sin esfuerzo alguno, llega hasta el cielo con toda paz.

    En consecuencia, no tiene ninguna cruz o sufrimiento. No pasa por angustias a propósito de enfermedades, de carencias materiales o de dificultades familiares. Para ella, todo transcurre en un sereno y perfecto orden, sin desavenencias ni adversidades contra las que tenga que luchar. Tal es el concepto corriente de paz interior.

    Falsa noción de paz externa

    Veamos ahora la idea común que se tiene de la paz externa.

    Según la noción hoy extendida, la paz no es la obra de la justicia, de la virtud, sino de una cierta prosperidad materialista. Importa, ante todo, la estabilidad económica, las cuentas bancarias conservadas y nutridas, la jubilación asegurada, las personas alimentadas, con el confort y bienestar diarios garantizados. No hay peleas por cuestiones pecuniarias, todos viven alegres y tranquilos. Entonces, la paz reina en la nación.

    Cuando todos los pueblos se encontrasen en esa feliz situación, algunos imaginan que no habría conflictos internacionales, ningún país desearía agredir a otro y la población mundial llevaría una existencia calma y pacífica.

    ¿No habría padecido angustias la Reina de la Paz?

    Conforme ese equivocado concepto, la devoción a Nuestra Señora Reina de la Paz consistiría en rendirle culto a la Madre de Dios en cuanto protectora de ese róseo estado de cosas, porque es el modelo de la persona que nunca tuvo pruebas, angustias, dolores. Fue concebida sin pecado original y, por tanto, su vida entera fue muy calma, sin dificultades. Tuvo un Hijo y un esposo muy buenos, residió en una pequeña ciudad llamada Nazaret, donde no había desavenencias de ninguna clase y Ella pasaba sus días enteramente relajada.

    Es verdad que su Hijo, en determinado momento, sufrió y que María, durante la Pasión, había experimentado algún disgusto, del cual se recuperó enseguida, resignada. Poco después lo vería subir a los Cielos y se alegró al percibir que su Hijo se encontraba en muy buen sitio. Se acabaron los problemas, pasó el resto de su vida en la tranquilidad doméstica, bajo los filiales cuidados del apóstol Juan.

    Ese es el ideal de ciertas mentalidades, cuando hablan de Nuestra Señora de la Paz.

    Un enunciado que no excluye luchas y sufrimientos

    Ahora bien, la búsqueda de una correcta interpretación de ese título mariano nos llevaría a considerar que las primeras noticias sobre la Virgen en la Sagrada Escritura nos la presentan como la adversaria del demonio y la que aplastaría la cabeza de la serpiente: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer», le dijo Dios a la víbora, «entre tu descendencia y su descendencia» (cf. Gén 3, 15). Es decir, hay una actitud fundamental de rechazo y de combate al mal en aquella que es invocada como Reina de la Paz.

    Aparte de esto, como se infiere de las palabras divinas, todas las luchas libradas por la Iglesia y por los católicos contra los adversarios de la fe tienen en la mujer, es decir, en Nuestra Señora, el primer ejemplo de coraje y de fuerza para vencerlos. Entonces, si la paz fuera simplemente ausencia de lucha, ¿cómo la Virgen María iba a ser la Reina de la Paz?

    Más aún. Si la paz consiste en no tener sufrimiento ni angustias, ¿cómo se explican las palabras de Simeón dirigidas a Nuestra Señora, según las cuales una espada de dolor atravesaría su corazón? En realidad, María sufrió un diluvio de dolores en la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Ella vio surgir y crecer las antipatías, las animosidades y el odio con relación a su divino Hijo; de Él oyó la predicción de que sufriría y moriría crucificado, y no lo abandonó un solo instante, acompañándolo y participando de su martirio hasta el consummatum est en lo alto del Calvario, hasta la deposición del cuerpo sagrado en el sepulcro. Y todo lo sufrió en una actitud de lucha y de paz, para la redención del género humano, para aplastar al demonio y vencer la muerte.

    Por consiguiente, la auténtica noción de paz no excluye la lucha ni el sufrimiento. Y donde está la Reina de la Paz, allí está la enemistad contra la serpiente y contra el mal. 

    Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
    Dr. Plinio. São Paulo. Año XI.
    N.º 124 (jul, 2008); pp. 10-14.

     

    Notas

    1 SAN AGUSTÍN. De civitate Dei. L. XIX, c. 11. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v. XVII, p. 1392.
    2 RODRÍGUEZ, OP, Victorino. Teología de la paz. Madrid: Aguirre, 1988, p. 9.
    3 SAN AGUSTÍN, op. cit., c. 13, n.º 1, p. 1398.
    4 Como bien explica Étienne Gilson, «la paz deseada por las sociedades no es sólo paz, sino una mera tranquilidad de hecho, mantenida a toda costa y cualesquiera que sean las bases sobre las que se asienta» (GILSON, Étienne. Introduction à l’étude de saint Augustin. 3.ª ed. Paris: J. VRIN, 1949, pp. 227-228).
    5 Cf. RIAUD, Alexis. La acción del Espíritu Santo en las almas. Madrid: Palabra, 2005, p. 112.
    6 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q.70, a.1.
    7 Cf. LEGUEU, Stanislas. Le Saint Esprit. Angers: P. Desnoes, 1905, p. 133.
    8 CEC 1827.
    9 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., II-II, q. 28, a. 1.
    10 Ídem, a. 3.
    11 RIAUD, op. cit., p. 113.
    12 SAN AGUSTÍN. Confessionum. L. I, c. 1, n.º 1. In: Obras. Madrid: BAC, 1979, v. II, p. 73
    13 RIAUD, op. cit., p. 113.
    14 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., II-II, q. 29, a. 3, ad 1.
    15 SAN JERÓNIMO. Comentario a Isaías. L. XIV, c. 52, vv. 7-8. In: Obras. Madrid: BAC, 2007, v. VIb, p. 131
    16 CEC 2305.
  • ¡¿Yo también tengo que convertirme?!

    ¡¿Yo también tengo que convertirme?!

    La invitación que hace el Señor en el pasaje de San Marcos recogido en el Catecismo nos da a entender que va dirigida a personas que viven fuera de la Iglesia Católica, en la práctica habitual de los más diversos pecados, y que, por tanto, necesitan convertirse de sus malas obras.

    Sin embargo, quien ha recibido las sagradas aguas purificadoras del bautismo, practica los mandamientos de Dios y de la Iglesia, frecuenta los sacramentos, reza, comulga…, ¿no dejó de ser pecador? Ha pasado ya del paganismo a la fe, de la perversidad a la virtud, y parece que no necesita de conversión. ¿Es eso cierto?

    El Discípulo Amado nos advierte: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia» (1 Jn 1, 8-9). Y el gran San Pablo afirma: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero» (1 Tim 1, 15).

    Hay obras injustas, como las que menciona el Apóstol (cf. 1 Cor 6, 9-10) y muchas otras igualmente merecedoras del Infierno; son los pecados mortales.1 No obstante, también hay faltas menos graves, pero que ofenden a Dios, denominadas pecados veniales,2 que todo hombre concebido en pecado original comete cotidianamente, a menudo casi sin darse cuenta… E incluso existen actos menos conformes a la voluntad divina para una persona concreta en una circunstancia concreta, llamados imperfecciones.

    Salomón recuerda que «el justo cae siete veces» al día, pero «se levanta»; mientras que «el malvado se hunde en la desgracia» (Prov 24, 16). Lo que, sobre todo, distingue al pecador empedernido de quien trata de practicar la virtud es el constante deseo de volverse a levantar, de crecer en el amor a Dios, de hacerse santo.

    Le corresponde, pues, a quien desea practicar la ley divina esforzarse en no cometer nunca no sólo pecados veniales, sino también imperfecciones, y tener así el templo de su corazón más santo que el Templo de Jerusalén. En efecto, el alma del justo resplandece no con el brillo del oro o de la plata, sino con el de la gracia del Espíritu Santo; y en lugar de tener un arca y querubines, la inhabitan Cristo, su Padre y el Paráclito.3 ◊

    Redacción Revista Heraldos del Evangelio Febrero 2025

  • La importancia de examinarnos bien

    La importancia de examinarnos bien

    Santiago Vieto Rodríguez

    Una de las más célebres divisas de la filosofía antigua es, ciertamente, «conócete a ti mismo». Este aforismo, atribuido al filósofo ateniense Sócrates, nos lleva a prestar atención en una verdad poco recordada, en general: la importancia de considerarnos siempre según nuestro valor real.

    Un episodio de la vida del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira podrá ayudarnos a comprenderlo mejor.

    ¿Qué diferencia al hombre libre de un delincuente?

    Desde muy joven, el Dr. Plinio brilló por su talento como orador y por tal motivo era llamado con frecuencia a que hiciera discursos en ambientes de los más variados. En una ocasión lo invitaron a que diese una conferencia de preparación para la Comunión Pascual en la Penitenciaría de Carandiru, antigua prisión de la ciudad de São Paulo, experiencia bastante inusual para quien provenía de la alta sociedad paulista y se había acostumbrado a la convivencia en círculos aristocráticos.

    A la entrada, enseguida uno de los directores de la cárcel le advirtió sobre los riesgos existentes en aquel sitio y le recomendó vigilancia. De cualquier manera, el joven conferenciante ingresó allí decidido, especialmente atraído por la oportunidad que se le presentaba de poner en práctica su propensión hacia el análisis psicológico.

    Y cuál no fue su sorpresa al encontrarse, detrás de las rejas, con fisonomías muy semejantes a las de las personas que veía todos los días circulando por las calles, más de lo que imaginaba… Discernió, al mismo tiempo, que estas se diferenciaban de los detenidos en un punto específico, el cual le vino a la mente durante el discurso, a la manera de conclusión inequívoca: los individuos libres hacían, aunque discreta e imperfectamente, breves exámenes de conciencia a lo largo de sus vidas; los que estaban en la prisión, por el contrario, nunca se habían analizado así, lo que les llevó a caer en los crímenes por los cuales sufrían un justa pena.

    Según una comparación que hacía el propio Dr. Plinio, las faltas se asemejan a cargas de pólvora que se acumulan en nuestras almas: quien nunca se analiza, corre el riesgo de que el peligroso material vaya aumentando en tal cantidad que una pequeña chispa acabe detonando un desastre inimaginable.

    Excelente medio de progreso espiritual

    Alguien podría objetar que los ejercicios de piedad y de perfección espiritual —entre ellos el examen de conciencia—, o incluso los sacramentos, suenan hoy a anacrónicos. No obstante, tal juicio nace, muy probablemente, de la mala comprensión de esas prácticas saludables.

    En palabras de cierto sacerdote jesuita, «para combatir la muerte, comemos todos los días; para reparar la fatiga, dormimos. ¡Este doble remedio es muy antiguo! ¿Vas a dejarlo de lado so pretexto de ser una antigualla?»1

    Ahora bien, si tenemos a nuestra disposición medios excelentes, de eficacia jamás contestada, para progresar en la vida sobrenatural, ¿por qué no nos valemos de ellos?

    El alma humana: ¿con qué compararla?

    Mucho se engaña quien piensa que nuestra alma es como un vehículo que sólo de vez en cuando necesita una revisión… La vida espiritual, por el contrario, se asemeja a un jardín que requiere un cuidado continuo, pues los defectos pueden nacer en los lugares más recónditos y de las formas más inesperadas.

    Los que ya se han dedicado a la botánica conocen muy bien cierto tipo de planta especialmente combatida: la maleza. Sobre todo, en países tropicales, cuyo suelo fertilísimo da hasta lo que no se espera, ¡esos vegetales «enemigos» se propagan con una rapidez espantosa!

    Una gran analogía podemos establecer entre esa realidad natural y el alma humana. Si no tomamos cuidado, los vicios sofocan las flores y los frutos de la virtud y vuelven nuestras almas semejantes «a la tierra del perezoso» descrito en el Libro de los Proverbios:

    «Pasé junto al campo del holgazán, crucé por la viña del insensato: todo lo tapaban los espinos, la maleza cubría su extensión; la cerca de piedra, por el suelo. Al verlo me puse a pensar; al mirarlo saqué esta lección: duermes a ratos o cabeceas, cruzas los brazos y a descansar, y te llega la miseria del vagabundo, te sobreviene la pobreza del mendigo» (24, 30-34).

    Ante esta implacable realidad, tenemos a nuestro alcance el auxilio del examen de conciencia que, si es bien hecho —y no sólo semanal o mensual, sino diariamente—, puede alcanzar grandes y excelentes resultados. Unos pocos minutos son suficientes para hacer con provecho un análisis cotidiano de nuestra propia conciencia.

    El examen general de la conciencia

    En su libro Ejercicio de perfección y virtudes cristianas —obra que, en el decir de San Antonio María Claret, había llevado más almas al Cielo que estrellas tiene el firmamento2— el P. Alonso Rodríguez, de la Compañía de Jesús, nos ofrece un primoroso tratado sobre el examen de conciencia, con enseñanzas de índole eminentemente ignaciana.3 Entre ellos está la distinción entre el examen general y el particular.

    El examen general versa sobre todas las acciones de un día o de un período. Es el que hacemos antes de la confesión sacramental. Consta de cinco puntos o partes.

    Al recogernos para hacerlo, en primer lugar, damos gracias a Dios por los beneficios recibidos —cosa muy útil para contrastar la bondad y liberalidad de Nuestro Señor para con nuestra maldad e indolencia.

    Después le pedimos que nos auxilie a conocer nuestras faltas y pecados.

    El Dr. Plinio utilizaba un ejemplo muy peculiar para evidenciar la importancia de analizarnos con exactitud: no existe un cirujano en el mundo que ose hacer una operación en la oscuridad; y cuando se trata del examen de conciencia, somos al mismo tiempo cirujanos y pacientes.

    Por eso debemos pedir —por cierto, no solamente en ese momento, sino continuamente— la gracia de ser iluminados para conocernos bien: «Señor, que recobre la vista» (Lc 18, 41). ¿Cómo, pues, habremos de corregir defectos que no conocemos o conocemos mal?

    El tercer paso consiste en la consideración de las faltas cometidas desde la última confesión; el cuarto, en la petición de perdón a Dios, nuestro Señor, por nuestras culpas, condoliéndonos y arrepintiéndonos de ellas.

    Podemos repasar los Mandamientos o los consejos evangélicos con el auxilio de una lista o un elenco de faltas, encontrando dónde caímos y ofendimos a Dios.

    Finalmente, hacemos propósito de no pecar más, con el auxilio de la gracia divina, y terminamos con alguna oración breve —un padrenuestro o una avemaría, por ejemplo.

    Jerarquía de valores

    Conviene destacar que toda la fuerza de este examen se halla en los dos últimos puntos: el arrepentimiento sincero y la decisión de no pecar más.

    De ellos nos vienen los más preciosos frutos de perfección que tal hábito puede proporcionarle al alma y, dígase de paso, se trata de dos exigencias indispensables para el sacramento de la confesión.

    La finalidad del examen general, como defiende el P. Garrigou-Lagrange,4 no está principalmente en la enumeración completa y exhaustiva de faltas veniales, sino en el ver y acusar con sinceridad el principio del cual ellas derivan para nosotros.

    Al respecto, el Dr. Plinio afirma: «Un examen de conciencia bien hecho debe incluir no sólo los actos pecaminosos, sino las tendencias que nos llevan a practicar esos actos.

    Porque es necesario cortar la raíz del mal, para que el mal no suceda».5

    El P. Alonso Rodríguez6 —y aquí nos remitimos una vez más a las figuras del reino vegetal— explica que si arrancamos la raíz de la mala hierba, enseguida toda la planta se marchitará y secará.

    Pero si solamente podamos las ramas y dejamos las raíces en la tierra, en poco tiempo tornará a brotar y crecer más.

    El examen particular

    Por otra parte, se suele decir que «quien mucho abarca, poco aprieta».

    Y por eso San Ignacio de Loyola le daba mayor importancia al denominado examen particular que al examen general, pues nos permite tomar nuestros defectos uno tras otro y vencerlos más fácilmente.

    Además, luchar para dominar un vicio es pelear contra todos.

    Al pueblo de Israel, cuando se encontraba ante naciones enemigas, Dios le animaba diciendo:

    «No tiembles ante ellos, pues en medio de ti está el Señor, tu Dios, un Dios grande y terrible. El Señor, tu Dios, irá arrojando delante de ti a esas naciones poco a poco. No debes exterminarlas de golpe» (Dt 7, 21-22).

    Suele ocurrir algo similar con las imperfecciones de nuestra alma. Dios quiere de nosotros una lucha reñida contra nuestros defectos, pero nos alerta de que seremos más exitosos si atacamos enemigos específicos y perseveramos en la lucha contra ellos, hasta derrotarlos por completo:

    «Yo perseguía al enemigo hasta alcanzarlo, y no me volvía sin haberlo aniquilado: los derroté, y no pudieron rehacerse, cayeron bajo mis pies» (Sal 17, 38-39).

    El método de acción

    Procedemos en nuestro examen particular con el mismo método del examen general.

    En cuanto a la materia a escoger, según apunta el P. Alonso Rodríguez,7 esta debe empezar por las faltas exteriores que incomodan y desedifican al prójimo, aunque haya otros defectos interiores mayores, pues la razón y la caridad piden que comencemos por aquello que puede causar perjuicio a los demás, y vivamos de tal forma que no tengan quejas de nosotros.

    Pero no hemos de persistir en el combate contra las fallas externas de por vida: más fáciles de vencer, precisamos desembarazarnos de ellas tanto como sea posible, para iniciar la lucha contra las imperfecciones interiores.

    Con relación a estas últimas, lo ideal es que tomemos una virtud que creamos sea más necesaria cultivar —la cual presupone un vicio contrario a combatir— y la dividamos en puntos concretos, que se volverán fáciles de analizar.

    Sería, pues, un error tomar una resolución como: «Seré humilde en todo y extirparé el orgullo de mi alma».

    A pesar de tratarse de un óptimo deseo, dicha resolución comprende muchas otras actitudes y disposiciones, y aportaría poco provecho espiritual trabajar con algo tan genérico.

    Es mucho más conveniente escoger puntos como: «No diré palabras que redunden en mi alabanza», o bien: «Cortaré enseguida pensamientos vanos y soberbios que toquen a mi honra», propósitos concretos, cuyo cumplimiento o inobservancia es fácilmente perceptible.

    ¿Cuánto debe durar el combate a un punto?

    Sabemos que las pasiones son inherentes a la naturaleza humana y es imposible erradicarlas por completo.

    Si esperásemos que el ímpetu ocasionado por una determinada pasión —como la cólera o la envidia, por ejemplo— dejara de ser sentido por nosotros, nunca cambiaríamos la materia del examen.

    Nuestra lucha contra el vicio debe continuar hasta que se vea debilitado y podamos refrenarlo con presteza y facilidad.

    Veremos así con cuánto provecho y beneficio serán empleados algunos minutos de nuestro día, y cuán leve irá haciéndose el análisis de nuestras propias actitudes internas y externas.

    El examen de conciencia es un excelente medio de perfeccionarnos como seres humanos y, sobre todo, como hijos de Dios, porque como afirma un célebre tratadista:

    «Si no nos conocemos a nosotros mismos, es moralmente imposible que nos perfeccionemos».8

    Verdaderamente corajoso es aquel que sabe ver de frente sus indigencias, sus miserias y su propia incapacidad de practicar la virtud sin el auxilio de la gracia, y sin ocultárselas a Dios ni a sí mismo. Este alcanzará la verdadera santidad. ◊

  • ¿Por qué se pierde la Fe? ¿Por qué se pierde el rumbo de la Vida?

    ¿Por qué se pierde la Fe? ¿Por qué se pierde el rumbo de la Vida?

    ¿Por qué perdemos la FE? ¿Por qué perdemos el rumbo de la vida? Dos preguntas profundas que queremos meditar el día de hoy. Seas joven, o tengas muchas vueltas al sol, este video te servirá de reflexión.

    ¡No lo dudes y asístelo!