Fue una iniciativa divina la que nos hizo salir de la nada y entrar a la existencia. Dios sabe bien que llevamos dentro el estigma de la falta de nuestros primeros padres y que también nosotros somos individualmente pecadores. Y por eso el Padre determinó que el Verbo se encarnara y permitió que fuera «entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rom 4, 25).
Sin embargo, este Dios que nos ha creado sin nosotros, no quiere salvarnos sin nuestra cooperación.1Nos pide el pequeñito esfuerzo de luchar contra nuestras malas inclinaciones, nuestros defectos, nuestras faltas, y arrepentirnos de ellos, implorando perdón, pues quien confiesa sus faltas y las detesta «alcanza misericordia» (Prov 28, 13).
Como explica San Agustín, «el hombre, durante el tiempo que lleva su carne, no puede menos de tener pecados, aunque sólo sean leves. Mas estos que llamamos leves no los despreciemos. Si no te asustas al pesarlos, horrorízate al contarlos. Muchas cosas leves hacen una grande; muchas gotas forman un río; muchos granos hacen un acervo inmenso. ¿Y qué esperanza queda? Ante todo, la confesión».2
El sacramento de la penitencia perdona todos los pecados, por muy graves o numerosos que sean. No obstante, está muy extendida la idea, totalmente errónea, de que hemos de cometer una falta grave para acercarnos a él. Tal pensamiento es absurdo, porque este sacramento tiene gracias propias, excelentes y valiosas para nuestra santificación, que sólo recibimos cuando hacemos uso de él.
Se trata especialmente de gracias de defensa, de apoyo, de fuerza para combatir el pecado, para resistir durante la tentación, para no sucumbir a causa de la fragilidad humana, en una palabra, para perseverar hacia la santidad. Podemos, sin presunción, exigirle a Dios esas gracias, en virtud de los méritos infinitos de Nuestro Señor Jesucristo. Él quiere que volvamos siempre con alegría a las fuentes de la salvación (cf. Is 12, 3), y la renuncia a ese auxilio divino no puede hacerse sin temeridad.3
Además, la absolución sacramental ayuda a formar un freno en nuestra alma para detener nuestro corazón cuando quiere extraviarse o para reprimir nuestros deseos desordenados. La historia demuestra que donde se suprime o se relaja la confesión, se introducen el libertinaje y la permisividad, pues las personas empiezan a vivir al antojo de sus malas tendencias, acabando por corromper las costumbres.
Aprovechemos esta fuente de gracias que brotó del costado de Jesús abierto por la lanza, aunque nuestra conciencia no nos acuse de ninguna falta grave. ◊
2 San Agustín. In Epistolam Ioannis ad Parthos. Tractatus I, n.º 6.
3 Bourdalue, sj, Louis. «Sermon pour le Treizième Dimanche après la Pentecôte. Sur la Confession». In: Œuvres. Paris: Firmin Didot Frères, 1840, t. ii, p. 130.
Cuando tenemos la oportunidad de recorrer la historia de la Antigüedad, anterior a la venida de Nuestro Señor Jesucristo, por tanto, nos quedamos con la impresión de que una noche profunda reinaba sobre el mundo, con una densidad de oscuridad espantosa, de la que estaban ausentes toda bondad y armonía en las relaciones, toda comprensión de la naturaleza humana en su integridad, belleza y dignidad. Y constatamos tristemente hasta qué punto el hombre, caído por el pecado y sin auxilio sobrenatural, es capaz de las peores barbaries.
Para hacerse una mejor idea de cómo la vida social se basaba en el egoísmo y en el odio, basta recordar que todos los pueblos practicaban la esclavitud. Cuando una nación derrotaba a otra, ésta se convertía en esclava de la primera, que la trataba con increíble brutalidad. El esclavo era consideradores —del latín, cosa—, y respecto de sus propias «cosas» cada uno, por ser su propietario, hacía lo que quería, teniendo incluso, en muchos casos, derecho de vida y muerte sobre el otro.
Hasta en Israel, el pueblo elegido, existían nada menos que la esclavitud y diversas formas de pena de muerte, como la lapidación. Y las propias figuras bíblicas del Antiguo Testamento fueron creadas por Dios para sostener una sociedad que vivía bajo un régimen durísimo.
¿Qué garantizaba ese sustento? La ley recibida por Moisés, grabada en tablas de piedra; una ley pesada y rígida, por la cual, cuando un israelita cometía una falta grave, se le aplicaba inmediatamente la estricta justicia. Y así, a la espera de que el régimen de la misericordia se instaurara sobre la faz de la tierra, la antigua alianza mantenía a los hombres bajo el yugo del miedo —de la «maldición de la ley» (Gál 3, 13), según San Pablo— para que permanecieran con relativa seguridad en la práctica de la virtud.
La antigua alianza mantenía a los hombres bajo el yugo del miedo —de la «maldición de la ley»— para que permanecieran con relativa seguridad en la práctica de la virtud «Moisés rompe las tablas de la ley», de Gustave Doré
La idea que la gente tenía de Dios no era la de un Padre, sino la de un Señor justo, radical e intransigente, quien, al manifestarse en el monte Sinaí, reunió a todo el pueblo a su alrededor e hizo temblar la montaña, en medio de fuego, humo, tormenta, truenos y un aterrador sonido de trompeta (cf. Éx 19, 18-19).
El Señor se hizo emblema de la misericordia…
Pero Dios, desde toda la eternidad, sabía que los castigos y las amenazas no enmendarían el desastre que se había instalado en la tierra con el pecado cometido por Adán y Eva. Por eso, llegada la plenitud de los tiempos, las tres personas de la Santísima Trinidad crearon a Nuestra Señora, en cuyo seno virginal el Verbo asumió la naturaleza humana para reparar la falta original y saldar la deuda de la humanidad. Entonces la historia cambió completamente: a costa de sus sufrimientos, entregándose por muerte de cruz, pagó en sobreabundancia el precio de la Redención del género humano, lo elevó de nuevo al plan divino y las puertas del Cielo, hasta entonces cerradas, se abrieron a los hombres.
El Señor nace para ponerse a nuestra altura y a nuestra disposición: su corazón humano se conmueve y se alegra al beneficiar a los miserables Jesús cura al paralítico – Catedral de San Colmán, Cobh (Irlanda)
Ahora bien, Nuestro Señor Jesucristo nació para ponerse a nuestra altura y a nuestra disposición. El Todopoderoso, que había hecho temblar el monte y ordenado que cayera fuego del cielo, viene trayendo palabras de esperanza, de vida y de aliento, que dan a la humanidad caída una idea de hasta qué punto el mismo Dios que odia el mal no rechaza a los pecadores que sucumben por debilidad, y está predispuesto a valerse de la misericordia que había retenido en sí hasta ese momento.
Así pues, Jesús se hace emblema de la misericordia. Su corazón humano se conmueve y siente alegría al beneficiar a los miserables. Por eso nunca deja de curar a un enfermo, convierte a la samaritana y a María Magdalena, perdona los pecados del paralítico bajado por el techo y los de la mujer sorprendida en adulterio. No hay una sola persona que se le acerque para pedirle perdón que no salga absuelta. En aquellas circunstancias, el rigor estaría contraindicado y alejaría a los pecadores dispuestos a arrepentirse y a aceptar la Buena Noticia; solamente cabía aplicar el bálsamo de la condescendencia y del amor.
A los únicos que el Salvador no cura es a los fariseos, que murmuran en voz baja al oído de los discípulos, condenándolo porque come con publicanos y pecadores. Y oyen, de los labios divinos, frases que los dejan achantados: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan» (Lc 5, 32); «No he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo» (Jn 12, 47). Estas palabras no sólo hirieron los oídos, sino también el criterio endurecido de aquellos judíos, contradiciendo los principios de trato existentes entre ellos.
… y la proclamó ley
¡Qué magnífico contraste! Jesús, la Belleza, la Pureza, la Perfección en esencia, no desprecia a los pecadores, hombres considerados unos parias, sino que los cubre con el manto de su santidad, como diciendo: «Respetad a estas personas, porque están bajo mi cuidado. Yo soy el médico y ellos son mis pacientes».
Vemos en la actitud de Nuestro Señor Jesucristo no sólo una manifestación de amistad, sino algo más osado: aprovechaba toda oportunidad para proclamar la nueva gran ley de la misericordia.
La ley de Moisés continuaba siendo la misma, porque es eterna, como dijo el divino Maestro: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas» (Mt 5, 17). Sin embargo, venía a completarla, estableciendo una vía de santidad mucho más intensa, que no se basa en el temor al castigo, sino en la transformación interior de las almas mediante la gracia y los sacramentos, de modo que el hombre comenzó a desear y amar con entusiasmo la práctica de la ley, y ésta se volvió ligera: «Mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11,30).
Dios tiene necesidad de perdonar y se apresura en hacerlo
Las parábolas más hermosas sobre la misericordia narradas en el Evangelio —las de la oveja y de la dracma perdidas y la del hijo pródigo (cf. Lc 15, 3-32)— las cuenta el Señor precisamente mientras discutía con los fariseos, para mostrar cómo el que vuelve al camino verdadero, después de haber abandonado las filas de la virtud y abrazado el vicio, da más alegría a Dios que los justos que perseveraron.
Cuando un pecador se acerca al sacramento de la reconciliación, Dios se precipita sobre él, ávido de sanarlo rápidamente El regreso del hijo pródigo – Catedral de San Colmán, Cobh (Irlanda
Recordemos aquí nada más que la bellísima escena en la que el hijo pródigo regresa a casa —podemos imaginarlo arrastrándose, harapiento, con la barba y el pelo cubiertos de la inmundicia de los cerdos— y el padre, al verlo de lejos, sale corriendo a abrazarlo…
¿Habrá colocado Jesús este detalle en la parábola por distracción? ¡No! El Redentor quería señalar que cuando un pecador se acerca al sacramento de la reconciliación, él, por así decirlo camina; pero Dios ¡corre, vuela, se precipita sobre él, ávido de sanarlo rápidamente!
El padre presentado en la parábola actúa de forma totalmente distinta a los patrones comunes de paternidad, sobre todo los de aquellos tiempos. Lejos de humillar a su hijo por el error cometido, se adelanta a recibirlo y con enorme benevolencia cubre de besos aquel rostro sucio y maloliente.
Esto significa que la remisión de los pecados será siempre un don puramente gratuito, fruto de la generosidad de un Padre que no sólo desea perdonar, sino también infundir en el alma del pecador arrepentido fuerzas y energías para evitar nuevas caídas.
Podríamos decir que Dios tiene necesidad de perdonar, porque a través del perdón es por donde manifiesta su omnipotencia. En efecto, si todos los hombres perseveraran en la plenitud de la fidelidad, sin un solo desliz, el Altísimo se nos presentaría como alguien cuyo brazo izquierdo fuera perfecto, pero el derecho estuviera enyesado. Sin duda conoceríamos la afabilidad divina al infundir el bien, pero la misericordia que perdona la ofensa permanecería oculta y la obra de la creación sería imperfecta.
Así, cuando en nuestra vida cometemos alguna falta por flaqueza, sepamos comprender que esa debilidad da a Dios los medios para «mover los dos brazos», es decir, intervenir con su suprema capacidad de perdonar, curar y sostener.
Primera condición: reconocer la propia miseria
¿Y qué espera de nosotros? ¡Arrepentimiento! He aquí la primera condición esencial para recibir el perdón. Pues quien piensa que no tiene necesidad de éste, se engaña a sí mismo y hace pasar a Dios por mentiroso, como enseña el apóstol San Juan en su primera epístola (cf. 1 Jn 1, 8-10). Es lo que rezamos diariamente en el padrenuestro: «Perdona nuestras ofensas» (Mt 6, 12). Al componer la oración perfecta, el Señor no iba a incluir una petición sin sentido. Por lo tanto, a todos nos corresponde afirmar que efectivamente hemos pecado y, en consecuencia, reconocernos deudores.
A excepción de Nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima Virgen —ambos impecables y, por consiguiente, no sujetos a perdón alguno—, todas las demás criaturas podrían ser más perfectas.
Incluso los santos tienen algún motivo para golpearse el pecho, ya que el justo peca siete veces al día (cf. Prov 24, 16). Entonces, ¿por qué habríamos de jactarnos de nuestras cualidades, presentándonos como grandes? Si ellos se golpearon el pecho con la mano derecha, ¿no deberíamos nosotros golpeárnoslo con un martillo, gimiendo con el corazón contrito y humillado como David: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad» (Sal 50, 1)?
¡El orgullo humano es, pues, una locura y una monumental estupidez! Si somos presuntuosos, confiando demasiado en nosotros mismos, Dios retirará su mano y nos dejará en nuestra pobreza; si, por el contrario, sabemos ser humildes, comprendiendo que no tenemos otra prerrogativa ante Dios más que la constatación honesta y sin atenuantes de nuestra nada, Él nos dará lo que le pedimos y recuperaremos todavía más de lo que perdimos con nuestras faltas.
No obstante, la tristeza a la vista de nuestras imperfecciones debe ser templada por la esperanza. Tengamos cuidado de no dejarnos abatir nunca, y menos aún caer en la desesperación, porque ésta puede llevar al hombre a cometer pecados más graves y numerosos. El peor mal no es la propia falta cometida, sino el desánimo que el demonio introduce en el alma del pecador, tratando de hacerle perder la confianza en Dios.
Segunda condición: perdonar a los enemigos personales
Sin embargo, es conveniente considerar una segunda condición —no menos esencial que la primera— para obtener el perdón, indicada también por el Señor en el padrenuestro: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6, 12).
Quiso, con gran énfasis, poner de relieve esa condición, pues la repitió en otras ocasiones: «Si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas» (Mt 6, 15); «Perdonad, y seréis perdonados» (Lc 6, 37).
Son palabras comprometedoras, con las cuales el Señor exige tal reciprocidad que pone nuestro propio destino en nuestras manos: para reconciliarnos con Dios es absolutamente indispensable que perdonemos a quienes nos han ofendido, ya sea poco o mucho.
Hay muchas razones que llevan al hombre a no olvidar las injurias recibidas, pero esta dificultad se origina, sobre todo, en una vida espiritual mal cuidada. Si es imposible superar el rencor sin la gracia de Dios, también es cierto que el flujo de la gracia necesita ser alimentado con la oración; de lo contrario, no se tienen fuerzas para perdonar a los enemigos.
Evidentemente se trata aquí de enemigos personales, aquellos con los que uno siente antipatía; pero no de los adversarios de la fe. Respecto a éstos, debe exigirse una reparación por el daño causado a Dios y a la religión.
Hagamos, por tanto, un esfuerzo para amar de todo corazón a quienes nos odian y así nos asemejaremos a Dios, ¡el gran Perdonador!
María Santísima fundará su Reino sobre un gran perdón, concedido a una generación débil pero fiel, a la cual le abrirá una puerta de misericordia Monseñor João en una reunión en 1998
El Reino de María nacerá de un gran perdón
La Santa Iglesia Católica Apostólica Romana tuvo en su nacimiento el reconocimiento de su propia miseria por parte de pecadores, como los Apóstoles. Habían acompañado al Señor y fueron testigos de fabulosos milagros realizados por su poder. No obstante, cuando llegó la hora de la Pasión, huyeron y lo abandonaron. Más tarde buscaron, humillados, a la Santísima Virgen y fue en la convivencia con Ella donde encontraron el perdón.
Ahora bien, nosotros estamos llamados igualmente a contribuir a la fundación del Reino de María. Sin embargo, constatamos que lamentablemente nuestra naturaleza está quebrada por la Revolución, dominada por sensaciones y sujeta a inseguridades. Ni siquiera somos como los hombres del Antiguo Testamento, ni tampoco como los Apóstoles, mucho menos como los hombres medievales que levantaron la cristiandad. Al contrario, si consideramos nuestra vida pasada, ¡cuántas lagunas y errores, cuántas infidelidades, cuánta lentitud y relativismo no encontraremos!
¿Cómo entonces podrá nacer el más hermoso reino de la historia? ¿Será gracias a nuestro esfuerzo? ¿Lograremos arrancar de nosotros mismos cualidades y virtudes para hacer que surjan maravillas?
Se puede afirmar que el Reino de María será fundado sobre un gran perdón, concedido a las personas miserables que reconocen sus incapacidades y su nada. Será el Reino donde el poder de Nuestra Señora brillará con mayor gloria, actuando en una generación débil pero fiel, porque Ella nos abrirá una puerta de misericordia (cf. Ap 3, 8).
Dirijamos nuestra mirada y nuestro corazón a la Madre de todas las gracias con la confianza de hijo único: Ella nos llevará en sus brazos y nos dará, junto con el perdón, el aliento para recomenzar de manera más grandiosa el camino que la humanidad ha interrumpido por su inconstancia. ◊
Fragmentos de exposiciones orales realizadas entre los años 1992 y 2010.
Al proclamar que la vida del hombre sobre la tierra es una lucha (cf. Job 7, 1), Job no hace más que recordar el férreo enfrentamiento que se libra en el interior de cada persona, en la elección entre el bien y el mal. Manchada por el pecado, la naturaleza humana se debilitó en extremo, de tal manera que es incapaz de practicar la virtud establemente sin la ayuda de la gracia y el esfuerzo constante.
Cuántas son, no obstante, las ocasiones en las que nos dejamos vencer por nuestras debilidades, por ilusiones traicioneras o por nuestros propios caprichos… Cuántas veces acabamos cayendo en el abismo del pecado… Sin embargo, aún peor que cometer una falta es adoptar una actitud de indiferencia y lasitud después de la caída. Nuestras ofensas pueden afectar tal o cual mandamiento, pero el descuido atenta directamente contra el primero: «Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 5).
El perdón divino en el Antiguo Testamento
Por esa razón, desde la primera falta —el pecado original— el Altísimo no cesa de invitar al hombre a la conversión. Esto es lo que verificamos al recorrer las páginas del Génesis. Adán comió el fruto prohibido y luego se escondió; no obstante, Dios tomó la iniciativa de llamarlo y atraerlo hacia sí, «ansioso» de que volviera su rostro y sus caminos hacia la senda del bien (cf. Gén 3, 8-10).
Esta actitud del Creador se repite a lo largo de todo el Antiguo Testamento. Se manifiesta continuamente, deseoso de conducir al hombre a la conversión: ora se muestra como buen Padre, ora como Esposo amoroso, Señor fiel, siempre dispuesto a renovar su alianza y perdonar al que se arrepiente.1 En la pluma de Isaías, llega a comparar su amor con el de una madre: pregunta, por labios del profeta, si una mujer puede olvidar a aquel a quien amamanta y no tener ternura del fruto de sus entrañas; y afirma que, incluso si esto sucediera, Él nunca abandonaría a los suyos (cf. Is 49, 15).
De diversas maneras, el Dios de la misericordia suscitaba en el corazón de cada ser humano el sentimiento de compunción, ya fuera a través de los rituales penitenciales de la ley mosaica, ya por las predicaciones proféticas o las prácticas de excomunión de la sociedad.
Nuestro Señor Jesucristo y el perdón a los pecadores
Con el advenimiento del Redentor, el perdón y la conversión adquieren un sentido mucho más profundo. En primer lugar, nos introduce en una convivencia íntima con Dios, dándonos la gracia de hacernos hijos suyos y de tratarlo como tales: «Padre nuestro que estás en el Cielo…» (Mt 6, 9).
Al mismo tiempo, es notorio cómo sus parábolas están impregnadas de amor misericordioso para con los débiles. Entre ellas, recordemos la de la oración del publicano (cf. Lc 18, 9-14), la del rey indulgente y del súbdito ingrato (cf. Mt 18, 23-35), la del buen pastor (cf. Lc 15, 3-7), y —quizá la más expresiva de todas— la del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32). En efecto, Dios es el Padre amoroso que ni siquiera espera a que su hijo compungido se acerque desde lo lejos, sino que sale a su encuentro, olvidando todo lo sucedido en el pasado. Incluso prepara un festín para celebrar la conversión de aquel que había estado perdido.
El perdón de los pecados es el eje de la misión redentora del Verbo Encarnado, hasta el punto de que lo quiso dejar consignado en la fórmula de la consagración eucarística: «Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias y dijo: “Bebed todos; porque esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para la remisión de los pecados”» (Mt 26, 27-28).
Ahora bien, queda la pregunta: ¿Cristo le otorgó ese poder a su Iglesia?
A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados»: al conceder a los Apóstoles la facultad de absolver, Jesús les confía un poder divino El Señor se aparece a los Apóstoles en el cenáculo, de Duccio di Buoninsegna – Museo dell’Opera del Duomo, Siena (Italia)
El momento de la institución
El Evangelio deja muy claro que Jesús no quiso absolver sólo mientras estaba físicamente presente en la tierra. Nos legó un medio por el cual podemos recurrir continuamente a su perdón y estar moralmente seguros de recibirlo. Esa insigne dádiva es el sacramento de la confesión.
El momento elegido para instituirlo fue la misma tarde del domingo de Pascua, cuando apareció resucitado a los Apóstoles: «Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”» (Jn 20, 21-23).
El mandato
De este modo, el divino Redentor les concede a los Doce la capacidad de absolver en su nombre.
En primer lugar, la expresión «como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» pone de manifiesto que existe una analogía entre la misión de Cristo y la de la Iglesia, representada allí por el Colegio Apostólico. Así como el Señor vino a salvar a todo el género humano (cf. Jn 3, 17), principalmente a través de la victoria sobre el pecado, envía a los Apóstoles —y por medio de ellos a sus sucesores— a continuar esa misión que recibió del Padre.
Enseguida, «sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”». Este pasaje no debe confundirse con la venida del Paráclito en Pentecostés, acontecimiento que tendría lugar cincuenta días después. Según una interpretación autorizada, Jesús infunde aquí el Espíritu Santo para conferirle a la Iglesia los medios sobrenaturales que necesita para continuar y prolongar su presencia y acción en el tiempo y en el espacio.2
Además, en el propio gesto del Salvador hay un simbolismo muy profundo, relacionado con el perdón de los pecados: al igual que el soplo divino engendró la vida humana (cf. Gén 2, 7), es el Espíritu Paráclito quien infunde la vida de la gracia en nosotros.
Finalmente, Jesús les dice: «A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». ¿Quién puede borrar las faltas sino Dios (cf. Mc 2, 7)? Al concederles la facultad de absolver, el Señor les confía un poder propiamente divino: el Creador quiere servirse de un ministro o intermediario para distribuir con liberalidad su misericordia.
Jesús está siempre dispuesto a perdonar
Un pormenor interesante que destacar es que en ningún momento Jesús rechaza perdonar al pecador. Él no dice «a quien se los neguéis», sino «a quienes se los retengáis». Algunos autores3 aclaran que con este verbo no se debe entender el rechazo de la absolución, sino más bien la exigencia de condiciones para obtenerla. De este modo, la remisión del pecado implica dos etapas: por una parte, la imposición de ciertas obligaciones y, por otra, la declaración de que los pecados han sido borrados. Dios anhela concedernos la venia; sin embargo, antes es necesario que el penitente elimine los obstáculos que le impiden recibirla.
No podemos olvidar que, al perdonar, Jesucristo exige siempre un cambio de vida, como cuando exhorta a la adúltera a no ofender más a Dios (cf. Jn 8, 11). Pero a los que se convierten de corazón, les promete el Reino de Dios: «En verdad te digo: que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43).
¿Por qué confesarse?
No obstante, puede aflorar una duda en nuestro entendimiento. En ningún pasaje de los Evangelios nos parece que el Señor imponga la necesidad de confesar nuestros pecados a otro hombre. Sólo dice que los Apóstoles pueden perdonarlos o retenerlos. Entonces, ¿por qué la Iglesia determina la acusación de las faltas al sacerdote? De hecho, una cosa se sigue de la otra.
En el sacramento de la confesión, el ministro desempeña el papel de juez y de médico. Juez, porque el divino Maestro le ha confiado la obligación de decidir si perdonar o retener los pecados. Esta elección exige juicio por su parte y, como afirma el Concilio de Trento,4los sacerdotes no serán buenos jueces si la causa no les es conocida de modo que puedan dictar la sentencia adecuada.
Además, cuando declaramos nuestras faltas al ministro con sincero arrepentimiento y recibimos de él la absolución, salimos con la plena confianza de que hemos sido perdonados por Dios. ¿De qué otra manera tendríamos tal certeza? Por eso es imprescindible que el penitente confiese sus faltas.
Por voluntad del Redentor, el ministro actúa en su nombre como juez y médico de las almas; lo que se exige del penitente es abandonarse confiadamente a la divina Misericordia Absolución después de la confesión – Catedral del Santísimo Salvador, Aix-en-Provence (Francia)
Y puesto que el confesor ejerce también el oficio de médico, se deduce que debemos declararle nuestras faltas a fin de recibir la ayuda adecuada. No es humillante someterse a la criba de un buen especialista cuando se está dolorido, pues «si el enfermo se avergüenza de mostrarle la llaga al médico, la pericia de éste no podrá curar lo que desconoce».5 De igual modo, quien haya sido herido por Satanás al cometer algún pecado, no debe avergonzarse de reconocer su culpa y alejarse de ella, recurriendo a la medicina de la penitencia.6
La confesión y el misterio pascual
Finalmente, conviene recordar un último detalle, que corrobora la altísima estima que debemos nutrir por la confesión: la relación entre su institución y la de la sagrada eucaristía. Durante la Última Cena, momentos antes de comenzar la Pasión, el divino Redentor nos legó el Sacramento de su Cuerpo y Sangre; y en la tarde del domingo de Pascua, en su primer encuentro con los Apóstoles, les dio el poder de perdonar los pecados. Así, el Señor inauguró el Triduo pascual celebrando el sacrificio eucarístico y lo clausuró estableciendo el sacramento de la penitencia.
Además, el hecho de que la Tradición haya considerado siempre que tanto estos acontecimientos como Pentecostés ocurrieran en el mismo lugar —el cenáculo— muestra la estrecha relación que existe, en el misterio salvífico, entre la Eucaristía, el sacramento del perdón y la doble efusión del Espíritu Santo: con ellos se perpetúa la completa y definitiva victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.
Una insigne dádiva otorgada a los hombres
La confesión es una enorme prueba de amor, mediante la cual el Creador ofrece con tanta facilidad su perdón al pecador contrito. Él, que tendría el derecho de castigarnos inmediatamente después de la falta cometida, no cesa de derramar sobre nosotros gracias de conversión, con el objetivo de que busquemos fervientemente este sublime sacramento.
Por voluntad del Redentor, el ministro actúa en su nombre como juez y médico de las almas. Lo que se le exige al penitente es que se abandone confiadamente a la Misericordia divina y confiese sus pecados, seguro de obtener el incomparable perdón de Dios.
Así, el sacramento de la penitencia se revela como un verdadero tesoro que la Providencia ha puesto al alcance de todos. Es nuestro deber saber recurrir a él frecuentemente, con humildad y gratitud. ◊
Efectos de la confesión sacramental
No cabe duda que la confesión, realizada en estas condiciones, es un medio de altísima eficacia santificadora. Porque en ella:
a) La sangre de Cristo ha caído sobre nuestra alma, purificándola y santificándola. Por eso, los santos que habían recibido luces vivísimas sobre el valor infinito de la sangre redentora de Jesús tenían verdadera hambre y sed de recibir la absolución sacramental.
b) Se nos aumenta la gracia ex opere operato, aunque en grados diferentísimos según las disposiciones del penitente. De cien personas que hayan recibido la absolución de las mismas faltas, no habrá dos que hayan recibido la gracia en el mismo grado. Depende de la intensidad de su arrepentimiento y del grado de humildad con que se hayan acercado al sacramento.
La confesión es un medio de altísima eficacia santificadora, pues por la sangre de Cristo purifica el alma, dándole paz, luces y fuerzas Confesionario de la basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil)
c) El alma se siente llena de paz y de consuelo. Y esta disposición psicológica es indispensable para correr por los caminos de la perfección.
d) Se reciben mayores luces en los caminos de Dios. Y así, por ejemplo, después de confesarnos comprendemos mejor la necesidad de perdonar las injurias, viendo cuan misericordiosamente nos ha perdonado el Señor; o se advierte con más claridad la malicia del pecado venial, que es una mancha que afea y ensucia el alma, privándola de gran parte de su brillo y hermosura.
e) Aumenta considerablemente las fuerzas del alma, proporcionándole energía para vencer las tentaciones y fortaleza para el perfecto cumplimiento del deber. Claro que estas fuerzas se van debilitando poco a poco, y por eso es menester aumentarlas otra vez con la frecuente confesión.
Extraído de: ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la perfección cristiana. Madrid: BAC, 2008, p. 450.
Notas
1 A modo de ejemplo, hemos seleccionado algunos pasajes que tratan del perdón o de la corrección de Dios como Esposo fiel: Ez 16, 60-63; Is 54, 4-8; 62, 3-5; Jer 3, 1-13; y como buen Padre: Dt 8, 5; Prov 3, 12; Sal 26, 10; 102, 13.
2 Como puede leerse en el Catecismo: «Reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre y en su persona» (CCE 1120). Véase también: Adnès, sj, Pierre. La Penitencia. Madrid: BAC, 1981, p. 41.
3 Por ejemplo: Rouillard, Philippe. História da Penitência, das origens aos nossos dias. São Paulo: Paulus, 1999, pp. 17-18.
4 Cf. Concilio de Trento. Doctrina sobre el Sacramento de la Penitencia, c. 5: DH 1679-1680.
5 San Jerónimo. Commentarius in Ecclesiasten, c. x: PL 23, 1096.
6 Cf. Afraates. «Exposición 7». In: Cordeiro, José de Leão (Ed.). Antologia litúrgica. Textos litúrgicos, patrísticos e canônicos do primeiro milênio. 2.ª ed. Fátima: Secretariado Nacional de Liturgia, 2015, p. 391.
Muchas almas, a lo largo de los siglos, se han deleitado al considerar la alegría y el encanto del Niño Dios mecido por primera vez en los maternales brazos de María Santísima. ¡Cuánto gozo debió sentir Jesús bebé en ese momento, viéndose envuelto del amor purísimo de su santa Madre, creada por Dios para encarnarse en Ella y redimir a los hombres, restaurando la obra de la creación!
Pocos, no obstante, se acuerdan de contemplar el consuelo que recibió el divino Infante al descansar por primera vez en el regazo varonil y afectuoso de su padre virginal que, aun no habiéndolo engendrado según la carne, había sido elegido por el Padre celestial para que fuera su representación ante la segunda Persona de la Santísima Trinidad que se hacía hombre.
La figura de José en el caleidoscopio del Antiguo Testamento
A semejanza de María Santísima, el Santo Patriarca fue prefigurado varias veces en el Antiguo Testamento, al estar íntimamente ligado al misterio de la Encarnación. En efecto, a lo largo de los milenios que precedieron al nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, Dios Padre fue «modelando» e «idealizando» la imagen del varón y del padre perfecto, que más tarde florecería en la excelsa figura de San José.
Leyendo la Sagrada Escritura, nos admiramos de la santidad del justo Abel, que ofreció a Dios las primicias de su rebaño e inauguró el culto divino (cf. Gén 4, 1-4); o de la fidelidad de Noé que, habiendo creído en la palabra divina, construyó un arca para salvar del castigo del diluvio a los animales de cada especie y a los elegidos (cf. Gén 6, 8-22).
También Abrahán, ya anciano, recibió de Dios una promesa: el nacimiento de un hijo cuya descendencia sería más numerosa que la arena de la playa y las estrellas del Cielo (cf. Gén 15, 4-5). Porque creyó, engendró con Sara, hasta entonces estéril, a Isaac, a quien más tarde el Señor mismo exigiría que fuera ofrecido en sacrificio… ¡Oh, sublime prueba de fe y de fidelidad! Dispuesto a cumplir el mandato divino, Abrahán ¡inmoló primero su corazón de padre! Y de ese acto de amor supremo a Dios floreció el cumplimiento de la promesa que le había sido hecha (cf. Gén 22, 11-8).
Jacob, hijo de Isaac, varón predilecto a quien Dios le reveló que bajaría a la tierra por una misteriosa escalinata que su descendencia conocería (cf. Gén 28, 10-14), engendróa varios hijos, entre los cuales se destacó José, que fue vendido a Egipto por sus hermanos y acabó convirtiéndose, tras muchas dificultades, en gobernador y dispensador de todos los bienes del faraón (cf. Gén 41, 37-45).
A lo largo de los milenios, Dios Padre fue «modelando» la imagen del varón y del padre perfecto, que más tarde florecería en la excelsa figura de San José
Un poco más adelante, vemos la elección de Moisés para liberar al pueblo hebreo de la esclavitud egipcia y recibir de Dios, en el monte Sinaí, la alianza y las tablas de la ley. Las Escrituras le atribuyen este admirable elogio: «No surgió en Israel otro profeta como Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara» (Dt 34, 10).
Consideremos asimismo a Elías, el varón ígneo que jamás pactó con los desvíos de su época (cf. 1 Re 18, 20-46), siendo el padre espiritual de los profetas y del linaje de almas fieles que perdurará hasta la consumación de los siglos.
Todos estos varones-ley fueron creados para mantener viva a lo largo de los milenios la semilla de la integridad y de la santidad en el pueblo elegido —tan a menudo infiel a su misión—, que culminaría con la venida del Mesías. Para ello, habrían de prefigurar la persona y las virtudes del varón por excelencia que, íntimamente unido al misterio de la Encarnación, sería el padre humano del Salvador esperado.
Elevado en previsión de la venidera Redención
Elegido por el Espíritu Santo como esposo de Nuestra Señora y padre de Jesucristo, el Glorioso Patriarca fue revestido de una incomparable plenitud de gracias y de dones que lo auxiliarían en el cumplimiento de su elevadísima misión.
Bajo el velo de su humildad se escondían virtudes excelsas, concedidas en previsión de los méritos de la Redención, de los que María era la refulgente aurora. De hecho, por su proximidad a Ella, José fue el primero en beneficiarse de todas las maravillas y riquezas que emanaban de la Reina del universo.
No es de extrañar, por tanto, que en él se encontraran de manera supereminente todas las virtudes que adornaron el alma de los santos del Antiguo Testamento, y que la contemplación de estas virtudes constituyera para el divino Infante, durante toda la vida oculta de la Sagrada Familia, un verdadero paraíso.
Verificando en el padre las excelencias de la promesa
Aún en el claustro materno, el Verbo eterno contempló en el alma de su padre una generosidad superior a la de Abel, pues, si éste ofreció al Señor las primicias de su rebaño, San José, decidiendo huir porque se hallaba indigno del misterio que involucró a la Santísima Virgen, sacrificó a Dios el mayor de todos los dones: la convivencia con Ella.
Al ver con cuánto amor y cariño cuidaba San José de su Esposa, el Redentor también se conmovió al considerar que a él, como nuevo Noé, Dios Padre le había confiado el Arca que había traído la salvación a la humanidad, aquella que era el imperecedero Arcoíris divino que une el Cielo a la tierra.
La fe, que fue la corona de gloria de Abrahán en medio de las mayores perplejidades, resplandecía con un fulgor aún más grande en el alma del Santo Patriarca en cada una de las pruebas y dificultades enfrentadas en el transcurso de la vida de Jesús. Al verlo sentir hambre y sed, sufrir las inclemencias del tiempo o incluso verse obligado a huir de Herodes, entre muchas otras contingencias, creía firmemente en su divinidad, llenando de encanto el alma de su querido Hijo.
«Es más: sabe que la vida de Nuestra Señora y, mucho más aún, la vida de nuestro Señor Jesucristo, están dedicadas a salvar a los hombres y se asocia él a esta finalidad redentora. No es posible que, al estar tan cerca de Jesús y de María, no conociera los designios de Dios acerca de la Pasión. Al contemplar este misterio con profunda interioridad y espíritu profético, antes incluso de que el Señor revelase públicamente que era el Redentor, San José ya lo había discernido. Y como padre suyo en la tierra, acepta la determinación del Padre celestial en silencio y con auténtica resignación, dispuesto, como Abrahán, a ver a su Hijo sacrificado en el altar de la Cruz».1
Abrahán, Moisés y Noé, de Bicci di Lorenzo – Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.
A menudo, las santas conversaciones entre sus padres le recordaban al divino Niño el sueño del patriarca Jacob, ya que ellos eran verdaderamente la escalinata por la que Dios había bajado a la tierra. Y rememorando también el sueño de José de Egipto (cf. Gén 37, 9), en el que el sol, la luna y las estrellas se postraban ante él, veía que, en un sentido espiritual, tal presagio se cumplía en su padre José, al cual les obedecían plenamente Él mismo, el Sol de Justicia, su Madre y, en el futuro, toda la Iglesia gloriosa.2
Oyendo otras veces a su padre virginal contarle las demás hazañas de José de Egipto, reflexionaba que este justo, «en la casa de Putifar, dio una prueba notable de castidad heroica; no obstante, terminó siendo relegado durante algún tiempo a la oscuridad de un calabozo y casi fue olvidado. El segundo José dio un ejemplo mucho más sublime de virginidad angelical, desposado como estaba con la más pura de todas las vírgenes»,3 y no bajó, sin embargo, a ninguna prisión, sino que fue elevado «a los asientos más nobles de la Casa del Señor. y en la Corte del Cielo».4
A lo largo de los treinta años de su vida oculta, ciertamente Jesús consideró cómo San José era más excelso que Moisés, porque, si éste hablaba con Dios como un hombre habla con su amigo (cf. Núm 12, 8), aquel vivía diariamente con la segunda Persona de la Santísima Trinidad como un padre lo hace con su hijo. Por otro lado, sería también más glorioso que el profeta Elías, ya que comandaría no sólo un linaje de justos, sino los elegidos de toda la historia, como Patriarca y Protector de la Santa Iglesia Católica.
Era el padre perfecto: de santidad inmaculada, lleno de cariño, deseoso de educar, solícito en proteger y amparar en todas las necesidades
¿Cuál no sería el deleite del Señor, a la edad de 12 años, cuando vio la fuerza de alma «eliática» de San José manifestándose, por ejemplo, en el episodio de la pérdida y el hallazgo en el Templo? En este hecho el pequeño Jesús vislumbró dos extremos de heroísmo en su padre: por una parte, el celo que demostró en la defensa del Niño Dios contra los doctores de la ley; por otra, su confianza inefable al aceptar con toda fidelidad una «censura» de su propio Hijo divino, incluso sin comprenderlo enteramente: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49).
San José con el Niño Jesús – Museo de Arte Religioso, Cuzco (Perú)
Según nos enseña Mons. João Scognamiglio Clá Días, EP, «Dios permitió que el Niño Jesús se perdiese y fuera hallado en el Templo para deshacer la idea equivocada de que la vida del hombre debe ser próspera, sin contratiempos ni dificultades, sin sorpresas o contradicciones. […] Hay un tipo de prueba que Dios pide a aquellos a quienes más llama: la de sentirse aparentemente engañado y abandonado por Él, de modo que hasta aquello que constituye su ideal, su consuelo y razón de ser, a veces parece servirse de un subterfugio para escapar de su compañía. La fidelidad en medio de ese tormento convierte a estos escogidos en verdaderos héroes. […] Ahora bien, de San José podemos decir que, en esta ocasión, se convirtió en el héroe de la confianza».5
Para tal Hijo, ¡un padre perfecto!
Sin duda, en todos estos hechos de la vida de la Sagrada Familia, así como en aquellos que sólo sabremos en el Cielo, Dios Niño iba manifestando cada vez más amor por su padre virginal, alter ego de su Padre divino, con afecto y admiración nunca conocidos a lo largo de la historia.
Era el padre perfecto: de santidad inmaculada, lleno de cariño, deseoso de educar, solícito en proteger y amparar, fuerte y valiente, soporte en todas las necesidades y peligros.
Sepamos también nosotros seguir las huellas del Jesús Niño: admiremos, amemos y confiemos sin reservas en la protección y en el amparo de San José, el padre perfecto y el amigo siempre fiel que nos conducirá, en medio de las batallas de la vida, al Reino de María, al Reino de los Cielos. ◊
Notas
1 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. San José: ¿Quién lo conoce?… Madrid: Asoc. Sálvame Reina de Fátima, 2017, p. 203.
2 Cf. THOMPSON, Edward Healy. Vida e glórias de São José. Dois Irmãos: Minha Biblioteca Católica, 2021, p. 20.
En este primer trimestre del año, el coronavirus continúa siendo el tema dominante. Las sucesivas normas sobre este asunto presentan, en general, un enfoque unidimensional y no siempre «científicamente correcto». Algunas hasta causan desconcierto… Sin hablar de las dosis de fake news con las que se intenta engañar a la opinión pública.
«Sursum corda — ¡Levantemos el corazón!». Vamos a nuestro tema eucarístico de cada mes, que hoy abordaremos desde un ángulo diferente… y desafiante.
Iglesia militante, iglesia peregrina
Hasta hace poco tiempo era corriente usar el término «Iglesia militante» para referirse al segmento del Cuerpo Místico de Cristo del que forman parte los vivos, porque «¿no es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra?» (Job 7, 1). Junto a la purgante y a la gloriosa, constituye el conjunto de la Iglesia Católica Apostólica Romana —otra expresión que va cayendo en desuso.
Actualmente se opta por decir «Iglesia peregrina», lo que no es incorrecto, pero es menos preciso. Para vivir las exigencias de la fe es necesario vencer obstáculos, negarse a sí mismo, cargar con la cruz. ¡Hay que militar! Las fuerzas para ese arduo compromiso nos vienen de la gracia de Dios, siendo los sacramentos vehículos de la gracia. El de la Confirmación, por ejemplo, que transforma al bautizado en soldado de Cristo.
El combate anunciado por Job se libra, ante todo, en el campo espiritual: «Porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire» (Ef 6, 12). No obstante, tiene desdoblamientos en el campo material, dado que también entre los hombres hay maldad deliberada y culposa.
Santos guerreros, modelos de heroísmo cristiano
Cuando en la cristiandad floreció la caballería y se dieron las gestas de las Cruzadas, hoy tan criticadas, hubo contiendas admirables, tanto en Europa como en Oriente Medio. Sin duda, alguno objetará que la miseria humana no estuvo ausente. Sí, pero ¡hasta las empresas más loables se han visto tiznadas con la fragilidad congénita de los desterrados hijos de Eva! Las Cruzadas fueron impulsadas por los Papas y en ellas participaron santos de la talla de Luis IX de Francia o Fernando III de Castilla.
Siglos más tarde, así se expresaba Santa Teresa del Niño Jesús: «Siento la vocación de un guerrero… siento en mi alma la valentía de un cruzado, de un zuavo pontificio; quisiera morir en un campo de batalla en defensa de la Iglesia».1 ¿Lirismo? ¿Meras expansiones juveniles? No. ¡Son decires de una doctora de la Iglesia!
De hecho, en el Santoral figuran los nombres de varios guerreros, modelos de heroísmo cristiano. Hay otros que, sin haber entrado propiamente en la arena, estimularon lides justas mereciendo la honra de los altares. Y son numerosísimos los valientes defensores de la fe que, aunque no estén en el catálogo de los santos canonizados, han ganado el Cielo.
«No he venido a sembrar paz, sino espada»
En la Sagrada Escritura se relatan permanentes conflictos entre fieles (etimológicamente: los que tienen fe) e infieles (los que no la tienen). No debe causar extrañeza, porque pues Dios le dijo a la serpiente después de la caída original: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (Gén 3, 15).
Se trata de una enemistad puesta por Dios, no por la voluntad o el capricho humano. Y el último libro sagrado recoge la misma verdad: «Y se llenó de ira el dragón contra la mujer, y se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios» (Ap 12, 17).
Así, la Biblia se abre y se cierra con esta enseñanza clave: la vida en esta tierra es una batalla constante, prolongación de la celestial : «Y hubo un combate en el Cielo: Miguel y sus ángeles combatieron contra el dragón, y el dragón combatió, él y sus ángeles» (Ap 12, 7).
En los Evangelios encontramos también significativos pasajes que apuntan a ese estado de beligerancia. Veamos tan sólo dos ejemplos. Primero: Simeón que dice de Jesús, en la Presentación: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción» (Lc 2, 34). Segundo: lo dicho por el propio Señor: «No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espada» (Mt 10, 34).
¿Cómo explicar la aparente contradicción?
Bien, ¿qué pensar de todo esto? Antes que nada, digamos con el Maestro: «Bienaventurados los que trabajan por la paz» (Mt 5, 9). Él nos enseñó a amar a los enemigos, a perdonar hasta «setenta veces siete» (cf. Mt 18, 21-22), a rezar por los que nos persiguen (cf. Mt 5, 43-44), etc. Eso también está en los Evangelios. Entonces ¿cómo explicar la aparente contradicción?
Es que el amor a «mi persona» es, digámoslo así, negociable, pero el amor a Dios, no. Tratándose de intereses propios, debo ceder y poner la otra mejilla, pero la causa de Dios es sagrada e irrenunciable… Salvo que se ignore el primer mandamiento, resumen de toda la ley.
Es un hecho que las ideas y los reflejos de muchos católicos se han visto afectados por los miasmas del relativismo, al no querer ver de frente una verdad elemental: el amor y el odio se acompañan como la luz y la sombra. Quien adora al Señor combate la idolatría; quien ama la virtud odia el pecado; quien da culto a Dios y a los santos detesta al demonio y a sus agentes. ¿Cómo no va a ser así? Hay incompatibilidad entre luz y tinieblas.
A estas alturas, algún lector podrá haberse sorprendido por el rumbo inusual que ha tomado esta meditación eucarística, que va llegando a su término. Sin embargo, toda esta introducción, quizá demasiado extensa, ayuda a desembocar más fácilmente en nuestro permanente empeño: el fomento del culto eucarístico.
Nuestra «militancia» pasa por adorar a Jesús Hostia y a propagar el amor a Él, lo que implica en «cruzarse por la Eucaristía». Se trata, ya no de reconquistar el Santo Sepulcro, sino de exaltar la presencia real del Resucitado. En este singular enfrentamiento se pelea contra la ignorancia y la apatía, con las armas de la palabra y del ejemplo, para vencer la generalizada inconsecuencia de nuestros hermanos en la fe y atraerlos al Pan del Cielo. Libremos esta «guerra santa» bajo el manto de la Virgen, que es «hermosa como la luna, refulgente el sol, terrible como un ejército en orden de batalla» (Cant 6, 10).
Notas
1 SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS. Manuscrits autobiographiques. Manuscrit B, 2v.
Según afirma Santo Tomás de Aquino (cf. Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 1-2), la oración consiste en la elevación de nuestra mente a Dios, inflamada por la devoción y el fervor de la caridad. No rezamos a Dios para manifestarle algo desconocido a su infinita sabiduría ni para que altere los designios de su providencia divina, sino para que nos convenzamos de la necesidad de recurrir a su auxilio y de pedirle todo lo que Él, desde toda la eternidad, ha dispuesto concedernos por el mérito de nuestras plegarias.
En el curso de nuestras oraciones, parecería ilícita cualquier distracción, incluso cuando nos esforzamos en extremo. ¿Podemos elevar a Dios súplicas, provechosamente, mientras nuestros pensamientos divagan lejos de su divina majestad? La solución de Santo Tomás a esta dificultad resulta tan sorprendente como consoladora: «Nadie está obligado a lo imposible. Pero es imposible mantener la mente atenta en algo durante mucho tiempo sin dejarse llevar de repente por otra cosa. Luego no es necesario que la oración vaya siempre acompañada de la atención» (Comentario a las Sentencias. L. iv, d. 15, q. 4, a. 2, qc. 4).
Examinemos las palabras del Doctor Angélico. La atención es necesaria para que nuestra oración tenga más valor y alimente nuestra alma. No podemos, de propósito, dejar que nuestro pensamiento divague, so pena de perder los frutos de nuestras oraciones, pues las distracciones voluntarias alejan nuestra mente de Dios. Sin embargo, las distracciones involuntarias no le restan a la oración su mérito. La mente humana, debido a la flaqueza de su naturaleza debilitada por el pecado original, no logra permanecer siempre en las alturas, ya que el peso de esa flaqueza arrastra al alma hacia lo más bajo (cf. Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 13, ad 2).
En otras palabras, si nos distraemos por debilidad y no por negligencia, nuestra oración seguirá siendo agradable a Dios. El fervor interior debe ser la causa de nuestras plegarias. Oramos para honrar y reverenciar a Dios, entregándole sumisamente nuestra alma y reconociendo, mediante súplicas, nuestra total dependencia de Él, fuente y causa de todos los bienes (cf. Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 3; a. 14). De este deseo, nacido del amor a Dios, dependen los méritos y la fuerza de las peticiones, a pesar de nuestras distracciones involuntarias: «Si esta primera intención falta, [la oración] ni es meritoria ni impetratoria: “pues Dios no escucha la oración que se hace sin intención”, como dice San Gregorio» (Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 13).
¿Qué conclusión debemos sacar de las enseñanzas de Santo Tomás? Cuando recemos, tratemos de rezar bien, para obtener mayor provecho. Hagamos todo lo posible para que nuestra oración sea agradable a Dios. Acabemos con todas las distracciones voluntarias y luchemos al máximo contra las involuntarias. No recemos por mera obligación, como quien intenta librarse de una tarea tediosa, sino por amor, con fervor, con la intención de elevar el corazón al Cielo y unirnos cada vez más al Padre. Sobre todo, no caigamos en el sofisma de decir: «Mejor no rezar, porque no rezo bien…». Con razón el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira afirmaba que tenía ganas de escribir un opúsculo que se llamara El valor de la oración mal hecha, porque es cierto que el Altísimo no desprecia nuestras buenas disposiciones cuando nos dirigimos a Él, aunque no sean perfectas. ◊