Categoría: Conociendo la Iglesia Católica

  • ¿Por qué y cómo confesarse?

    ¿Por qué y cómo confesarse?

    Judas Iscariote, al ver que Jesús había sido condenado a muerte, se dirigió al Templo para deshacerse del dinero espurio con el que había vendido a su Maestro. Cuando llegó, envuelto en tinieblas y dominado por la desesperación, dijo a los sumos sacerdotes: «He pecado entregando sangre inocente». Y aquellos pérfidos ministros se limitaron a responderle: «¿A nosotros qué? ¡Allá tú!» (Mt 27, 3-4). Entonces, Judas arrojó las monedas al suelo, salió del lugar santo y se ahorcó.

    ¡Oh, Judas! ¿No tenías por Maestro al Redentor que quita el pecado del mundo? ¿Por qué no corriste hacia Él, y sí hacia la perdición? ¡Cómo le dolió al Corazón de Jesús ver a quien había vivido tres años en la escuela de su amor desconfiar de su perdón y precipitarse desesperadamente entre los condenados!

    Pues bien, ese mismo Jesús, despreciado por el traidor, nos espera a cada uno de nosotros en el confesionario para concedernos torrentes de su perdón. ¿Acaso le diremos también «no» a Él?

    Pecadores por naturaleza, penitentes por la gracia

    Perdón. Hermosa y conmovedora palabra, divina potestad y una real necesidad para los hombres. ¿Quién no necesita de perdón? Con absoluta excepción de Nuestro Señor Jesucristo y moralmente de María Santísima, todo hombre es pecable por naturaleza mientras peregrina en este valle de lágrimas, pues aunque el bautismo borre la mancha original del alma, no la libera de sus debilidades y de la concupiscencia que la inclinan al pecado.1 Éste, una vez cometido, aleja de Dios al alma y hace imperativa una posterior conversión a Él, tanto más dolorosa cuanto mayor haya sido el alejamiento. Y este dolor caracteriza una virtud poco considerada, pero muy necesaria para nosotros, criaturas defectibles: la penitencia.

    Generalmente se acepta que la palabra penitencia deriva del latín pœnam tenere, en el sentido de tener pena o dolor, compadecerse; o de pœnire, que significa castigarse por los pecados personales cometidos.2 La penitencia, como virtud sobrenatural, es infundida por Dios en el alma y se ordena a reparar las injurias hechas contra Él, mediante el dolor y el arrepentimiento.

    Darse cuenta del mal perpetrado puede ser fruto de un acto racional honesto o de una constatación provocada por un castigo, como sucede con un asesino que se arrepiente de su crimen, no porque fuera un acto malo, sino porque se ve prisionero.

    En cuanto al orden sobrenatural, «no se arrepiente el que quiere, sino el que Dios misericordiosamente quiere que se arrepienta»,3 pues ningún pecador tiene derecho a la gracia del arrepentimiento y nunca podría alcanzarlo por sus propias fuerzas. Y al tratarse de una obra divina es por lo que las lágrimas de la compunción han escrito algunas de las páginas más bellas de la historia, empezando por Adán, pasando por David, alcanzando un auge conmovedor en Santa María Magdalena y extendiéndose a las más diversas almas penitentes cuya humildad brilló en los ojos de Dios y de los ángeles a lo largo de los siglos. Hasta nuestros días, la Santa Iglesia no ha dejado de hacerse eco y alimentar el espíritu de contrición en sus fieles, en las súplicas de perdón y misericordia que abundan tanto en la liturgia y los ritos sacramentales como en las oraciones privadas en general.

    Dios toca el alma del pecador y evidencia a sus ojos el horror de la ofensa hecha contra Él, llevándolo a la penitencia interior
    Santa María Magdalena penitente – Convento de San Agustín, Quito

    Dios, que no niega su gracia a nadie, toca el alma del pecador y evidencia a sus ojos oscurecidos el horror de la ofensa hecha contra Él. Al volver en sí, el penitente aborrece las faltas cometidas, desea corregir su mala conducta y sus costumbres depravadas, y se anima con la esperanza de alcanzar el perdón. Esto es la penitencia interior. Cuando el dolor de alma y el perdón concedido por Dios se manifiestan, entonces tenemos la penitencia exterior, elevada por Cristo a la dignidad de sacramento.4

    Tribunal en el que Dios es vencido

    Cada uno de los siete sacramentos posee una materia, que constituye, junto con la forma, el signo sensible de la gracia que obran. En la eucaristía, por ejemplo, tenemos el pan y el vino; en el bautismo, el agua; en la unción de los enfermos y en la confirmación, los óleos benditos. En el sacramento de la penitencia, tenemos la «remoción de una cierta materia, esto es, del pecado»,5 que se produce a través de las palabras del sacerdote: «Yo te absuelvo…».

    Como vimos en el artículo anterior, Nuestro Señor Jesucristo instituyó el sacramento de la penitencia cuando, soplando sobre los Apóstoles después de la Resurrección, les dio la potestad de perdonar los pecados: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23).

    Ahora bien, ¿cómo se sabe a quién perdonar y a quién retener los pecados si no es mediante un juicio? ¿Cómo se puede emitir una sentencia justa si no es en un proceso judicial? En efecto, el sacramento de la penitencia tiene el carácter de tribunal, donde el sacerdote desempeña el papel de juez y el penitente el de reo denunciante de sus propios delitos; esto se debe a que nadie, aparte de Dios y la persona misma, puede penetrar en el interior de la conciencia. Por su carácter acusatorio, este sacramento suele llamarse confesión.

    La confesión constituye así un verdadero tribunal de misericordia, en el que el reo contrito y con las debidas disposiciones tiene siempre ganada su causa, siempre es absuelto. De hecho, «no hay condena alguna para los que están en Cristo Jesús» (Rom 8, 1). De este modo, el reconocimiento humilde, unido a la petición de perdón, vence al Dios de toda justicia, convirtiéndolo en un Dios-compasión.

    Condiciones de validez

    Para que el sacramento de la penitencia sea válido, se le exige al penitente tres actos: la contrición, la confesión y la satisfacción.

    Los pecados ocurren siempre por medio de pensamientos, palabras y acciones —en las que también se incluyen las omisiones. Por ello, es preciso que Dios sea aplacado por las mismas facultades: por el entendimiento, ordenado por la contrición; por las palabras, purificadas en la confesión; y por las acciones, reparadas con el cumplimiento de la satisfacción, o sea, la penitencia impuesta por el sacerdote.

    De todas las disposiciones del sujeto, la más necesaria es la contrición. El verbo conterere significa triturar algo sólido y consistente. En el ámbito espiritual, se refiere al dolor del corazón pecador machacado de remordimiento por el ultraje que ha cometido. Cuando el alma posee una contrición perfecta, detesta sus pecados específicamente porque consisten en una ofensa a Dios —y ahí radica su carácter sobrenatural— y obtiene el perdón de sus faltas incluso antes de declararlas en el confesionario, siempre que tenga la intención de hacerlo a la primera oportunidad que se le presente. En cambio, el arrepentimiento por mero temor del castigo, llamado contrición imperfecta o atrición, es suficiente para obtener el perdón de los pecados en el tribunal de la penitencia, pero no fuera de él.

    Además, el propósito de no volver a pecar es una consecuencia necesaria de la buena contrición.6 Quien verdaderamente se arrepiente, decide firmemente abandonar todas las ocasiones que le llevan a pecar, aunque esto implique sacrificios, como la pérdida de bienes, amistades o prestigio.

    El que en la confesión no hace serio propósito de enmendarse de sus pecados, o lo hace a medias, conservando su apego a vicios pecaminosos, representa, según San Juan Crisóstomo,7 el papel de un comediante: finge ser un penitente, cuando en realidad es el mismo pecador de antes. El propósito de enmienda debe ser, pues, firme, enérgico, eficaz. Tanto éste como la contrición han de tener un alcance universal, ya que no se trata de evitar tal o cual tipo de pecado, sino de rechazar todo y cada uno de los pecados, por ser una afrenta al Creador.

    Examen de conciencia… y mucha fe y confianza

    Para no omitir ninguna falta grave, por olvido o por el nerviosismo del momento, conviene hacer primero un examen de conciencia, que consiste en analizar y escudriñar con diligencia los recovecos y escondrijos de la conciencia, tratando de recordar las faltas con las cuales se ha ofendido mortalmente al Señor, Dios nuestro. Los pecados veniales también son materia de confesión, y la Iglesia recomienda que sean declarados. Es muy recomendable que los pecados se escriban, para que nada escape a la acusación y afecte su perfección.

    La confesión será hecha al sacerdote, que actúa en la persona del Salvador, representándolo al mismo tiempo como Juez, a quien el Padre «ha confiado todo el juicio» (Jn 5, 22); como Médico, que debe aplicar el remedio adecuado a las debilidades del alma enferma; como divino Maestro, al instruir y corregir al penitente; y, finalmente, como Padre, que no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (cf. Lc 5, 32).

    Por consiguiente, es con espíritu de fe y confianza que el pecador debe acercarse al confesionario.

    ¿Desahogo o acusación?

    ¿Por qué decir los pecados? He aquí una pregunta que intriga a muchos.

    La confesión vocal es una saludable medicina contra el orgullo, raíz de todos los males. Además, incluso desde el punto de vista humano, acusarse de algo alivia y facilita la reconciliación, como dice el adagio: «Las buenas cuentas hacen los buenos amigos». En el sacramento de la penitencia, la acusación de las faltas no es un acto impuesto por un tercero, sino voluntario por iniciativa del propio penitente.

    ¿Y cómo acusarse?

    Debemos acercarnos al confesionario llenos de fe y confianza, acusando nuestras propias culpas con integridad y sencillez
    «El confesionario», de David Wilkie – Galería Nacional de Escocia, Edimburgo

    La confesión no es un desahogo de las dificultades de la vida, ni una oportunidad para granjearse la atención del sacerdote para satisfacer el deseo de ponerse en el centro; no es una justificación de los pecados ni una delación de las faltas de los demás… Es una acusación de las propias culpas.

    Santo Tomás de Aquino8 hace un elenco de dieciséis cualidades de las que debe revestirse la acusación. Para mayor provecho espiritual de nuestros lectores, no nos detendremos en todas, sino sólo en las más relevantes.

    Por derecho divino, la confesión debe ser necesariamente íntegra, es decir, deben acusarse todos los pecados mortales, con las circunstancias en que se cometieron, cuando éstas agravan o atenúan la malicia de los actos o cambian su especie. Por ejemplo, en el caso de robo, se debe mencionar la cantidad y calidad del objeto, así como la dignidad y condición de la persona robada; cuando existen desavenencias, sean leves o graves, se debe indicar quién ha sido herido física, moral o espiritualmente, sea un desconocido o un hermano; o, en el caso de adulterio, se debe especificar con quién se pecó, si con una persona soltera, casada o consagrada, ya que estas circunstancias cambian la especie del pecado.

    Omitir conscientemente lo que ha de ser manifestado es abusar de la santidad del sacramento y desperdiciar la oportunidad de reconciliarse con Dios, pues la confesión se torna inválida y además hace al penitente reo de un pecado mayor: el sacrilegio.9 ¡Qué tristeza cuando en el día del Juicio final el alma se vea condenada y aquello que no se atrevió a acusar en confesión sigilosa sea descubierto a los ojos de todos!… Será demasiado tarde. Por tanto, no es buena idea dejarse enmarañar por el maldito ovillo de la vergüenza con el que el demonio siempre trata de enredar al pecador.

    Al mismo tiempo que íntegra, la acusación debe ser sencilla, sin frases rebuscadas ni divagaciones inútiles, a modo de incriminación. En otras palabras, basta con que sea sincera, presentando los pecados tal y como la conciencia los muestra, sin omisiones ni exageraciones.

    La acusación también debe ser clara, y no susurrada hasta el punto de que no se oiga, ni pronunciada apresuradamente de manera que resulte incomprensible. «A veces deseamos un perdón barato, fácil, aunque sin llegar a hacer una confesión mentirosa», señala acertadamente Dom Columba Marmion.10 Obrar así «es engañarse a sí mismo, profanar el sacramento y encontrar el veneno y la muerte allí donde Cristo quiso poner la medicina y la vida».11

    Por último, es importante recordar que la confesión no es un interrogatorio. El sacerdote podrá hacer tantas preguntas como sean necesarias y el penitente es libre de expresar cualquier duda de conciencia que tuviera. Sin embargo, éste debe ir preparado para acusarse de sus faltas y no simplemente esperar a ser interrogado.

    La paz reconstituida y sellada

    Confesadas las culpas, el penitente acata las palabras del sacerdote y se dispone a cumplir la penitencia que le ha impuesto, generalmente alguna oración u otra obra satisfactoria. ¿Cuál es el motivo de esta penitencia?

    Con la absolución sacramental, Dios perdona el pecado y conmuta la pena eterna en pena temporal, la cual se paga en este mundo o en el Purgatorio. La penitencia sacramental, elemento constitutivo de la confesión, concurre a satisfacer de algún modo esta pena y ayuda a purificar el alma de las «reliquias de los pecados».12

    Al fin y al cabo, cuando la confesión ha sido bien hecha y el sacerdote levanta la mano para, trazando la señal de la cruz, pronunciar la sentencia: «Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», por muy graves que sean los crímenes cometidos, ¡todo queda indultado para siempre! ¡Oh, si se nos concediera ver el indecible milagro que entonces tiene lugar! «El alma […] se arrodilla desfigurada por el pecado y se yergue limpia y justificada. […] ¡Se ha sellado la paz entre el pecador y Dios, entre el Creador y la criatura!».13

    Cuando la confesión ha sido bien hecha, por muy graves que sean los crímenes cometidos, ¡todo queda indultado para siempre!
    «La confesión», de Marie-Amélie Cogniet – Museo de Bellas Artes de Orleans (Francia)

    Purificados por la sangre del Cordero

    ¡Qué agradable es la fragancia de la limpieza! Ahora bien, mucho más benéfico es el perfume de una conciencia recta, de un alma cristalina que no almacena «pecados envejecidos», sino que, en cuanto percibe en sí una falta, corre a lavarla en el saludable baño de la regeneración de la penitencia.

    En este sacramento es donde la sangre de Jesús, como en lo alto de la cruz, se derrama sobre nuestras almas para purificarlas, con todo el potencial de redención;14 a través de él somos fortalecidos contra las asechanzas del demonio y nuestras malas inclinaciones; en él recobramos o aumentamos en nosotros la vida divina.

    Sepamos, pues, recurrir con frecuencia a esta excelentísima fuente de gracia y de perdón. Y si, por casualidad, nos asalta la tentación de desesperación por tantas y tan grandes faltas, recordemos: hay multitud de santos que jamás habrían alcanzado el Paraíso si el Señor no hubiera instituido en la Iglesia el sacramento del perdón. Arrojándonos con humildad, amor y confianza en los brazos del Salvador y de su Madre Santísima, seremos salvados y contados entre el número de aquellos que han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero (cf. Ap 7, 14). ◊

    Notas


    1 Cf. DH 1515.

    2 Cf. Royo Marín, op, Antonio. Teología Moral para seglares. 5.ª ed. Madrid: BAC, 1994, t. ii, p. 257.

    3 Idem, p. 267.

    4 Cf. Catecismo Romano. Parte II, c. 5, n.º 4; 10.

    5 Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. III, q. 84, a. 3.

    6 DH 1676.

    7 Cf. Mortarino, Giuseppe. A Palavra de Deus em exemplos. São Paulo: Paulinas, 1961, pp. 132-133.

    8 Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. Suppl. q. 9, a. 4.

    9 Cf. Catecismo Romano. Parte II, c. 5, n.º 48; Royo Marín, op. cit., p. 342.

    10 Beato Columba Marmion. Jesus Cristo, ideal do sacerdote. São Paulo: Lumen Christi; Cultor de Livros, 2023, p. 126.

    11 Royo Marín, op. cit., p. 338.

    12 Cf. Catecismo Romano. Parte II, c. 5, n.º 59.

    13 Corrêa de Oliveira, Plinio. «Hediondez do pecado e beleza da confissão – II». In: Dr. Plinio. São Paulo. Año ix. N.º 102 (set, 2006), p. 13.

    14 Cf. Philipon, op, Marie-Michel. Os Sacramentos da vida cristã. Rio de Janeiro: Agir, 1959, p. 169.

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  • San Pedro Julián Eymard – Precursor del reino eucarístico

    San Pedro Julián Eymard – Precursor del reino eucarístico

    P. Ignacio Montojo Magro, EP

    De cabellos completamente encanecidos, un delgado sacerdote de casi 60 años, convencido de que no los verá llegar a causa de los rigores de una vida dedicada al apostolado durante la cual no se concedió nada a sí mismo, conversa con una devota hija espiritual sobre esta existencia terrenal cercana ya a su fin. La perplejidad de ver frustrados repetidamente sus más nobles anhelos y las decepciones con las que algunos de sus allegados porfían en mortificarlo, le llevan a declarar: «Mi consuelo es que, al final de todo esto, será el reino del Santísimo Sacramento. ¡Oh! Gracias, sí, gracias —diré entonces».1

    En un humilde hogar del pueblo de La Mure d’Isère, al pie de los Alpes franceses, la celosa Mariana busca con ahínco a su hermano de 5 años, que esa mañana ha desaparecido de la vista de su madre. Después de recorrer todas las habitaciones de la casa y conocedora de las buenas disposiciones del muchacho, se le ocurre mirar en la pequeña iglesia vecina. Pero allí tampoco lo encuentra. Finalmente, su intuición la lleva a la parte posterior del altar mayor, adonde halla al niño arrodillado sobre la tarima que facilita al sacerdote la exposición del Santísimo Sacramento, con la cabeza apoyada en el sagrario. Y al preguntarle qué hacía allí, él le responde cándidamente que estaba conversando con Jesús y aclara: «Porque desde aquí lo escucho mejor».2

    Entre esta escena y la anterior habían transcurrido cinco décadas. Ambas, no obstante, resumen la ruta que se había trazado un alma que, en el episodio del inocente niño, ya indicaba el norte de su existencia hacia Dios y, en la fe humildemente manifestada a las puertas del encuentro con Él, certificaba el cumplimiento de su vocación en medio del desmentido de una misión frustrada. ¿A quién nos referimos?

    Precoz llamamiento sacerdotal

    Aquel jovencito que, además de asistir a misa cotidianamente, visitaba dos veces al día al Santísimo Sacramento se llamaba Pedro Julián Eymard. Con tales disposiciones enseguida vio cómo nacía en su interior la vocación sacerdotal y le prometió al Señor, el día de su Primera Comunión, seguir ese camino.

    Alimentaba dicha vocación a los pies de la Virgen, quien profundamente le hablaba al alma desde que, poco antes, hubiera comenzado a peregrinar todos los años al distante santuario de Nuestra Señora de Laus. Sin embargo, la realización de aquel llamamiento aún le costaría duras pruebas, pues circunstancias familiares exigían su presencia en el hogar paterno.

    Pedro Julián iba superando las contrariedades con determinación, sobre todo las luchas contra sí mismo. Años más tarde contaría en confidencia que éstas, especialmente en el arduo terreno de la castidad, lo ayudaron a forjar su carácter combativo, el cual benefició mucho a los jóvenes que convivían con él. Finalmente, con 23 años, aquel que había sido un seminarista ejemplar, recibía la ordenación sacerdotal en Grenoble.

    Fecundo ministerio de un alma llamada siempre a más

    Cualquiera que analizare la vida del joven sacerdote se sorprendería del eximio desempeño de todas las funciones que le asignaban sus superiores.

    Pero, desde sus primeros pasos hacia el presbiterado, aspiraba vehemente a la vida religiosa, anhelo que no había podido cumplir debido a su frágil salud y a la oposición de su propia hermana. Habiendo entrado en contacto con la naciente Sociedad de María, de los Padres Maristas, pensó que había encontrado en ella la realización de su sueño. Una vez más, como sería habitual en su vida, tuvo que vencer numerosos obstáculos, no obstante, acabó consiguiendo el permiso de su ordinario e ingresó en el noviciado de la Orden, en Lyon.

    La admirable conducta del P. Eymard hizo que creciera su fama entre los Maristas. Con tan sólo 33 años fue nombrado provincial de la Orden —cargo inmediatamente anterior al de superior general—, sobre el cual acumuló el de visitador general.

    El llamamiento eucarístico

    La proyección del P. Eymard parecía no encontrar límites en la congregación. La Providencia, sin embargo, lo llamaba ad maiora… En efecto, aunque la mirada humana pudiera presagiarle una fulgurante carrera eclesiástica, cierta inquietud rondaba su alma. Tocado por una singular gracia de devoción eucarística, recibió tres profundas mociones divinas que le impelían a enfervorizar la entrañable relación con Jesús Hostia que lo había caracterizado desde su infancia.

    En 1845, mientras llevaba la custodia con el Santísimo Sacramento en la procesión de Corpus Christi, sintió un potente llamamiento a depositar a los pies del Señor en la Eucaristía todas las necesidades de la Iglesia y del mundo de entonces. Arrebatado de admiración, le prometió consagrarse por entero al ministerio de, parafraseando a San Pablo, no predicar sino a Jesucristo, y Jesucristo eucarístico. El apostolado desarrollado por el santo en Lyon, derivado de esa primera resolución, le valió el apodo de Padre del Santísimo Sacramento.

    Pero en 1851 fue cuando íntimas gracias místicas configuraron en su alma el carácter concreto que debería tener su ministerio, recibidas esta vez junto a Nuestra Señora en su santuario de Fourvière.

    Años más tarde escribiría los pensamientos que en ese momento lo absorbieron: «No es para extrañarse, en efecto, que, desde la institución de la Iglesia, la Sagrada Eucaristía no haya tenido un cuerpo religioso, su guardia, su corte, su familia, mientras que todos los demás misterios de Nuestro Señor lo han tenido para honrarlos y predicarlos».3 Sin duda, la Divina Providencia forjaba en el P. Eymard una certeza que jamás se apartaría de su espíritu: «Era necesario que hubiera uno».4

    Dada la situación del mundo, se hacía imperioso fundar una congregación cuyos miembros se santificaran en función del Santísimo Sacramento, fueran sus adoradores permanentes y llevaran a las almas junto al altar, reformando la sociedad a partir de la adoración eucarística.

    Vocación clara, trazos inseguros

    Siempre dócil a la Providencia, no quiso emprender ninguna acción concreta hasta que no se le fuera mostrado claramente. Durante tres años más, se dedicó con determinación a las funciones que le correspondían en los Maristas, dotando a su apostolado de un profundo carácter eucarístico y desarrollando varias iniciativas en ese sentido, como las jornadas eucarísticas, la adoración nocturna o las Cuarenta Horas.

    Únicamente en 1853, durante un filial diálogo mientras estaba haciendo la acción de gracias en la santa misa, el Señor le inspiró que debía, conforme narraría posteriormente, «formar una adoración perpetua y para todos», pidiéndole «un sacrificio absoluto, que todo fuera inmolado», incluso su pertenencia a la Congregación Marista. Aceptó ipso facto la invitación y fue «inundado de consolación y también de fuerza»,5 que ya nunca lo abandonaron, a fin de soportar todo lo que esta entrega comportaba.

    El Señor lo llamaba desde la sagrada hostia que reposaba en su interior: «Congregadme a mis fieles, que sellaron mi pacto con un sacrificio» (Sal 49, 5). Con todo, su corazón insaciablemente fogoso no se contentaba con la fundación de una obra destinada a proveerle al culto al Santísimo Sacramento, como nunca, de los mayores esplendores. Esto era tan sólo el punto de partida. Su aspiración consistía en conducir hacia Él a todos los pueblos y, de este modo, reformar una sociedad que caminaba a grandes pasos a la ruina total: «Querría hacer aún grandes cosas por Dios, antes de morir. […] Le pido a Dios que, si en esto no hay orgullo, me conceda una misión que me lleve a hacer el bien por toda la tierra».6

    Esta fuerte moción de la gracia era bastante osada para la época y las circunstancias en que vivía. En su amplio despliegue de horizontes, el santo tenía muy claro lo que eso significaba, pero no retrocedió ni vaciló en ir más allá: «Le he prometido a Dios que nada me detendría. […] Sobre todo, le pedí la gracia de trabajar para esta obra sin consolaciones humanas».7

    Una fundación cuajada de obstáculos y fracasos

    Los pasos iniciales hacia la anhelada fundación los daría el P. Eymard con un oficial de la Armada retirado, el conde Raimundo de Cuers, reciente converso que luego se haría sacerdote y sería su primer discípulo. Para llevarla adelante, no obstante, tendría que pedir dispensa de los votos religiosos en la Sociedad de María, donde encontró una fortísima oposición que le costó grandes sufrimientos. Muchos de los que aún consideraba hermanos suyos de hábito lo tenían por un traidor a su vocación, pues, según decían, abandonaba la congregación para involucrarse en un proyecto meramente humano, movido por el deseo de realización personal.

    Obtenida, por fin, la licencia, los dos compañeros se pusieron en camino para llevar a cabo la obra a la que aspiraban, con la bendición del Papa Pío IX, que animaba esta labor, y la del arzobispo de París. Aun así, la falta de medios era tanta que en repetidas ocasiones temieron por la continuidad de su fundación, porque hasta desalojados fueron de la primera casa en la que se reunieron. Durante años seguidos no lograban disponer de una residencia adecuada, ni tampoco de un lugar donde construir el trono dignísimo que deseaban para Nuestro Señor sacramentado.

    Esto no sería nada si las vocaciones acudieran en gran número al nuevo proyecto… Sin embargo, su escasez era angustiosa, pues los primeros candidatos capitularon ante las privaciones que las circunstancias los sometían, impidiendo con ello el inicio de la adoración al Santísimo Sacramento con regularidad.

    Peor aún, no tardaron en aparecer un cúmulo de críticas sobre la naciente obra, entre ellas de numerosos eclesiásticos. Muchas, oh dolor, provenían de sus antiguos correligionarios maristas, que lo acusaban de sembrar la cizaña en la mies del Señor con su fundación.

    Finalmente, quizá la prueba más dolorosa: algunos pensaban que todas esas contrariedades por las que atravesaba la obra, que no hacían más que aumentar con el paso de los años, indicaban que no contaba con las bendiciones del Cielo. Esto acentuó en los primeros seguidores del P. Eymard una fuerte desconfianza en relación con su papel de fundador, creando un lamentable vacío a su alrededor. Tal indisposición se verificó especialmente en aquel a quien consideraba un verdadero hermano: el P. Cuers, que lo había acompañado desde el comienzo y manifestaba cada vez más celos con respecto a su persona, queriendo apropiarse un poco de la gracia fundacional que no le correspondía. Asimismo, bajo la ridícula pretensión de una entrega más radical a Nuestro Señor sacramentado que la del santo, llegó a separarse de él para fundar su propia Orden eucarística. La incomprensión y la comparación de aquel que debería ser su apoyo más grande y que además arrastró a otros tras de sí fueron uno de los mayores sufrimientos que tuvo que afrontar San Pedro Julián. Con heroica resignación, no obstante, jamás le negó su ayuda y amistad a su viejo compañero.

    En medio de tantos contratiempos, la obra iba avanzando. Podemos entender, empero, cuán lejos estaban esas conquistas del horizonte grandioso que años antes había arrobado al fundador. La Providencia le negaba, según su petición, toda y cualquier consolación humana. ¿Acaso estaría Ella condenando al fracaso a aquel que había sido un sacerdote singularmente exitoso? Según criterios humanos, tal vez; pero desde la mirada divina, la realidad era bastante diferente.

    La vía de la perplejidad, garantía de éxito sobrenatural

    Hay algo que hace sufrir al corazón del hombre más que cualquier padecimiento físico: la contradicción. Cuando el Señor le pidió a Abrahán que sacrificara al hijo de la promesa, el corazón del patriarca gimió porque la exigencia de Dios contradecía lo que Él mismo le había prometido.

    ¿Por qué procede así el Altísimo? Al hombre Él le concedió la razón para que, conociéndolo, lo amara. Sin embargo, en ciertas ocasiones exige de su criatura una entrega tan elevada que sobrepasa los límites del entendimiento. Le pide un paso en los vastos panoramas de la fe, pero no le da una explicación. Tal exigencia se presenta como una contradicción o, incluso, como un verdadero absurdo, ante el cual el pobre intelecto humano se siente minúsculo e ineficaz.

    Esa era precisamente la situación en la que se encontraba el P. Eymard. Al ver explicitado, mediante una profunda inspiración divina, el llamamiento sacramentino, contemplaba proféticamente a qué pináculos de amor al Santísimo Sacramento su obra debía conducir a la Iglesia y al mundo, hasta una transformación completa de la sociedad. No obstante, pasados los años, constataba cuán distantes estaban su congregación y la mayoría de sus hijos espirituales de la realización de lo que el Señor le había hablado interiormente, hasta tal punto de que, viendo que el final de su vida se acercaba, les confió: «Voy a morir y, cuando ya no exista, nadie tendrá la gracia de la fundación… […] Vamos, aprovechaos bien, pedidme, valeos más de mí. Os hablo cuanto puedo, pero vosotros os contentáis con escucharme y lo dejáis pasar…».8

    A los que Dios elige para transitar por las vías de la contradicción, le quedan tan sólo dos actitudes: rebelarse, abandonando el primer amor y juntándose a los que en el Cielo vociferaron «non serviam», o someterse, incluso en las brumas de la incomprensión, uniéndose a las miríadas que gritaron: «Quis ut Deus» y perseveraron en la fidelidad a aquel que los amó primero. San Pedro Julián Eymard escogió seguir el camino abierto por San Miguel y sus ángeles.

    Prueba y consolación final en medio al desmentido

    Durante su vida no hizo otra cosa sino luchar, rezar y sacrificarse para que fuera fundado un reino eucarístico entre los hombres: «Que venga el reino de su amor y se extienda por toda la tierra, consumiéndola como un fuego celestial y eterno».9 Y el desmentido de ver la realización de ese ideal tanto más distante cuanto más se entregaba a él, constituía, sin duda, una prueba a la cual Dios lo sometía por una altísima razón, que no le estaba permitido conocer. He aquí la gran perplejidad de los fundadores: contemplar la posibilidad de establecer en este mundo un reflejo de Dios, pero no ver su completa materialización. En realidad, no obstante, más que sus humanos servicios para la consecución de ese sueño, el Señor todopoderoso quiere de ellos la oblación perfecta de una fe que, a pesar de las contradicciones, nunca se deja vencer.

    ¿Habría alguna consolación mística que sustentara al santo al final de sus días? Consta, por ejemplo, la misteriosa aparición en su cuarto de un nimbo, en el cual su dedicada asistente, poco habituada a absurdas creencias, logró ver los delicados pliegues de un vestido. ¿Habría sido la Santísima Virgen avisándole de su inminente partida y consolándolo en ese trance? Nunca lo sabremos con certeza. Pero, sí, podemos inferir que poseía la plena seguridad, sustentada por la fe, del cumplimiento de su misión; a tal punto que, a pocos días de su muerte, afirmaba, conforme hemos visto al inicio de este artículo: «Al final de todo esto, será el reino del Santísimo Sacramento».

    Ya sea antes o después de su paso hacia la eternidad, San Pedro Julián Eymard pudo comprobar el efecto de ese holocausto de confianza consumado con heroísmo: la custodia, rodeada del mayor honor, reinando sobre una sociedad hecha enteramente de santidad. Sus esfuerzos, por tanto, a favor del establecimiento de ese reino eucarístico no fueron en vano. Comprendió que era necesario que alguien sufriera teniendo claro el objetivo de sus padecimientos, que un hombre creyera en la plenitud de tal reino sin verlo en esta vida, para que otros pudieran contemplar su plena realización. El fundador de los Sacramentinos lo hizo a la perfección, contribuyendo decisivamente al triunfo del Inmaculado Corazón de María anunciado medio siglo después al mundo en Fátima, pues el reino de la Santísima Virgen y el reino eucarístico son uno. ◊

    Notas


    1 O BEM-AVENTURADO PEDRO JULIÃO EYMARD. Rio de Janeiro: Livraria Eucarística, 1953, p. 593. Los datos biográficos de este artículo han sido tomados del mismo libro.

    2 Ídem, p. 8.

    3 Ídem, p. 175.

    4 Ídem, ibídem.

    5 Ídem, p. 255.

    6 Ídem, p. 262.

    7 Ídem, p. 256.

    8 Ídem, pp. 609-610.

    9 Ídem, p. 351.

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