En el paraíso, Adán y Eva vivían las sagradas nupcias selladas por el Altísimo. La concordia reinaba entre ellos, con la promesa de fecundidad y de dominio sobre la Creación (cf. Gén 1, 27-28). Creados a imagen de Dios, hombre y mujer se unían en una sola carne en estado de inocencia (cf. Gén 2, 24-25).
La caída original, no obstante, fracturó ese orden primevo. La culpa acarreó el litigio de la primera pareja, cuya posteridad sería engendrada en medio de dolores. Al mismo tiempo, se divorciarían del Creador, huyendo de su presencia (cf. Gén 3, 8).
El remedio para el primitivo pecado tendría que ser acorde con su gravedad: la Encarnación del Verbo de Dios. Sin embargo, esto no era suficiente. Considerando el contexto conyugal de la culpa, hacía falta que su remisión fuera dentro del seno de una familia, la única digna del adjetivo sagrada. María, ya desposada con José, fue la elegida para cooperar en el orden hipostático y redentor. Además, convenía que una virgen-madre reparara tanto la pérdida de la inocencia como la fecundidad corrompida por Eva. Finalmente, para que se restableciera el vínculo con el Creador era necesario un desposorio con Él mismo, en la Persona del Espíritu Santo, que cubriría con su sombra a la «llena de gracia» y engendraría al Hijo de Dios (cf. Lc 1, 28.35).
Como todo matrimonio, esta unión con el Paráclito es indisoluble. Así pues, Nuestra Señora fue Esposa fidelísima del Espíritu Santo no solamente con ocasión de la Encarnación, sino para siempre, incluso durante la educación de su divino Hijo y en la consumación de su Pasión redentora. Pentecostés fue como un aniversario de bodas, cuyos «fuegos artificiales» se irradiaron de Ella hacia los Apóstoles y luego hacia todo el orbe.
María será perpetuamente llamada bienaventurada por la generación y nutrición no sólo de Jesús —«Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron» (Lc 11, 27)—, sino también de la progenie espiritual que de Ella nació a lo largo de los tiempos. Por lo tanto, como Medianera universal y en unión con el «Espíritu de toda gracia», la Madre del Salvador continúa participando de la generación de hijos de Dios por el Bautismo y de su formación a través del sacramento de la Confirmación y de la infusión de los dones septiformes.
Pero en nuestros días la iniquidad se ha vuelto tan universal que parece que vivimos en una situación análoga a la de nuestros primeros padres después de su caída. De modo que la única solución para la humanidad consiste en un remedio a la manera de la Redención, así como un nuevo influjo del Espíritu Consolador: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20).
En este sentido, muchas revelaciones privadas apuntan hacia una restauración de la sociedad, previa al fin de los tiempos, el Reino de María. En esta era de gran retorno de gracias, «los hombres», comenta Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, «participarán en grado altísimo del amor que une al divino Espíritu Santo a Nuestra Señora». Y San Luis Grignion de Montfort completa: «Cosas maravillosas acontecerán en este mundo, donde el Espíritu Santo, encontrando a su Esposa como reproducida en las almas, en ellas descenderá abundantemente, colmándolas con sus dones, particularmente del don de sabiduría, a fin de obrar maravillas de gracia».
Todo esto sucederá por la perpetua y matrimonial fidelidad de María al Divino Paráclito. ◊
Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu raza y su descendencia» (Gén 3, 15), sentenció el Creador tras la caída de nuestros primeros padres. Se trata de una guerra librada entre dos adversarios irreconciliables: la estirpe de los hijos de la Virgen bajo las órdenes de su Soberana y la raza de los secuaces de la serpiente con su líder.
Este antagonismo se halla plasmado en la imagen de Nuestra Señora del Apocalipsis, que retrata a la Madre de Jesús conforme fue contemplada por San Juan en la isla de Patmos: una dama vestida de sol, con la luna bajo sus pies y con una corona de doce estrellas sobre su cabeza (cf. Ap 12, 1). Sin embargo, en la escultura resalta otro aspecto que no consta en el libro bíblico: María, la capitana de las tropas del Altísimo, aplasta y castiga al dragón infernal tan sólo con su calcañar y una cadena. ¡Magnífica figura!
Simbólica en todos sus detalles, la representación despierta curiosidad: ¿qué significa más concretamente la cadena?
La cadena metálica está formada por la concatenación de eslabones individuales engarzados unos con otros. Puesta en las manos de la Santísima Virgen puede simbolizar a las almas escogidas por Ella y el vínculo existente entre estos elegidos. La mutua conexión de espíritus está fundamentada en el amor a Dios y por tal motivo cumplen idéntico propósito; en suma, se trata de la unión de inteligencias y de voluntades de los hijos de la luz, en plena consonancia con su Reina.
En este sentido, San Luis María Grignion de Montfort exhorta en una de sus obras: «Uníos fuertemente mediante la unión del espíritu y del corazón, que es infinitamente más fuerte y terrible para el mundo y para el infierno que, para los enemigos del Estado, las fuerzas exteriores de un reino bien unido».1 Y a continuación el santo mariano exclama con vehemencia: «Los demonios se unen para perderos; ¡uníos para derrotarlos!».2
Comentando estas palabras, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira explica que se trata de «la visión de la lucha como enfrentamiento entre dos uniones, las cuales no significan coligaciones estratégicas de fuerzas, sino de amores opuestos, que definen la victoria o la derrota, ante todo por su distinta intensidad».3
La Santísima Virgen decide vencer al demonio no únicamente aplastándolo con su purísimo calcañar, sino haciendo uso de esa cadena que son sus elegidos, para humillar el fútil orgullo del dragón. ¡Henos aquí asociados a las guerras de María contra el mal!
No obstante, para que la victoria tenga lugar, hemos de permanecer unidos, coparticipando del mismo ideal y no desligándonos nunca de los demás.
Grandes acontecimientos se avecinan; lo que le espera a la humanidad, sólo Dios lo sabe. En esta coyuntura, la cohesión entre los que constituyen el ejército de la Reina del universo es esencial, ya que solamente juntos podemos obtener de Ella todas las gracias y medios necesarios para la realización de nuestra misión en la Iglesia. Basta con estar vigilantes para que no corramos la suerte inevitablemente reservada a quienes desearen ser eslabones separados: la derrota.
Estemos, por tanto, bien unidos y con nuestros corazones clavados en la Generalísima de los ejércitos de Dios, para convertirnos en instrumentos eficaces en las manos de aquella que «es imponente como un batallón en orden de combate» (cf. Cant 6, 10). ◊
Notas
1 SAN LUIS MARÍA DE MONTFORT. Carta circular aos amigos da Cruz. Rio de Janeiro: Santa Maria, 1954, pp. 13-14.
2 Ídem, p.14.
3 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. A Carta circular aos amigos da Cruz — II. União dos espíritos e dos corações. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año X. N.º 113 (ago, 2007); p. 15.
Situada en la confluencia de dos modestas corrientes de agua —Meu y Garun—, que se deslizan entre los robles de Bretaña, la apacible ciudad de Montfort parecía conservar aún, en pleno siglo XVII, la fe robusta como granito sobre la cual había sido erigida su gloriosa historia, un pasado de proezas que tan bien evocan sus murallas. Sin embargo, el acontecimiento más bello de Montfort-sur-Meu, esas piedras todavía no lo conocían, pues empezó el 31 de enero de 1673, día en que vio la luz Louis-Marie Grignion, segundo hijo de Jean-Baptiste Grignion y Jeanne Robert.
Cuna escogida y preparada por la Providencia para el nacimiento del santo, Montfort se convirtió en un símbolo perenne de una realidad sobrenatural que la vida y la gesta de este hombre de Dios explicarían a la humanidad: una particular profundización en la devoción a la Santa Madre del Creador, llevada al extremo de la esclavitud y del abandono completo de sí mismo a sus cuidados maternos.
Para comprender el alcance de esta entrega, San Luis Grignion necesitó hacer de su existencia una íntima, prolongada y amorosa meditación sobre Nuestra Señora, a fin de que el Altísimo le enseñara un secreto que jamás podría encontrar en libros antiguos o de sus contemporáneos. Se trata del Secreto de María, arcano de una arraigada relación con la Madre de Dios, que al final de su vida San Luis transcribió en el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, reuniendo las enseñanzas que formarán, hasta el fin de los tiempos, a los auténticos servidores de la Reina del universo.
Sigamos, en breves líneas, esa vida de meditación que preparó la elaboración del Tratado.
Entreteniéndose con María
Con tan sólo 12 años, Luis fue enviado por sus padres a estudiar al Colegio Saint-Thomas Becket, de Rennes, donde se hospedó con su tío Alain Robert, sacerdote de la parroquia Saint-Sauveur.
Contrariamente a las costumbres de sus coetáneos, ya en la adolescencia procuró hacer del recogimiento su frecuente ocupación, de preferencia a los pies de alguna imagen de la Virgen en las iglesias de las cercanías, evitando así los asuntos del mundo que lo rodeaba.
A partir de 1695, cuando era postulante en el seminario de Saint-Sulpice, el alma del joven se elevó cada vez más, cual águila que alza su vuelo altanero por entre las nubes, para desde allí contemplar más ampliamente los esplendores casi infinitos de la Estrella de la mañana. Nuestra Señora constituía el único panorama que esa águila se complacía en contemplar. Todo entretenimiento en el que los nombres de Jesús y María estuvieran ausentes, era insípido y desagradable para él.
Durante esos años no le faltaron excelentes lecturas, que solidificaron en su alma los principios en ella inspirados por la gracia, como la de la obra de Henri-Marie Boudon, Dieu seul. Le saint esclavage de l’admirable Mère de Dieu, y el Salterio de la Virgen atribuido a San Buenaventura. Fue también en el seminario donde el santo decidió fundar la asociación de los Esclavos de María, a fin de propagar la doctrina de la santa esclavitud, signo distintivo de su apostolado ministerial.
No obstante, lo que más claramente nos hace comprender la intensidad de su relación con la Señora de los ángeles son los momentos, poco conocidos, en los que Ella vino a convivir y comunicar personalmente sus designios maternos al apóstol que había elegido.
En una ocasión, un hombre entró en la sacristía para confesarse y se encontró con el misionero, ya al final de sus días, conversando con una dama de indescriptible blancura. Como se disculpó por las molestias, recibió esta amable explicación: «Amigo mío, me estaba entreteniendo con María, mi buena Madre». ¿Serían habituales para Luis esas milagrosas entrevistas con la Reina del Cielo? A juzgar por la naturalidad de la respuesta, todo indica que sí…
Recogido en La Rochelle
En el ocaso de su fecunda existencia, San Luis Grignion decidió poner en papel la doctrina que durante muchos años había enseñado con fruto, en público y en privado, en sus misiones.
Con toda probabilidad, era el otoño de 1712, en la tranquila ciudad de La Rochelle. Una cama, una mesa, una silla, un candelabro, era todo el adorno de su habitación en el yermo de San Elías, donde pasó sus últimos años de misión y trazó de su puño y letra las líneas del llamado Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen.
Su redacción fue relativamente rápida, resultado de una enorme preparación remota: lecturas abundantes, conversaciones familiares con los más santos y sabios personajes de su época, incesantes predicaciones, oraciones ardientes a lo largo de décadas.
El odio de los infernos
En la Historia de la salvación suele ocurrir que toda obra santa, que da buenos frutos, es inevitablemente odiada y combatida por la raza de la serpiente. Del mismo modo, el escrito de San Luis se convirtió en el blanco de las fuerzas infernales, como, por cierto, el santo había profetizado de manera impresionantemente exacta: «Preveo muchos animales rugientes, que vienen con furia a destrozar con sus diabólicos dientes este pequeño escrito y a aquel de quien el Espíritu Santo se ha servido para redactarlo, o sepultar, al menos, estas líneas en las tinieblas y en el silencio de un cofre, para que nunca aparezca. Incluso atacarán y perseguirán a aquellos y aquellas que lo leyeren y pusieren en práctica».
Mesa sobre la cual San Luis Grignion escribió el «Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen» – Convento de las Hijas de la Sabiduría, Saint-Laurent-sur-Sèvre (Francia)
De hecho, durante la Revolución francesa el manuscrito fue metido en una caja y escondido en Saint-Laurent-sur-Sèrvre, en un descampado cercano a la capilla dedicada a San Miguel Arcángel. Pasada la tormenta, allí quedó olvidado hasta el 29 de abril de 1842, fecha en la que un misionero de la Compañía de María lo encontró, entre otros libros antiguos.
Tras su hallazgo, surgieron algunas dudas sobre ciertas correcciones hechas en él, que no parecía que fueran del autor, aparte de la misteriosa desaparición de varias páginas.
Originalmente, la obra estaba constituida por diecinueve cuadernos, de los cuales los siete primeros se perdieron. Del octavo quedaron tan sólo diez páginas y del último, únicamente seis. Por eso nadie sabe el verdadero nombre del Tratado. Se supone que muy probablemente fuera Preparación para el Reino de Jesucristo porque San Luis3 así lo llama en el manuscrito. En cuanto al título actual, le fue dado a la obra cuando se imprimió la primera edición.
Sin embargo, ni el título perdido, ni siquiera las casi cien páginas extraviadas, le impiden obrar en las almas las conversiones que la Virgen tanto espera, pues el Tratado es portador de gracias que enseñan a los corazones con más acuidad aún que las palabras ahí contenidas instruyen las mentes.
Rescatada de las sombras y puesta en el candelero, la nueva doctrina mariana encerrada en esas pocas hojas de papel empezó a extenderse por el orbe y el número de esclavos de María se multiplicó y continúa propagándose en pleno siglo XXI.
Ahora bien, ¿qué doctrina nueva dotada de poder es esta, temida por los infiernos hasta el punto de intentar por todos los medios hacerla desaparecer?
En busca de la perla más preciosa
Esclavitud. Condición inferior no existe. No obstante, «nada hay tampoco entre los cristianos que nos haga pertenecer más absolutamente a Jesucristo y a su Santa Madre que la esclavitud voluntaria, a ejemplo del mismo Jesucristo, que tomó la forma de esclavo por nuestro amor —formam servi accipiens—, y de la Virgen Santísima, que se proclamó la sierva y la esclava del Señor».
Encadenarse a las manos de Nuestra Señora consiste, como argumenta ampliamente el santo, en ir por el camino más corto, eficaz y seguro de unirnos plenamente a Nuestro Señor Jesucristo, es decir, de consumar la vida espiritual y alcanzar la santidad.
Ahora bien, siguiendo al pie de la letra las recomendaciones de San Luis, veremos que la devoción a María, llevada al extremo, requiere una entrega a Ella de todo lo que se posee, ya sea en el orden de la naturaleza o de la gracia, de la manera más radical, como él mismo lo recomienda vivamente: «Si has hallado el tesoro escondido en el campo de María, la perla preciosa del Evangelio, tienes que venderlo todo para comprarlo; debes hacer un sacrificio de ti mismo en las manos de María y perderte dichosamente en Ella para encontrar allí sólo a Dios». Una vez poseída esa perla de valor incalculable, ¿qué más podría desear el alma humana, sino tenerla consigo, incluso en la visión beatífica?
Esa es una cláusula que, felizmente, consta en las palabras esenciales de la fórmula compuesta por San Luis: «Te entrego y consagro, en calidad de esclavo, mi cuerpo y mi alma, mis bienes interiores y exteriores, y hasta el valor de mis buenas acciones, pasadas, presentes y futuras, dejándoos entero y pleno derecho de disponer de mí y de todo lo que me pertenece, sin excepción, según tu voluntad, para mayor gloria de Dios, en el tiempo y la eternidad».
Una entrega tan completa a una pura criatura —Madre de Dios y Reina de los Cielos y de la tierra, sin duda, pero meramente humana— no podría dejar de suscitar oposiciones, ya previstas también por el santo de Montfort:
«Si algún crítico, al leer esto, piensa que hablo aquí exageradamente o por devoción desmesurada, no me está entendiendo; bien por ser hombre carnal, que de ningún modo gusta de las cosas del espíritu, bien por ser del mundo, que no puede recibir el Espíritu Santo, bien por ser orgulloso y crítico, que condena o desprecia todo lo que no entiende. Pero las almas que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, sino de Dios y de María, me comprenden y aprecian; y para ellas estoy escribiendo».
Los apóstoles de los últimos tiempos
El sentido profético de San Luis fue lejos, pues no imaginó que esas almas receptivas a la sublime devoción de la esclavitud de amor se restringían a las que estaban vivas en aquella época, sino que las divisó en su horizonte sobrenatural en un período futuro:
«Además hemos de creer que al final de los tiempos, y quizá antes de lo que pensamos, Dios suscitará grandes hombres llenos del Espíritu Santo y del espíritu de María, por quienes esta divina Soberana hará grandes maravillas en la tierra, para destruir el pecado y establecer el Reino de Jesucristo, su Hijo, sobre el reinado del mundo corrompido; y es por medio de esta devoción a la Santísima Virgen —que no hago sino esbozar, disminuyéndola con mis limitaciones— que esos santos personajes llevarán todo a cabo».
Estos apóstoles de los últimos tiempos, según la expresión de San Luis, no sólo vivirán sus enseñanzas de forma radical, sino que serán antorchas vivas para iluminar con el espíritu de María los corazones de los hombres, preparando en las almas el reinado de su divino Hijo:
«Como por María vino Dios al mundo por
primera vez, en humillación y anonadamiento, ¿no podríamos decir también que por María vendrá Dios por segunda vez, como lo espera
toda la Iglesia, para reinar en todas partes y para juzgar a vivos y muertos? Cómo y cuándo será, ¿quién lo sabe?».
«Adveniat regnum Mariæ»
La inmensidad de sus deseos lo hacía gemir a la espera de ese nuevo orden de cosas que la devoción a María, como había enseñado, haría nacer:
«¡Ah!, ¿cuándo llegará ese tiempo dichoso en que María será establecida como Señora y Soberana en los corazones, para someterlos plenamente al imperio de su gran y único Jesús? ¿Cuándo llegará el día en que las almas respirarán a María como los cuerpos respiran el aire? Para entonces sucederán cosas maravillosas en este mundo, donde el Espíritu Santo, al encontrar a su querida Esposa como reproducida en las almas, vendrá a ellas en abundancia y las llenará de sus dones, y particularmente del don de su sabiduría, para obrar maravillas de gracia».
No es sin razón que el nombre más probable del Tratado sea Preparación para el Reino de Jesucristo. La era de Nuestro Señor vendrá en el momento en que la sagrada esclavitud esté extendida por toda la humanidad: «Ese tiempo sólo llegará cuando se conozca y practique la devoción que enseño: “Ut adveniat regnum tuum, adveniat regnum Mariæ”».
Mientras los hombres del siglo se embriagan con las atracciones de este mundo, el cual es incapaz de ofrecerle al alma humana el único bien que puede saciarla, volvamos la mirada a Nuestra Señora y hagamos nuestras las oraciones del santo mariano: que tarde o temprano la Santísima Virgen tengas más hijos, siervos y esclavos de amor como jamás ha habido y que, por este medio, Jesucristo, nuestro amado Maestro, reine más que nunca en todos los corazones. ◊
No hay duda alguna de que el Rosario ocupa un papel muy privilegiado en la historia de la piedad católica. En primer lugar, porque une el fiel a Nuestra Señora y atrae toda clase de gracias celestiales. En segundo lugar, porque ahuyenta al demonio. Satanás tiene odio y terror al Rosario. Si alguien está siendo blanco de una tentación, tome fervorosamente el Rosario en las manos y se verá fortalecido contra la embestida del enemigo de nuestras almas. Excelente medio de venerar a la Madre de Dios, el Rosario es la causa de un torrente incalculable de bendiciones derramadas sobre la Cristiandad. Por eso los Papas – así como otras autoridades eclesiásticas – no se cansan de elogiarlo, enriqueciéndolo con muchas indulgencias. Por si no fuese suficiente, la Santísima Virgen, queriendo Ella misma incentivar esa devoción, más de una vez se apareció llevando el piadoso instrumento en sus manos virginales.
Misterios gozosos y gloriosos
Medio tan excelente, en cuanto constituye una meditación de las vidas de Nuestro Señor Jesucristo y de Nuestra Señora. Cada decena corresponde a un hecho. Los [misterios] gozosos son aquellos que, en el sentido noble de la palabra, le dieron la razón de ser a la alegría de los Sacratísimos Corazones de Jesús y de María. Comenzando por la alegría de la Anunciación, cuando se realizaron las castas e indisolubles nupcias de Nuestra Señora con el Divino Espíritu Santo, y Ella conoció que Dios se servía de sus entrañas purísimas para la encarnación del Verbo, el cual se hacía así también hijo suyo. La Visitación, donde Ella es saludada por Santa Isabel y entona el Magníficat, ¡el mayor himno de alegría y de victoria que una persona haya cantado en toda la historia! Las alegrías de la Navidad, de las cuales podemos tener una pálida idea si recordamos las navidades que ya festejamos, y la emoción que nos embarga al acercarnos a un pesebre para besar los pies del Niño Jesús. ¡Esto nos permite imaginar la felicidad indescriptible de Nuestra Señora en aquella noche bendita en que vino al mundo el Salvador, y la propia alegría de Él, al nacer para la grandiosa misión que lo traía del Cielo a la tierra!
La Presentación en el Templo. La felicidad con la cual el Niño Dios se comunicó con los hombres, de tal manera que el Profeta Simeón cantó su gloria, profetizando todo lo que Él sería. Y Nuestro Señor, frágil niño, aparentemente sin entender, comprendía e inspiraba aquél cántico. A seguir, el Encuentro de Nuestra Señora y de San José con el Divino Infante en el Templo. En el momento en el que, discutiendo con los doctores de la Ley, el Niño Jesús resplandecía por su talento y por su instrucción acerca de las Escrituras, vio a sus padres aproximarse… Para Él dejó de existir todo el resto: sólo tuvo ojos para Nuestra Señora que entraba. La alegría de consolarla, de poner fin a su sufrimiento y al de San José. ¡Qué felicidad! Todo eso constituye una serie de deleites extraordinarios. Apenas para facilitar el comentario, pasemos de los Misterios Gozosos del Rosario a los Gloriosos. ¡Mucho más que la simple alegría, la gloria! Ésta se inicia con la Resurrección: tres días después de la muerte de Jesús, el sepulcro donde Él yacía se llena de ángeles y se estremece. Las ataduras se caen de su cuerpo santísimo, se siente un perfume más excelente que el de los ungüentos, Nuestro Señor resplandece con la gloria de los resucitados. ¡De cada una de sus llagas, de cada lugar herido en su carne nace un sol! ¡Él se yergue, atraviesa de modo fulgurante la laja y va al Cenáculo, y se encuentra con Nuestra Señora!
Como si no bastase resucitarse a sí mismo, la gloria de la Ascensión: el Hombre Dios sube a los Cielos delante de sus apóstoles y discípulos. Toda la atmósfera está feérica de ángeles y de luces, la naturaleza se vuelve dulcísima, los pájaros cantan, las flores se abren, las nubes resplandecen, el azul del firmamento parece un solo e inmenso zafiro. Encanto general. En determinado momento, se dan cuenta de que Nuestro Señor está desapareciendo. Él sube, sube, sube… En la tierra se quedan apenas los hombres. Pero su gloria cubre todo, de tal manera que cuando ya nadie lo ve, los hombres caen en sí: se acabó. ¿Se acabó? No. Comienza otra gloria: allí está Nuestra Señora que reza recogida, extasiada. Se inicia ahí mismo la presencia simbólica de Él, por medio de Ella. En seguida, el tercer Misterio Glorioso. Nuestra Señora reza con los apóstoles en el Cenáculo. La Iglesia es pequeña, joven, débil, camina indecisa entre tantos escollos y peligros. Súbitamente, el Espíritu Santo baja en forma de llama sobre la cabeza venerable de la Reina del Cielo y de la Tierra. Esa llama se divide en doce y flota sobre los Apóstoles. Transportados por el Espíritu Santo, se transforman en otros hombres que, entusiasmados, comienzan a predicar y a enseñar la doctrina del Divino Maestro. Una vez más, la gloria de Dios resplandece. Llega el momento de la Asunción de Nuestra Señora. Cierto día, un sueño ligerísimo se transforma en muerte. Más virginal que nunca, conservando aún todo el esplendor de la juventud dentro de la respetabilidad de la ancianidad, María Santísima pasó por el sueño de los justos, como un lirio que se cogió y se depositó sobre el altar. Sin conocer la corrupción de la tumba, Ella también resucitó y también comenzó a subir a los Cielos, rodeada de ángeles que la glorificaban.
El Cielo, morada eterna de la alegría insondable, de la felicidad y de la gloria inmutables, se hizo aún más paradisíaco cuando Nuestra Señora ingresó allí. Ella, la Medianera de todas las gracias, tomó asiento a los pies del Trono de la Santísima Trinidad y fue coronada por la Trinidad Beatísima. Es el quinto Misterio del Rosario: la gloria de Nuestra Señora en el Cielo. Dos cumbres de suma elevación: una, llena de suavidad, de dulzura, de discreto resplandecimiento de los placeres de alma íntimos y serenos. Otra cumbre, la de las glorias grandes y regias.
Magnitudes trágicas de los Misterios Dolorosos Entre los dos ápices hay, no obstante, un valle profundo… ¡El del dolor! En lo más tenebroso, sanguinolento y negro de ese valle, se yergue un monte magníficamente pequeño, sin embargo el monte más alto de la Tierra: ¡El Calvario! En este Calvario, una cruz. Junto a la cruz, Nuestra Señora. De pie, heroica, vertiendo su llanto de Madre traspasada por la aflicción. Clavado en esa cruz, padeciendo dolores inenarrables, con sufrimientos inimaginables, el Hombre Dios que expira: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonaste…?” ¡Son los Misterios Dolorosos! La Agonía o, como se acostumbra a decir, la Oración de Nuestro Señor Jesucristo en el Huerto de los Olivos. Agonía en griego significa lucha. ¿Por qué lucha? Porque Él sabía que Judas lo estaba vendiendo. Él sabía que [los esbirros de los fariseos y de los sacerdotes] lo vendrían a apresar. Él sabía que su Pasión iría a comenzar en breve. Conocía todos los aspectos morales y físicos de esa Pasión. Medía, punto por punto, todas las ingratitudes, maldades, injurias, frialdades y perversidades que harían contra Él a lo largo de ese camino. Y medía los dolores que todo eso le causaría a su Madre Santísima. Gotas de sangre irrumpen en su faz, se transforman en hilos que le escurren por la barba, empapan su túnica alba y tiñen el piso pedregoso de Getsemaní. Aparece entonces un ángel que le da a beber un cáliz que contiene algo que lo consuela y le confiere fuerzas extraordinarias de alma y de cuerpo. Se recompone completamente y se levanta como un gigante, como un sol, y parte para el supremo sacrificio de la redención. En la agonía, el alma santísima de Nuestro Señor sufrió de modo inenarrable. Y como corolario, a manera de un acto reflejo, ese sufrimiento espiritual ocasionó el sudor de sangre. Pero de sí, el cuerpo sagrado de Jesús aún no había sido alcanzado. Comenzó a serlo en la flagelación. Es el segundo Misterio doloroso. Un contraste pungente entre la mansedumbre, la bondad, la incapacidad voluntaria de defenderse, por un lado; y el odio brutal, estúpido y cruel, por otro. En medio de bofetadas, carcajadas y empujones, Nuestro Señor es atado a la columna. Con azotes tremendos, los verdugos lo comienzan a fustigar furiosamente. Jesús se pone a gemir. Gemidos de dulzura insondable, gemidos armoniosos, salidos de un cuerpo que se contuerce de dolor por la brutalidad del tormento que padecía. ¡Pedazos de carne caen al piso y es carne del Hombre Dios! Su sangre salvadora corre a borbotones.
Después tenemos la Coronación de Espinas. A todo título, divino y humano, Nuestro Señor Jesucristo fue y es verdaderamente Rey. Insensibles a aquella realeza evidente que se irradiaba del Hombre Dios como la luz se irradia del sol, movidos por diversos estados de espíritu, [sus crueles e irreductibles adversarios] resolvieron matarlo. Y para probar que Él no tenía poder, ni sabiduría, ni divinidad, ni realeza, le colocan la corona de espinas sobre la cabeza. ¡Qué padecimientos, no apenas físicos, sino sobre todo morales! Puesto en aquél trono de irrisión, sentado en él con la mansedumbre de un cordero, Jesús tenía, sin embargo, la altivez de un león y la excelsa dignidad de un Rey sentado en su solio regio, como quien dice: “¡Nadie me abatirá, porque Yo soy Yo, soy Hijo de David, pero, sobre todo, soy Hijo de Dios!” Por fin, lo llevan a la muerte. Es el momento de cargar la cruz hasta lo alto del Calvario. Nuestro Señor no sonrió ante el dolor. Cuando su hora llegó, tembló, se perturbó y sudó sangre delante de la perspectiva del sufrimiento. Y en este diluvio de aprehensiones infelizmente demasiado fundamentadas, está la consagración de su heroísmo. Jesús venció los gritos más imperiosos, las imposiciones más fuertes, los pánicos más atroces. Todo se dobló ante la voluntad humana y divina del Verbo Encarnado. Por encima de todo, sobrevoló su determinación inflexible de hacer aquello para lo cual había sido enviado por el Padre. Y cuando llevaba su cruz por la calle de la amargura, una vez más las fuerzas naturales flaquearon. Cayó, porque no tenía fuerzas. Cayó, pero no se dejó caer sino cuando no era posible del todo proseguir el camino. Cayó, pero no retrocedió. Cayó, pero no abandonó la cruz. La mantuvo consigo, como la expresión visible y tangible del propósito de llevarla hasta lo alto del Gólgota. El Gólgota, el monte más alto de la tierra…
Oración de los fuertes y de los batalladores
El Rosario es la oración de los fuertes y la súplica de los batalladores, porque es un conjunto de oraciones de una eficacia tal que hace avanzar el bien y retroceder el mal. Véase, por ejemplo, el episodio de la conversión de los albigenses. La herejía promovida por éstos – cuyo nombre deriva de la ciudad de Albi, en Francia – se difundió más o menos por toda Europa. Durante tres días, solo, Santo Domingo no hizo sino rezar y ayunar, suplicándole a Nuestra Señora que Ella venciese la dureza de alma de los albigenses y los incitase a la conversión. Finalmente, sin alcanzar ninguna respuesta del Cielo, cae desfallecido, elevando a la Santísima Virgen una última oración: “Madre mía, no tengo más fuerzas, pero continúo confiando en Ti. Tú sabrás qué hacer de mis pobres oraciones”. Y continuaba rezando, mientras sus labios pudiesen articular alguna palabra. En ese momento de extrema angustia, Nuestra Señora se le aparece y le revela, de una vez, la grandeza y la magnificencia del Rosario. En seguida anima a Santo Domingo a la lucha contra la herejía. Munido de la poderosa arma que le confió la Madre de Dios, el santo corre a la Catedral y comienza a predicar. El Cielo lo prestigia: primero, las campanas comienzan a tocar por las manos de un ángel; después, rayos y truenos hicieron estremecer al pueblo allí presente.
¡Cómo el temor prepara para el amor! Son dos escaleras que, juntas, conducen al hombre a la unión con Dios. Una, de noble granito, el temor. Otra, de oro, el amor. Deseando la Providencia preparar a aquellas almas endurecidas para amar a Dios en la palabra inflamada de Santo Domingo, les infundió antes el terror de la ira divina. Después, a medida que Santo Domingo hablaba, sucedió lo mismo que cuando Nuestro Señor ordenó que la tempestad amainase. La borrasca cesó y los oyentes comprendieron que la palabra de aquél hombre era poderosa delante de Dios. La Providencia le había conferido el duplo poder de desencadenar y de suspender los castigos, así como también le había dado la fuerza de tomar las almas arrepentidas, trémulas y avergonzadas, y llevarlas al perdón, a la contrición y al amor de Dios. ¿Qué predicó Santo Domingo? Predicó el Rosario. Según la historia de la Iglesia, a partir del momento en que el Rosario se comenzó a difundir, la herejía albigense fue perdiendo terreno, porque había sufrido un golpe irremediable en lo que tenía de más vital. El Rosario representa, así, una magnífica arma de guerra. De esa forma de guerra muy importante en la cual el católico lucha por los intereses de la verdadera Iglesia de Dios y la causa de Nuestra Señora, combate al demonio y a los enemigos de su propia salvación. La práctica del Rosario, por lo tanto, debe ser una característica del católico de todos los tiempos, sobre todo de los que viven en este paganizado siglo XX, en el cual todo conspira contra la virtud y la Fe. Tan eficaz en los días de Santo Domingo, victorioso contra los albigenses, el Rosario lo será aún más contra la impiedad de este fin de milenio. Pues no hay ninguna razón para pensar que perderá su fuerza en una época en que se hace más necesaria.
(Revista Dr. Plinio No. 31, octubre de 2000, p. 6-10, Editora Retornarei Ltda., São Paulo)
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En el episodio de hoy, el Pe. Íñigo Abad y el Hno. Sebastián Cadavid de los Heraldos del Evangelio nos recuerdan la importancia de la Semana Santa. Al final, ¿quién no pensó en vacacionar en ese tiempo, olvidarse del ajetreo urbano y reposar un poco de la monotonía? Sin embargo, es importante dar a estos días el debido valor… ¡Que lo disfrutes!