Alo largo de la Historia, Dios suscita almas especialmente amantes de la Eucaristía que enriquecen el Cuerpo Místico de Cristo con su ejemplo. Sí, porque la Iglesia no es como un museo que tan sólo conserva la excelencia en la cual fue constituida por su divino Fundador, sino una sociedad viva que constantemente da nuevos frutos.
Hace poco más de quinientos años, fulguraba una de esas almas, y no precisamente en el interior de un convento o en el ejercicio de un ministerio eclesiástico. De las filas del laicado, y sin que las pesadas responsabilidades temporales cohibieran su dedicación a la Iglesia, destacó una dama de la nobleza castellana: Teresa Enríquez de Alvarado. ¿Quién fue ella?
En la corte de los Reyes Católicos
Teresa Enríquez de Alvarado nació en 1450. Era prima hermana del rey Fernando el Católico e íntima amiga de la reina Isabel de Castilla. Contrajo matrimonio con don Gutierre de Cárdenas, contador mayor del reino y alcalde mayor de Toledo. Tuvo cinco hijos, de los cuales tres fallecieron siendo aún niños. La familia vivía en la corte, ya que el cargo que ocupaba don Gutierre era de bastante responsabilidad.
Rodeada de riqueza y de lujo, Teresa supo mantenerse en completo desapego de los bienes terrenales. Deseaba servir a Dios, sin escatimar esfuerzos para ello: ordenó la construcción de conventos, hospitales y capillas; ayudó pródigamente a los pobres y a los enfermos; se dedicó a la educación de sus hijos, enseñándoles prácticas de piedad y de caridad.
Sin embargo, elevándose todavía más, fue principalmente la presencia real del Señor en la Eucaristía lo que cautivó su corazón.
Abrasada de amor por la Eucaristía
Desde su infancia, Teresa aprendió de su abuela paterna, mujer virtuosa y seria, la devoción y el respeto que se le ha tener al Santísimo Sacramento. Con el paso de los años, fue creciendo no solamente en estatura, sino sobre todo en un ardiente amor por el Señor en este sublime misterio.
Comulgaba regularmente —en una época en la que no era costumbre hacerlo— y encontraba tiempo, en medio de sus obligaciones de la corte y obras de caridad, para pasar largas horas ante el sagrario. Cuando murió su tercer hijo, Teresa se aferró aún más al Cielo, conformándose con la voluntad de Dios, y al pie del tabernáculo halló consuelo y fuerzas para seguir adelante.
Ella misma molía el trigo y amasaba la harina para la confección de las hostias que después serían consagradas en el altar. Además, fundó cofradías sacramentales que se extendieron por muchos lugares, impulsando notablemente la adoración eucarística.
La finalidad de esas hermandades era promover el esplendor en el culto a Jesús Sacramentado, garantizando el cuidado de los sagrarios, custodias y vasos sagrados, el orden y disposición de los ornamentos sacerdotales y el ajuar del altar, así como la digna organización en el traslado procesional del viático llevado a los enfermos. Las cofradías contaban con personas que verificaban e informaban a la autoridad competente cómo se veneraba la Eucaristía en los distintos lugares, a fin de garantizar que todo fuera realizado con la sacralidad propia a honrar al Pan del Cielo.
Teresa trabajaba para que el culto eucarístico no fuera únicamente un privilegio de los espacios sagrados, sino que tuviera influencia en la vida civil y cotidiana. Instituyó una especie de tendencia nueva, que ganaba fuerza al soplo de la Contrarreforma. De modo que mientras estaban los que se dedicaban a justificar el dogma eucarístico refutando doctrinariamente los errores, ella lo afirmaba en el terreno de las tendencias, poniendo una nota de grandeza, belleza y buen gusto en todo lo que se relacionara con el Santísimo Sacramento.
Abrasada de amor por la Eucaristía, deseaba que Jesús Hostia fuera adorado y respetado, dando a todos ejemplo de fervor. Tan apasionada se mostraba en ese empeño que el Papa Julio II la llamó «la loca del Sacramento», como aún es conocida en España.
Esta noble dama también era una gran devota de Nuestra Señora. Al comienzo de su testamento escribió: «En nombre de la bienaventurada Virgen gloriosa Santa María, […] a quien yo tengo por Señora y por Abogada en todos mis hechos y ahora, con devoto corazón, me ofrezco por su esclava y servidora y le ofrezco mi alma».1
Devoción desinteresada hasta la muerte
Dispuso que el día de su fallecimiento, ocurrido en 1529, los actos fúnebres de su entierro fueran sencillos, prohibió que se hablara sobre ella y mandó que el sermón se hiciera en honor del Santísimo Sacramento, lo cual manifestaba con mayor evidencia que todo cuanto había hecho en esta tierra no había sido más que por un amor puro y desinteresado para con Nuestro Señor en la Eucaristía.
El proceso diocesano de su beatificación ha sido concluido recientemente en la archidiócesis de Toledo, en cuyo territorio está situada Torrijos, localidad donde residió los últimos años de su vida.
Su cuerpo se conserva incorrupto y descansa en el monasterio de las Concepcionistas de esta última ciudad, convirtiéndose este hecho en una prueba para nosotros de cómo una vida recta, devota y compasiva atrae la benevolencia del Creador.
Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón
Se engaña el que piensa: «Es muy fácil llevar a cabo grandes empresas cuando se tiene prestigio social, buenas relaciones y una considerable fortuna». Lo que define el éxito en el emprendimiento de una obra es su elevada finalidad y la virtuosa intención de quien lo realiza y no el entorno o los medios disponibles; éstos contribuyen, ¡y cuánto!, pero no son determinantes. En las cosas de Dios, la gracia divina es lo que más cuenta; los factores humanos son secundarios. En la actualidad, hay mucha gente con poder, influencia y dinero… mas ¡cuán poco se aplica ese capital para la gloria de Dios y el bien del prójimo!
Consciente de que el cristiano ha de ser un fiel reflejo de la vida de Nuestro Señor Jesucristo y de su Madre Santísima, Teresa Enríquez fue un admirable ejemplo de fervor, humildad y caridad desinteresada. Supo depositar su corazón en el tesoro más grande que existe en esta tierra: el humilde Prisionero que se esconde bajo las especies del pan y del vino. ◊
Notas
1 ENRÍQUEZ DE ALVARADO, Teresa. Testamento hológrafo, 30 de marzo de 1528. In: FERNÁNDEZ, Amaya. Teresa Enríquez, la loca del Sacramento. Madrid: BAC, 2001, p. 83.
Cuando la sencillez de los días feriales da paso a los esplendores de las solemnidades litúrgicas, los dones y sentidos del hombre se armonizan en gestos de adoración que permiten al alma impregnarse de lo divino y manifestar, a través de la melodía, su amor al Creador.
Las armónicas voces de un coro bien afinado, acompañadas del órgano o de otros suaves instrumentos, y a veces despuntadas con altaneros toques de trompetas, constituyen una verdadera oración cuando son destinas a la gloria de Dios.
Sin embargo, al oír la pujanza de la música instrumental, los buenos apreciadores del canto llano recordarán —no sin nostalgia— la gravedad monódica del gregoriano cantado a capella. La austeridad de su línea melódica, regida por un ritmo sin compases, parece mucho más propia a hacer sentir la grandeza y elevación del Sagrado Misterio.
Ante esta paradoja, cabe preguntarse cómo los instrumentos se unieron al coro en la liturgia, inaugurando así un nuevo género de música sacra. ¿Cuál es su función? ¿Ayudan, realmente, a acercar el alma a las armonías celestiales?
Los instrumentos musicales en la Iglesia primitiva
Los instrumentos musicales estaban muy presentes en el culto judío, y así lo demuestra el Antiguo Testamento en pasajes como este: «Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de diez cuerdas; cantadle un cántico nuevo, acompañando los vítores con bordones» (Sal 32, 2-3).
La Sagrada Escritura también les atribuye también un efecto curativo y exorcista —fueron los acordes de la cítara de David los que libraron a Saúl del espíritu malo (cf. 1 Sam 16, 16-23) –, mientras que su ausencia era considerada señal inequívoca de desgracias prontas para abatirse sobre el pueblo elegido: «Pondré fin al rumor de tus canciones y no se escuchará más el sonido de tus cítaras» (Ez 26, 13).
«No obstante, esta tradición hebrea relacionada con los instrumentos músicos no pasó a la Iglesia primitiva; por lo menos los escritores apostólicos y los inmediatamente posteriores no aluden a ello en absoluto».1Aunque los cristianos no ignoraban tal costumbre, su asimilación en el culto divino fue repudiada.
Ciertos autores afirman que se dejó de usarlos como medida de prudencia, para no llamar la atención sobre los lugares de culto en tiempos de persecución. Pero al parecer el principal motivo para rechazarlos fue su uso en los cultos idolátricos y fiestas paganas: «Probablemente fueron desterrados del templo por su carácter profano, sensual y clamoroso»2, declara Mons. Mario Righetti en su célebre Historia de la liturgia.
Clemente de Alejandría defendía que, para glorificar a Dios, les bastaba a los cristianos un instrumento, la Palabra, portadora de paz.3 Se veía «en la homofonía del canto sagrado una imagen y un paralelismo de la armonía del universo y de las esferas celestiales»4, mientras que la heterofonía entre el canto y los instrumentos era considerada como algo contrario a la unidad de la comunidad cristiana.
Se estableció así en los comienzos de la cristiandad una separación irreconciliable entre el canto sacro y las melodías instrumentales. Quizá esa dicotomía tuviera su origen en un soplo divino, que frenaba los impulsos desequilibrados de la música profana para hacer nacer y llegar a su esplendor el canto gregoriano, cuyos neumas componen melodías serenas y llenas de paz.
Solamente le fue digno al órgano acompañar las oraciones de la Iglesia a partir del siglo VII,5ya que «tan particularmente se acomoda a los cánticos y ritos sagrados, comunica un notable esplendor y una particular magnificencia a las ceremonias de la Iglesia, conmueve las almas de los fieles con la grandiosidad y dulzura de sus sonidos, llena las almas de una alegría casi celestial y las eleva con vehemencia hacia Dios y los bienes sobrenaturales»6.
Dos caminos paralelos
El sólido imperio establecido por el gregoriano en la música sacra se vio amenazado, a partir del siglo XI, por la ola de trovadores que emergió en Europa, generando profundos cambios en la mentalidad humana.7
No mucho tiempo después, «las imágenes de los santos se desvanecían ante los combates y el culto marial dio paso al “amor cortés”. Poco a poco el latín fue abandonado en provecho de la lengua vernácula, accesible a todos. La poesía y la música conquistaron una nueva popularidad que le faltaba inevitablemente al canto eclesiástico latino».8
Nacidos en la misma cuna que las canciones profanas, los instrumentos musicales se desarrollaron y perfeccionaron, envueltos en brazos mundanos. Empezaron a brillar en las fiestas, alegrando con sus melodías la vanidad sentimental presente en torneos y diversiones populares.
Con mayor razón aún, lejos se veía de que sonaran en los templos…
La polifonía sacra y los oratorios
Mientras, la historia del canto sacro seguía su curso. De la monodia gregoriana se pasó al contrapunto y a la diversidad de líneas melódicas. En el siglo XVI, bellezas inefables eran alcanzadas por compositores como Tomás Luis de Victoria y Giovanni Pierluigi da Palestrina, cuyo espíritu profundo y recogido salvó la polifonía sacra de las exageraciones a que estaba expuesta.
También fue en esa época cuando «a las voces de los cantores y al órgano se unió el sonido de otros instrumentos musicales».9 La severa separación mantenida durante siglos empezó a diluirse. Surgen pequeños conjuntos de instrumentos que, principalmente, tocaban al unísono con las voces y después pasaron a tener una parte propia en el acompañamiento.10
Sin embargo, si el canto había penetrado a fondo en el corazón del hombre auxiliándolo a expresar sus sentimientos religiosos, los instrumentos no eran aún capaces de reflejar por sí mismos los dinamismos del alma humana. Al principio, «no hablaron un lenguaje, sino que balbucearon imitaciones retóricas de la música vocal, tanto la austera y pura de la Iglesia como la alegre y desenfadada de las canciones populares»11.
La presencia de los instrumentos en la música sacra se volvió mucho mayor al iniciarse la época de los oratorios. Heinrich Schütz (1585-1672), considerado un compositor de transición entre la polifonía y los oratorios, supo magistralmente unir a las voces todos los recursos orquestales de los que disponía, prenunciando el apogeo del nuevo género musical que se dio con las inspiraciones de Georg Friedrich Händel (1685-1759).
Aunque este último no destinara sus obras al culto divino, sino a presentaciones de carácter religioso en ambientes profanos, no por eso podemos dejar de reconocer en muchas de sus composiciones la genialidad en poner en música la Palabra de Dios, que le valió el título de «compositor de las Escrituras»12. Su obra maestra, el Messias, es una buena muestra de ello.
En busca de un sabio equilibrio
Como ya acompañaban no sólo la voz de los hombres, sino también, en los oratorios, la palabra de Dios, los instrumentos musicales paulatinamente fueron pasando del teatro al templo, y ganando por fin ciudadanía en la Jerusalén celestial. A mediados del siglo XVIII, el Papa Benedicto XIV corroboró que ellos sustentaran el canto litúrgico.13
Pero no todo en el arte musical sacro marchaba en equilibrio, pues durante el siglo XIX la música de orquesta dio ocasión a abusos dentro de los templos, haciendo de la iglesia una continuación del teatro, comprometiendo el carácter sobrio y tranquilo de la oración litúrgica y poniendo en riesgo la integridad del canto eclesiástico.14
Ahora bien, el abuso no quita el uso. Para remediar este mal, la justa prudencia de San Pío X instó a que la elección de los instrumentos, especialmente los de viento, fuera limitada, juiciosa y proporcionada al ambiente y la composición escrita en estilo grave, conveniente y en todo parecida a la del órgano,15 pues hay modos más propios al culto sagrado y otros menos. Por otra parte, «como el canto debe dominar siempre, el órgano y los demás instrumentos deben sostenerlo sencillamente y no oprimirlo».16
Pío XII reforzó la necesidad de ese equilibrio enseñando que «además del órgano, hay otros instrumentos que pueden ayudar eficazmente a conseguir el elevado fin de la música sagrada, con tal que nada tengan de profano, estridente o estrepitoso que desdiga de la función sagrada o de la seriedad del lugar».17
La música sacra post conciliar
El siglo XX fue testigo de profundos cambios en el campo de la cultura, y la música sacra infelizmente no estuvo inmune a ellas.
En su documento dedicado a la liturgia, el Concilio Vaticano II reitera la admisión de otros instrumentos musicales, además del órgano, en el culto divino18 e incentiva también el canto popular religioso, «de modo que en los ejercicios piadosos y sagrados y en las mismas acciones litúrgicas resuenen las voces de los fieles».19 Pero salvaguarda la integridad del gregoriano como «canto propio de la liturgia romana».20
No hay, pues, ninguna novedad en relación con el magisterio precedente. Sin embargo, el panorama de la música sacra cambió radicalmente en el período post conciliar: «Principalmente en los veinte primeros años de la reforma, presenciamos una desmedida incorporación de melodías del ámbito profano, o mejor, del ámbito religioso o catequético al templo. […] El criterio que prevalecía no era otro además del hecho de ser una melodía pegadiza, rítmica, viva y que el pueblo participa».21
Analizando con sabiduría los excesos ocurridos en esa época, que aún contaminan ampliamente muchas celebraciones litúrgicas, Benedicto XVI recuerda que en la música sacra es necesario conservar siempre «el sentido de la oración, de la dignidad y de la belleza; la plena adhesión a los textos y a los gestos litúrgicos; la participación de la asamblea y, por tanto, la legítima adaptación a la cultura local, conservando al mismo tiempo la universalidad del lenguaje».22
Esos importantes criterios, «que hay que considerar atentamente también hoy», no contradicen, sino que refuerzan «la primacía del canto gregoriano, como modelo supremo de música sacra, y la sabia valoración de las demás formas expresivas, que forman parte del patrimonio histórico-litúrgico de la Iglesia».23
Rico, profundo y armónico acto de alabanza
Finalmente, dejemos de lado las consideraciones sobre los instrumentos musicales en la historia de los hombres y pasemos a analizarlos desde el punto de vista del Creador.
«La música instrumental contribuye, de una manera excepcionalmente eficaz, a crear el ambiente adecuado, a su momento festivo o recogido»,24 comenta un autor contemporáneo. Proporciona al alma el estado propio para elevarse a Dios, pues una gran orquesta que resuena en oración en el interior del templo bien puede simbolizar el alma de la Iglesia que rinde al Creador un rico, profundo y armónico acto de alabanza.
En un conjunto musical existen instrumentos de cuerda y de viento. En estos, además hay una diferencia muy marcada entre los de madera y los de metal. Y si la armonía del conjunto es siempre mejor que las partes, cómo es hermoso, no obstante, oír cada instrumento por separado, sintiendo la singularidad de los timbres y resonancias expresando diferentes estados de alma.
Si un inspirado compositor se pusiera a poner en música la gesta de Elías, el profeta, ciertamente utilizaría la suave nobleza de la madera para cantar el susurro de la suave brisa que precedió su encuentro con Dios (cf. 1 Re 19, 12-13). Si, por el contrario, deseara poner en música el fuego del Señor que devoró la leña, las piedras, el polvo, el agua y la víctima en el altar del monte Carmelo (cf. 1 Re 18, 38), sin duda emplearía los instrumentos de metal, que suenan como manifestación de la implacable justicia divina. Por otra parte, sólo las cuerdas serían capaces de expresar la profundidad del afecto recíproco entre Elías y Eliseo cuando el carro de fuego arrebató al maestro del discípulo (cf. 2 Re 2, 11-12).
Sin embargo, cuando Dios habla, solamente el órgano es digno de acompañarlo. Reuniendo en sí la sencillez y la variedad, este grandioso instrumento forma un equilibrado, sublime y perfecto conjunto de los más variados timbres y sonidos.
Lenguaje que todos puedan entender
Así contemplada, la música instrumental constituye una forma de oración que toca el fondo de las almas a través de un lenguaje sin palabras que todos los hombres son capaces de entender.
«Lamentablemente», comenta el Papa Benedicto XVI, «después de los sucesos de la torre de Babel las lenguas nos separan, crean barreras. Pero en esta hora hemos visto y oído que existe una parte intacta del mundo, incluso después de la torre y de la soberbia de Babel, y es la música: el lenguaje que todos podemos entender, porque toca el corazón de todos nosotros».25
La glorificación de las perfecciones divinas por medio de la música «nos da la garantía no sólo de que la bondad y la belleza de la creación de Dios no se han destruido, sino que estamos llamados y somos capaces de trabajar por el bien y la belleza, y son también una promesa de que llegará el mundo futuro, de que Dios vence, de que la belleza y la bondad vencen».26◊
Notas
1 RIGHETTI, Mario. Historia de la liturgia. Madrid: BAC, 1955, v. I, p. 630.
5 Tradicionalmente se le atribuye al Papa San Vitaliano, cuyo pontificado se extendió del 657 al 672, la introducción del órgano en el culto litúrgico.
Tratando de explicar lo profundo de mi devoción a la Santísima Virgen encontré recientemente una figura que, aunque muy simple, expresa con exactitud mi pensamiento.
Imaginemos un poliedro bien construido. Si sus caras son triangulares, al mirar una de ellas en cierto modo se ven las demás, pues todas tienen la forma de un triángulo.
Es lo que sucede con la Madre de Dios, cuya perfección es supereminente y a quien la Iglesia le dedica el culto de hiperdulía. Al considerar alguna de sus altísimas cualidades se percibe que posee igualmente en grado elevado todas las otras virtudes de las que una criatura humana es capaz. Conocida, por ejemplo, su fe, se entiende su esperanza y su caridad. Viendo un lado del poliedro se intuye cómo son todos los demás, con sus dimensiones.
Si, conforme a la geometría, el poliedro no es exactamente así, esta figura sirve al menos como metáfora.
La compasión de Nuestra Señora
Ante todo, lo que más me tocó de Nuestra Señora no fue tanto su santidad virginal y regia, sino la compasión con la que mira a quien no es santo, atendiéndolo con pena y solícita en dar; en suma, una misericordia que tiene las mismas dimensiones que las otras cualidades.
Es decir, una misericordia inagotable, clementísima, pacientísima, pronta para ayudar en cualquier momento, de modo inimaginable, sin ni siquiera tener un suspiro de cansancio, de extenuación, de impaciencia. Está siempre dispuesta no sólo a repetir su bondad, sino a superarse a sí misma, de manera que una vez practicada esa misericordia, incluso mal correspondida, viene otra mayor. Nuestros abismos, por así decirlo, van atrayendo su luz. Y mientras más huimos de Ella, más se prolongan e iluminan las gracias que Ella nos obtiene.
¿Cómo percibí esto?
«Una mirada que me dejó tranquilo para toda la vida»
Cuando de pequeño fui a la iglesia del Corazón de Jesús y me encontré por primera vez con la imagen de María Auxiliadora, no es que hubiera sido favorecido con alguna visión, éxtasis o revelación, sino que me sentía tocado, como si la imagen me mirara, y tuve un conocimiento como muy personal de esa bondad insondable que me envolvía totalmente. Si hubiera querido huir o renegar, Ella me habría sujetado con afecto y dicho: «Hijo mío, vuelve. Aquí estoy yo». Y eso me hizo entender la profundidad de esa misericordia.
Lo primero es que me quedé tranquilo para toda la vida. De hecho, por muy grandes que sean las dificultades, si estamos envueltos por esa misericordia, podemos descansar; porque cuando alguien no es brutalmente insensible y se dirige a la Virgen María, Ella acaba arreglándolo todo.
Por muy grandes que sean las dificultades, si estamos envueltos por esa misericordia de Nuestra Señora podemos descansar
Y, fíjense bien, una de las cosas que más me admiraron —en la indefinición de mi mentalidad de niño, lo tenía muy claro— fue entender que eso no consistía en ser un privilegio para mí, sino que era una actitud suya en relación con cualquier hombre. Con todas las personas que existieron y existen, con todos los pecadores que están en las calles, en las casas, en los tranvías, en los automóviles, con todos Ella es así. Muchos, no obstante, la rechazan.
Cuando veo a alguien nervioso y con problemas, tengo mucha pena de él y me pregunto: «¿Por qué no puedo comunicarle una mirada como la que recibí de Nuestra Señora? Se quedaría tranquilo para toda la vida».
No logro expresar enteramente en qué consistió esa gracia. Cuando rezo la parte del Magníficat que dice: «et misericordia eius a progenie in progenies timentibus eum – y cuya misericordia [la del Todopoderoso] se extiende de generación en generación sobre los que le temen», siempre pienso: «Bien es verdad esto; pero es así por intermedio de María Santísima. Ella es la misericordia insaciable, que no acaba, sino que se multiplica solícita, bondadosa, tomando nuestra dimensión y, por compasión, haciéndose más pequeña que nosotros para acogernos».
Misericordia, pureza, fortaleza y sabiduría
Al considerar esa misericordia nos viene la idea de la virginidad de María Santísima, porque esas nociones, por así decirlo, están contenidas unas en otras. Conocida la misericordia, se conoce la pureza; he ahí nuevamente la figura del poliedro. Ella es pura, con un grado de pureza indecible. Cualquier castidad que se pueda concebir no se compara a su pureza, toda ella hecha no sólo de ausencia de cualquier propensión hacia el mal, sino de una efusión de alma directa y exclusivamente dirigida a Dios, sin compromiso con nada ni nadie más, un completo arrebato, de una fuerza, una integridad, un deseo de lo absoluto que no se puede medir. La pureza de Nuestra Señora, comparada a la de otras personas, es como la blancura de la nieve en relación con el carbón.
Comparada a la de otras personas, la pureza de la Virgen Santísima es como la blancura de la nieve en relación con el carbón
Y, desde la perspectiva en la que me pongo, la pureza lleva consigo la idea de la fortaleza, la cual no significa que nada se rompe. Se trata de algo diferente: ante lo que la Madre de Dios, en su pureza, decidió, el resto del mundo se curva por la fuerza de su voluntad; es un ímpetu, una resolución, una ausencia de posibilidad de resistencia de cualquier persona o cosa que sea, una soberanía, un dominio en una tal dimensión que no hay palabras humanas para expresarla. Hoy se habla de obuses y otras armas. En realidad, son simples cacharros inofensivos y ridículos en comparación con un acto de voluntad, una preferencia de la Santísima Virgen.
A su vez, esa fortaleza, misericordia y pureza conllevan una idea de su sabiduría lúcida, adamantina, dispositiva de todas las cosas, sin jamás llegar a tener dudas sino solamente certezas. O sea, Ella conoce todas las cosas, así como sus interrelaciones y penetra hasta las entrañas de todo ser. ¡El universo es tan grande! Por el hecho de que Nuestra Señora comprende el orden del universo y su punto culminante, una vez más vislumbramos cuál es la inmensidad de su pureza, fortaleza y misericordia.
Esas son las virtudes que, de momento, más me llaman la atención cuando me acuerdo de la mirada de la imagen de María Auxiliadora de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús.
«Madre mía, soy vuestro»
Podrían preguntarme: «Usted recibió esa mirada siendo un niño, con once, doce años; pero ¿nunca más le ocurrió algo similar?».
Esa gracia me fue dada de tal manera que permaneció como un sol para toda la vida. El hecho parece que hubiera sucedido ayer. Es como si la Santísima Virgen me dijera: «Hijo mío, yo te quiero». Y yo le declarara: «Madre mía, soy vuestro».
La Santísima Virgen me dijo: «Hijo mío, yo te quiero». Y yo le declaré: «Madre mía, soy vuestro».
Si alguien me interroga dónde coloco en esas consideraciones a Nuestro Señor Jesucristo yo le contesto: «¡En todo!». Esa es la idea que San Luis María Grignion de Montfort desarrolla mucho: Nuestra Señora es el claustro, el oratorio, el tabernáculo sagrado donde está el Redentor, y cuando más cercanos estemos de Ella, mucho más lo estaremos de su divino Hijo.
Imaginen a Nuestra Señora durante el período en que, en su cuerpo virginal, se estaba formando el Niño Jesús, por acción del Espíritu Santo, y que alguien quisiera adorar al Mesías abstrayéndose de Ella. Sería una estupidez, no tendría sentido.
Sé que estaré más unido a Nuestro Señor cuanto más unido esté a María Santísima. Naturalmente, de ahí procede que mi devoción a Él pasa por Ella. Creo que incluso en las ocasiones de mayor cansancio —al menos eso espero—, cuando hago una referencia a la adoración debida a Nuestro Señor, enseguida hablo de su Madre virginal. Es sistemático.
Dirán: “Muchas veces usted habla sobre Ella sin referirse a Él”. Sí, porque Él es infinitamente mayor que Ella. Así, hablando de Ella, Él está implícitamente contenido. Pero, al tratar acerca de Él, Ella no está implícitamente contenida. Por eso, quieran o no quieran, les guste o no, si Nuestra Señora me ayuda, lo haré hasta la muerte.
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de la revista “Dr. Plinio”. São Paulo, Año XIII. N.º 142 (ene, 2010); pp. 20-25.
María Auxilio de los Cristianos: hasta parece un pleonasmo. Sí, porque aquello que Nuestra Señora más se dispone a hacer es ayudar. Atrás de la invocación del nombre de María siempre viene implícita la certeza de que la súplica será atendida. Sabemos que ella auxilia a los Cristianos. Y ese auxilio Ella lo ofrece como Reina, usando su omnipotencia suplicante y como Madre, siempre deseando amorosamente lo que hay de mejor para sus hijos.
Auxiliadora de los cristianos
Auxiliadora de los Cristianos, es un título más que fue agregado a aquellos que Nuestra Señora ya tenía en las oraciones de los fieles.
Él honra, alaba, glorifica y fue instituido para comprobar las innúmeras virtudes de María y la plenitud de gracias con que fue favorecida.
Esta invocación mariana encuentra sus raíces en el año 1571, cuando Selim I, emperador de los turcos, después de conquistar varias islas del Mediterráneo, lanzó su mirada de codicia sobre Europa.
Delante de la inercia de las naciones cristianas, el Papa San Pío V resolvió organizar una poderosa escuadra para salvar a los cristianos de la esclavitud musulmana. Y para eso invocó el auxilio de la Virgen María. Don Juan de Austria fue quien comandó las tropas cristianas.
El Papa había enviado al Príncipe un estandarte bordado con la imagen de Jesús crucificado y la recomendación de que pidiesen la protección, el auxilio de Nuestra Señora. La preparación de los soldados para la batalla consistió en tres días de ayunos, oraciones, recitación del rosario y procesiones, suplicando a Dios la gracia de la victoria. El enemigo era superior en número. Después de recibir la Santa Comunión, partieron todos para la batalla.
El día 7 de octubre de 1571, invocando el nombre de María, Auxilio de los Cristianos, los combatientes católicos trabaron dura y decisiva batalla en las aguas de la región denominada Lepanto. Después de horas de violentos combates cuando, en varios momentos, la derrota parecía inminente, vino la victoria…
Fue una victoria obtenida en una atmósfera cargada de religiosidad. Los gritos de «Viva María» eran escuchados con tanto fervor e intensidad que cubrían los gritos de guerra de los enemigos y ocultaban los ruidos de las olas del mar. Narran las crónicas de los derrotados que una hermosa señora fue vista en el cielo y que su mirada fulminante esparcía pánico entre ellos y alimentaba el ánimo y disposición de lucha de los cristianos.
Era Nuestra Señora auxiliando a los cristianos.
A partir de ahí el Papa agregó en la letanía de Nuestra Señora la invocación: Auxiliadora de los Cristianos. Con eso él quería demostrar su gratitud por la victoria obtenida. Una victoria alcanzada gracias al auxilio e intercesión de Nuestra Señora, en un momento difícil, en una hora en que el mundo cristiano necesitaba mucho de ese auxilio.
Fue ahí entonces que nació y fue oficialmente instituida por la Iglesia esa linda invocación que… parece pleonástica.
La fecha de la conmemoración
¿Cuándo debería ser la conmemoración de la invocación de Nuestra Señora Auxiliadora de los Cristianos? Como vimos, la invocación «Auxilio de los Cristianos», surgió en el año 1571, por ocasión de la Batalla de Lepanto. El día de la fiesta de María Auxiliadora solo fue definida mucho más tarde, en el año 1816, por el Papa Pío VII para perpetuar el recuerdo de otro hecho que certifica la intercesión de la Santa Madre de Dios.
El Papa había negado la anulación del casamiento del hermano de Napoleón I, Emperador de Francia. Esto sirvió de pretexto para que el Emperador invadiese los Estados Pontificios y ocupase Roma. Napoleón fue excomulgado por el Papa. Para vengarse, él secuestró y llevó preso a Francia al Vicario de Cristo que, en el cautiverio, pasó por humillaciones y vergüenzas de todo orden, por cinco años.
Todavía en la prisión, movido por ardiente fe, el Papa recurrió a la intercesión de María Santísima, prometiendo coronar solemnemente la imagen de Nuestra Señora de Savona luego que fuese liberado.
Fue entonces que Nuestra Señora actuó: el clamor del mundo católico forzó a Napoleón a ceder. El Papa fue liberado inmediatamente y él fue a cumplir la promesa hecha.
En el día 24 de mayo de 1814, Pío VII entró solemnemente a Roma. Recuperó su poder, los bienes eclesiásticos fueron restituidos y Napoleón fue obligado a firmar la abdicación en el mismo palacio donde había aprisionado al Santo Padre. En agradecimiento a la Santa Madre de Dios, el Papa Pío VII creó la fiesta de Nuestra Señora Auxiliadora, fijándola en el día de su entrada triunfal a Roma.
“Recen el Rosario todos los días para alcanzar la paz” (Palabras de la Virgen María en Fátima, 1917)Este pedido maternal de la Virgen de Fátima hecho hace 100 años es para nosotros, hoy. Está en nuestras manos la paz o la guerra. Basta empuñar el rosario. Si los católicos tuvieran conciencia de la fuerza de la oración la situación del mundo cambiaría.
En Fátima, en 1917, la Virgen advirtió: “Si hacen lo que yo les diga tendrán paz […] Sino [Rusia] esparcirá sus errores por el mundo promoviendo guerras y persecuciones a la Iglesia”. (Fátima, 13/7/1917)El Hno. José Antonio Domínguez de los Heraldos del Evangelio México nos invita a reflexionar el día de hoy sobre este mensaje tan actual y profundo. ¡Acompáñanos!