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  • La Paz de Cristo y la paz del mundo

    La Paz de Cristo y la paz del mundo

    Preguntémosles a los hombres de nuestros días qué es lo que más anhelan para sí y para el mundo y la mayoría ciertamente responderá: ¡la paz! San Agustín afirmaba que «es un bien tan noble, que aun entre las cosas mortales y terrenas no hay nada más grato al oído, ni más dulce al deseo, ni superior en excelencia».1

    Sin embargo, principalmente en el último siglo, el deseo de paz aumentó tanto que ha adquirido expresiones diversas.

    Un bien anhelado, pero no alcanzado

    Las dos guerras mundiales dejaron profundas secuelas en la humanidad, debido a su violencia y su capacidad de destrucción. Como si no fuera suficiente, acabada en 1945 la más terrible de ellas, el comunismo soviético siguió amedrentando a muchos de los pueblos eslavos y orientales y el mundo fue testigo de nuevas acometidas bélicas, sobre todo, en Asia y en África.

    Soldados británicos en 1916, tras la batalla del Somme (Francia)

    Durante el período conocido como Guerra Fría, pese a la aparente ausencia de un enfrentamiento formal, Estados Unidos y la Unión Soviética se enzarzaron en una carrera armamentística que apuntaba, tarde o temprano, a un conflicto nuclear de drásticas dimensiones. Algo similar sucedió en los umbrales del tercer milenio, con la aparición del terrorismo a gran escala.

    No asombra, por tanto, que el ideal de paz aflorara como objetivo a ser alcanzado entre los hombres, cansados de sangre, muerte y destrucción. ¿Qué respuesta podría dar el mundo a tales calamidades? Tratados, acuerdos entre Estados y reuniones con las grandes potencias fueron llevados a cabo, y continúan realizándose, con el compromiso de preservar la paz.

    Tales esfuerzos trajeron, además de alentadoras promesas, un crucial interrogante: ¿Se lograría los resultados esperados? ¿O serían vanas tentativas de materializar una quimera? No mucho tiempo después del inicio de esos hechos, personas como el conceptuado teólogo dominico Victorino Rodríguez darían una respuesta negativa a tales preguntas: «La ONU se constituyó para garantizar la paz entre las naciones. El año 1986 fue proclamado Año Internacional de la Paz. Pero no se logra la deseada paz; ni la paz mesiánica donde germinó el Evangelio, ni la paz octaviana donde se desarrolló el Derecho; ni cuando el poder disuasorio de la defensa nuclear bastaría para que los hombres dejasen de hacer o fomentar la guerra».2

    Tamaña era la preocupación mundial que hasta nuevos significados le dieron a la paz, alejados del verdadero. En la década de 1960, por ejemplo, en el movimiento hippie resonaba su consigna más conocida: «Paz y amor». Hábilmente manipulado, dicho eslogan llevaba a pensar que su realización consistía en la pura ausencia de guerra y en la plena satisfacción de los placeres carnales.

    Ante ese cuadro, cabe preguntarse: a fin de cuentas, ¿cómo se entiende la verdadera concordia? ¿Cómo conquistarla? Dios, nuestro Señor, dijo: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo» (Jn 14, 27). ¿Qué paz es la que Cristo nos concede y que el mundo no nos la puede ofrecer?

    Paz, tranquilidad y orden

    San Agustín define la paz como «la tranquilidad del orden».3 Estos dos elementos se combinan muy estrechamente. De hecho, ambos están de tal manera vinculados entre sí que son prácticamente inseparables; si se disocian, tienden a convertirse en una caricatura de ellos mismos.

    San Agustín de Hipona – Iglesia de San Marcial, Angoulême (Francia)

    El orden es la recta disposición de las cosas de acuerdo con su naturaleza y fin. Una imagen de este principio la encontramos en la rica y compleja organización del cuerpo humano. En él todos los sistemas poseen una finalidad, según los órganos que los componen; éstos, a su vez, dependen del buen funcionamiento de los tejidos y las células. Luego decimos que el cuerpo está ordenado porque sus partes cumplen una función y una finalidad, que concurren al bien del conjunto.

    El orden debe favorecer la tranquila libertad de las partes. Por ejemplo, en una nación en la cual sus ciudadanos son vigilados constantemente y donde el cumplimiento de la ley se produce bajo la sombra del miedo, existe un orden violento y, por eso mismo, inestable. No engendra paz, pues le falta la tranquilidad.

    La verdadera tranquilidad puede ser definida como la quietud y sosiego del ente que se complace en la situación en la que está, no por indolencia, comodismo o enquistamiento, sino porque cumple en ella su finalidad. Es lo que ocurre con la inteligencia cuando conoce la verdad o con la voluntad cuando posee el bien; o incluso con un niño que está en brazos de su madre, pues «sabe» que el cuidado materno suple sus necesidades.

    Para que haya genuina paz, la tranquilidad debe proceder del verdadero orden. No sorprende que San Agustín definiera la paz como la tranquilidad del orden. De lo contrario, se busca la tranquilidad en función de sí mismo y, a menudo, se encuentra la tranquilidad en el desorden.4 Se trata de una seguridad espuria, una tranquilidad engañosa, la falsa paz de la que hablan las Escrituras: la de los pecadores empedernidos que ya no sienten la picadura de los remordimientos (cf. Sal 72, 4-9) y proclaman: «“¡Paz, paz!”, cuando no hay paz» (Jer 6, 14). Ese es el ilusorio sosiego que reina, por ejemplo, en una familia en la que los padres ceden ante todos los caprichos de su hijo bajo el falaz pretexto de que así podrán «tener un poco de paz»5 o bien la pseudo­paz de un pantano, como ejemplifica elocuentemente el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, donde, en medio de la aparente quietud del agua estancada y podrida, regurgitan toda clase de organismos deletéreos.

    La verdadera paz es fruto del Espíritu Santo

    La paz auténtica —y, por tanto, cristiana— sólo se puede entender a la luz de la divina Revelación. La Santa Iglesia siempre ha recordado la existencia de los frutos del Espíritu Santo, mencionados por San Pablo en la Carta a los gálatas: «En cambio, el fruto del Espíritu es: caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, mansedumbre, dominio de sí» (Gál 5, 22-23).

    El Espíritu Santo – Basílica de la Virgen de los Desamparados, Valencia (España)

    Al favorecer al alma bautizada con las virtudes infusas y los dones sobrenaturales, Dios espera de ella obras dignas del Cielo, lo cual solamente es posible con el auxilio del Paráclito. A medida que el bautizado se deja modelar por Él, entonces «se dice que la operación del hombre es fruto del Espíritu Santo».6

    En teología se emplea ese término por analogía con la naturaleza. Así como el fruto de un árbol es lo mejor y lo más placentero que éste produce, del mismo modo los frutos del Espíritu Santo son actos humanos que proceden del influjo divino y trae consigo cierto delite.7

    Entre tales frutos, el Apóstol enumera la paz, precedida, no obstante, de la caridad y de la alegría. ¿Qué razón hay en esta secuencia?

    Frutos de los que procede la paz

    La caridad es la más importante de las virtudes y el primero de los frutos, «fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino».8 Lejos de ser un mero sentimiento, implica la ordenación del hombre hacia Dios, en una actitud de sumisión filial y obediencia dócil, conforme enseña el Señor: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14, 15).

    A la caridad le sucede la alegría, pues, según el Doctor Angélico, «el gozo lo causa la presencia del bien amado, o también el hecho de que ese bien amado está en posesión del bien que le corresponde y lo conserva».9 En cambio, San Juan afirma en su primera epístola: «Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (4, 16). Por la caridad el Señor se hace presente en quien lo ama, concediéndole así la posesión del mayor de los bienes. Por consiguiente, el gozo espiritual, fruto del Espíritu Santo, fluye naturalmente del amor a Dios.

    Sólo alcanzaremos la alegría perfecta en el Cielo, donde «será plena la fruición de Dios, en la cual obtendrá también el hombre lo que hubiera deseado, incluso de los demás bienes».10 Sin embargo, en esta vida la felicidad que viene del Espíritu Santo le da al bautizado un preludio del gozo eterno. Y cuando la alegría es plena —en la medida en que es posible en esta tierra— entonces se obtiene la paz, por dos razones.

    Solamente en Dios el corazón humano encuentra descanso

    En primer lugar, porque la paz supone «el descanso de la voluntad en la posesión estable del bien deseado».11 De hecho, quien está insatisfecho con el objeto que lo hace feliz no tiene gozo completo y de ese descontento sobreviene la inquietud interior.

    Es natural que el hombre tenga deseos y en esta vida jamás nos veremos libres de ellos. La experiencia cotidiana nos muestra que el ser humano nunca está satisfecho con lo que tiene, ya sea en relación con el dinero, con la salud física o con el placer; situación que lo coloca ante un dilema: o ir siempre en busca de más bienes terrenales, con la ilusión de encontrarlo, o amar al único Ser —eterno e infinitamente bueno— capaz de complacer en plenitud todos sus anhelos.

    Es lo que expresa la consagrada frase de San Agustín: «Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».12 Isaías ya les aconsejaba a los suyos al respecto, dirigiéndoles las siguientes palabras de parte de Dios: «¿Por qué gastar dinero en lo que no alimenta y el salario en lo que no da hartura? Escuchadme atentos y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos. Inclinad vuestro oído, venid a mí» (Is 55, 2-3).

    Que nada turbe vuestros corazones

    Además, la paz que resulta de la caridad y de la alegría exige «la ausencia de agitación»,13 pues no podemos disfrutar adecuadamente de un bien si las perturbaciones, tanto internas como externas, nos incomodan.

    La vida del hombre sobre la tierra, todos lo sabemos, es una lucha constante, cuyo embate principal ocurre en nuestro interior. Las pasiones nos hacen guerra y, a menudo, no practicamos el bien que deseamos, sino el mal hacia el cual nos sentimos arrastrados. Por otra parte, en nuestro sagrario interior, Dios se hace presente por la gracia y nos advierte por la voz de la conciencia. Las leyes del espíritu y de la carne pelean en este campo de batalla que somos nosotros.

    A ese combate se le suman las enfermedades, las adversidades, los desentendimientos y toda clase de peligros. En consecuencia, con facilidad surgen en nuestro interior aquellos sentimientos tan comunes a los hombres cuando no reaccionan convenientemente a los infortunios: cansancio, hastío, desánimo, tedio, depresión e inquietud…

    No obstante, las disposiciones del alma enteramente entregada a la acción del Espíritu Santo son otras. Quien ama exclusivamente a Dios no se perturba por nada, pues, como San Pablo, todo lo considera basura ante el bien supremo de ganar a Cristo y ser hallado en Él (cf. Flp 3, 8-9). Y, en ese mismo sentido, canta el salmista: «Mucha paz tienen los que aman tu ley, y nada los hace tropezar» (118, 165). Nada puede turbar la seguridad de quien sabe que está con el Todopoderoso: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rom 8, 31).

    Objetivo imposible sin la gracia divina

    Introducido en el orden sobrenatural, elevado a la participación en la naturaleza divina y hecho templo de la Santísima Trinidad, el bautizado debe vivir según lo que esta condición le pide. Ahora bien, esto es imposible sin la gracia de Dios.

    La ordenación interna del bautizado está en llevar una vida recta e íntegra, mediante la asistencia de los sacramentos, la oración y las buenas obras. Cuando el hombre peca y pierde la gracia santificante, establece para sí un fin ruin, distinto de aquel para el cual Dios lo destinó. Obviamente, en ese camino no encontrará paz, sino frustración y remordimiento.

    De donde concluye el Doctor Angélico que «sin gracia santificante no puede haber paz verdadera, sino sólo aparente»,14 pues la gracia conlleva la amistad con Dios.

    El corazón del malvado y la paz del justo

    Las Escrituras ilustran bien esta verdad, al mostrar que no hay paz para los que están fuera de la gracia de Dios y violan sus mandamientos.

    Mar tempestuoso en Porthcawl (Gales). En el destacado, Cristo bendiciendo – Catedral de Barcelona (España)

    El profeta Isaías describe con elocuencia la perturbación de los que desprecian al Señor: «Los malvados son como el mar borrascoso, que no puede calmarse: sus aguas remueven cieno y lodo» (57, 20). El malvado, porque se hace enemigo del Creador, no puede disfrutar de la verdadera paz. Sus pensamientos son como un «mar borrascoso», en donde se maquina la traición, el error y la infamia. En su corazón, sucio por la maldad de sus crímenes, «se remueven cieno y lodo». El propio Señor de los ejércitos es categórico cuando afirma que para ellos «no hay paz» (cf. Is 48, 22).

    Por su parte, el justo disfruta de verdadera paz incluso en medio de tormentos y dificultades. Esto es causa de disgusto y envidia para sus enemigos, porque no entienden cómo puede gozar de tamaña tranquilidad. «Las almas de los justos están en manos de Dios, y ningún tormento los alcanzará. Los insensatos pensaban que habían muerto, y consideraban su tránsito como una desgracia, y su salida de entre nosotros, una ruina, pero ellos están en paz» (Sab 3, 1-3).

    Cristo, autor de la paz

    «Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que proclama la paz» (Is 52, 7), exclamaba estupefacto Isaías siglos antes de que el Verbo se encarnara. Y San Jerónimo, comentando ese pasaje, explica: «Nuestra paz es este mismo que mediante la sangre de su cruz ha pacificado todo en el Cielo y en la tierra».15

    El Señor es el verdadero autor de la paz, ya que, como afirma el catecismo, «por la sangre de su cruz, “dio muerte al odio en su carne”, reconcilió con Dios a los hombres e hizo de su Iglesia el sacramento de la unidad del género humano y de su unión con Dios».16

    Finalmente, nos logró la paz con Dios, pagando la deuda que contra nosotros pesaba, según exclama San Pablo: «Así pues, habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de Nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos obtenido además por la fe el acceso a esta gracia, en la cual nos encontramos; y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios» (Rom 5, 1-2).

    Si quieres la paz, ¡prepárate para la guerra!

    Es curioso, pero inevitable, que cuando nos planteamos hablar sobre la paz terminamos recurriendo a la idea de la guerra. Dos adversarios luchan por la hegemonía en el corazón del hombre: por un lado, Nuestro Señor Jesucristo propone la única y verdadera paz; por otro, el mundo, con sus mentiras e ilusiones, trata de perderlo presentándole una caricatura de ella.

    Sin embargo, ambos contendientes difieren no solamente en el don que ofrecen, sino también en los medios que emplean para conseguir su objetivo. ¿Qué camino sugiere el demonio para obtener la paz mundial? Y Cristo, ¿qué vías nos proporciona? Son cuestiones que responderemos en un próximo artículo. ◊

    Reina de la paz, de la lucha y del sufrimiento

    Plinio Corrêa de Oliveira

     

    En la Letanía Lauretana, Nuestra Señora es invocada como Regina Pacis, Reina de la Paz. Procuremos analizar el significado más profundo de este título que la devoción católica atribuye a la Santísima Virgen.

    Virgen de la Paz – Iglesia de San Mateo, Lucena (España)

    La paz referida en esa advocación puede ser considerada bajo dos aspectos. En primer lugar, la del interior del alma; en segundo lugar, la exterior, es decir, de la sociedad.

    Concepto erróneo de paz interior

    Para comprender la primera acepción, antes debemos tener en cuenta que diversos conceptos y palabras atinentes a asuntos de piedad sufrieron, a lo largo de los últimos tiempos, ponderosas distorsiones en el modo de definirlos.

    Así pues, se suele pensar que la paz interior de una persona consta de dos elementos. No es asaltada por ninguna tentación, ni se ve, por tanto, a vueltas con luchas internas. Su vida espiritual es tranquila, distendida, agradable, sin problemas. Esta persona se asemejaría a alguien que está sentado dentro de un helicóptero en ascensión, en el cual, sin esfuerzo alguno, llega hasta el cielo con toda paz.

    En consecuencia, no tiene ninguna cruz o sufrimiento. No pasa por angustias a propósito de enfermedades, de carencias materiales o de dificultades familiares. Para ella, todo transcurre en un sereno y perfecto orden, sin desavenencias ni adversidades contra las que tenga que luchar. Tal es el concepto corriente de paz interior.

    Falsa noción de paz externa

    Veamos ahora la idea común que se tiene de la paz externa.

    Según la noción hoy extendida, la paz no es la obra de la justicia, de la virtud, sino de una cierta prosperidad materialista. Importa, ante todo, la estabilidad económica, las cuentas bancarias conservadas y nutridas, la jubilación asegurada, las personas alimentadas, con el confort y bienestar diarios garantizados. No hay peleas por cuestiones pecuniarias, todos viven alegres y tranquilos. Entonces, la paz reina en la nación.

    Cuando todos los pueblos se encontrasen en esa feliz situación, algunos imaginan que no habría conflictos internacionales, ningún país desearía agredir a otro y la población mundial llevaría una existencia calma y pacífica.

    ¿No habría padecido angustias la Reina de la Paz?

    Conforme ese equivocado concepto, la devoción a Nuestra Señora Reina de la Paz consistiría en rendirle culto a la Madre de Dios en cuanto protectora de ese róseo estado de cosas, porque es el modelo de la persona que nunca tuvo pruebas, angustias, dolores. Fue concebida sin pecado original y, por tanto, su vida entera fue muy calma, sin dificultades. Tuvo un Hijo y un esposo muy buenos, residió en una pequeña ciudad llamada Nazaret, donde no había desavenencias de ninguna clase y Ella pasaba sus días enteramente relajada.

    Es verdad que su Hijo, en determinado momento, sufrió y que María, durante la Pasión, había experimentado algún disgusto, del cual se recuperó enseguida, resignada. Poco después lo vería subir a los Cielos y se alegró al percibir que su Hijo se encontraba en muy buen sitio. Se acabaron los problemas, pasó el resto de su vida en la tranquilidad doméstica, bajo los filiales cuidados del apóstol Juan.

    Ese es el ideal de ciertas mentalidades, cuando hablan de Nuestra Señora de la Paz.

    Un enunciado que no excluye luchas y sufrimientos

    Ahora bien, la búsqueda de una correcta interpretación de ese título mariano nos llevaría a considerar que las primeras noticias sobre la Virgen en la Sagrada Escritura nos la presentan como la adversaria del demonio y la que aplastaría la cabeza de la serpiente: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer», le dijo Dios a la víbora, «entre tu descendencia y su descendencia» (cf. Gén 3, 15). Es decir, hay una actitud fundamental de rechazo y de combate al mal en aquella que es invocada como Reina de la Paz.

    Aparte de esto, como se infiere de las palabras divinas, todas las luchas libradas por la Iglesia y por los católicos contra los adversarios de la fe tienen en la mujer, es decir, en Nuestra Señora, el primer ejemplo de coraje y de fuerza para vencerlos. Entonces, si la paz fuera simplemente ausencia de lucha, ¿cómo la Virgen María iba a ser la Reina de la Paz?

    Más aún. Si la paz consiste en no tener sufrimiento ni angustias, ¿cómo se explican las palabras de Simeón dirigidas a Nuestra Señora, según las cuales una espada de dolor atravesaría su corazón? En realidad, María sufrió un diluvio de dolores en la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Ella vio surgir y crecer las antipatías, las animosidades y el odio con relación a su divino Hijo; de Él oyó la predicción de que sufriría y moriría crucificado, y no lo abandonó un solo instante, acompañándolo y participando de su martirio hasta el consummatum est en lo alto del Calvario, hasta la deposición del cuerpo sagrado en el sepulcro. Y todo lo sufrió en una actitud de lucha y de paz, para la redención del género humano, para aplastar al demonio y vencer la muerte.

    Por consiguiente, la auténtica noción de paz no excluye la lucha ni el sufrimiento. Y donde está la Reina de la Paz, allí está la enemistad contra la serpiente y contra el mal. 

    Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
    Dr. Plinio. São Paulo. Año XI.
    N.º 124 (jul, 2008); pp. 10-14.

     

    Notas

    1 SAN AGUSTÍN. De civitate Dei. L. XIX, c. 11. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v. XVII, p. 1392.
    2 RODRÍGUEZ, OP, Victorino. Teología de la paz. Madrid: Aguirre, 1988, p. 9.
    3 SAN AGUSTÍN, op. cit., c. 13, n.º 1, p. 1398.
    4 Como bien explica Étienne Gilson, «la paz deseada por las sociedades no es sólo paz, sino una mera tranquilidad de hecho, mantenida a toda costa y cualesquiera que sean las bases sobre las que se asienta» (GILSON, Étienne. Introduction à l’étude de saint Augustin. 3.ª ed. Paris: J. VRIN, 1949, pp. 227-228).
    5 Cf. RIAUD, Alexis. La acción del Espíritu Santo en las almas. Madrid: Palabra, 2005, p. 112.
    6 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q.70, a.1.
    7 Cf. LEGUEU, Stanislas. Le Saint Esprit. Angers: P. Desnoes, 1905, p. 133.
    8 CEC 1827.
    9 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., II-II, q. 28, a. 1.
    10 Ídem, a. 3.
    11 RIAUD, op. cit., p. 113.
    12 SAN AGUSTÍN. Confessionum. L. I, c. 1, n.º 1. In: Obras. Madrid: BAC, 1979, v. II, p. 73
    13 RIAUD, op. cit., p. 113.
    14 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., II-II, q. 29, a. 3, ad 1.
    15 SAN JERÓNIMO. Comentario a Isaías. L. XIV, c. 52, vv. 7-8. In: Obras. Madrid: BAC, 2007, v. VIb, p. 131
    16 CEC 2305.
  • ¡¿Yo también tengo que convertirme?!

    ¡¿Yo también tengo que convertirme?!

    La invitación que hace el Señor en el pasaje de San Marcos recogido en el Catecismo nos da a entender que va dirigida a personas que viven fuera de la Iglesia Católica, en la práctica habitual de los más diversos pecados, y que, por tanto, necesitan convertirse de sus malas obras.

    Sin embargo, quien ha recibido las sagradas aguas purificadoras del bautismo, practica los mandamientos de Dios y de la Iglesia, frecuenta los sacramentos, reza, comulga…, ¿no dejó de ser pecador? Ha pasado ya del paganismo a la fe, de la perversidad a la virtud, y parece que no necesita de conversión. ¿Es eso cierto?

    El Discípulo Amado nos advierte: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia» (1 Jn 1, 8-9). Y el gran San Pablo afirma: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero» (1 Tim 1, 15).

    Hay obras injustas, como las que menciona el Apóstol (cf. 1 Cor 6, 9-10) y muchas otras igualmente merecedoras del Infierno; son los pecados mortales.1 No obstante, también hay faltas menos graves, pero que ofenden a Dios, denominadas pecados veniales,2 que todo hombre concebido en pecado original comete cotidianamente, a menudo casi sin darse cuenta… E incluso existen actos menos conformes a la voluntad divina para una persona concreta en una circunstancia concreta, llamados imperfecciones.

    Salomón recuerda que «el justo cae siete veces» al día, pero «se levanta»; mientras que «el malvado se hunde en la desgracia» (Prov 24, 16). Lo que, sobre todo, distingue al pecador empedernido de quien trata de practicar la virtud es el constante deseo de volverse a levantar, de crecer en el amor a Dios, de hacerse santo.

    Le corresponde, pues, a quien desea practicar la ley divina esforzarse en no cometer nunca no sólo pecados veniales, sino también imperfecciones, y tener así el templo de su corazón más santo que el Templo de Jerusalén. En efecto, el alma del justo resplandece no con el brillo del oro o de la plata, sino con el de la gracia del Espíritu Santo; y en lugar de tener un arca y querubines, la inhabitan Cristo, su Padre y el Paráclito.3 ◊

    Redacción Revista Heraldos del Evangelio Febrero 2025

  • Heraldos del Evangelio de España agradecen condolencias de Obispos por muerte de Fundador

    Heraldos del Evangelio de España agradecen condolencias de Obispos por muerte de Fundador

    Los Heraldos del Evangelio de España, han recibido manifestaciones de pesar por el fallecimiento de su Fundador Monseñor João S. Clá Dias, de parte de seis Cardenales, catorce Arzobispos, veintiséis Obispos y cuatro Vicarios generales de diversas diócesis españolas así como de muchos sacerdotes, religiosos y religiosas y laicos que se unen al dolor de los Heraldos y ofrecen sus oraciones por el eterno descanso del alma de su Fundador.

    Por ejemplo así se expresó el Arzobispo de Oviedo Mons. Sanz: “El Señor lleva nuestra agenda,’pero qué buen día para llegar ante su Presencia. Dios le bendiga y le muestre su misericordia infinita a este fiel hijo de la iglesia. Nos queda el legado de su obra que son los Heraldos del Evangelio. Le encomiendo en mis oraciones. Mañana ofrezco la misa por su eterno descanso. Que la Virgen Santa le cubra con su manto. Un abrazo a todos los Heraldos y mis condolencias más fraternas”.

    Redacción (01/11/2024 07:26, Gaudium Press) 

  • Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, fundador de los Heraldos del Evangelio, encomienda su alma a Dios

    Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, fundador de los Heraldos del Evangelio, encomienda su alma a Dios

    Alrededor de las 2.30 de esta madrugada (hora brasileña), 1 de noviembre, confortado por los Sacramentos de la Santa Iglesia y rodeado de sus hijos espirituales, Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, a la edad de 85 años entregó serenamente su alma a Dios en Brasil, en la ciudad de Franco da Rocha (Gran São Paulo), después de 14 años de sufrir un derrame cerebral. Como fundador de los Heraldos del Evangelio, deja un legado de santidad de vida a millones de católicos vinculados a la institución en los cinco continentes.

    Mons. João nació en São Paulo, Brasil, el 15 de agosto de 1939, de madre italiana y padre español. Desde su juventud, aspiró a reunir a los jóvenes para formarlos y conducirlos hacia Dios. Para esta misión, soñaba con encontrar un hombre plenamente bueno y desinteresado, en medio de la arrogância y la concupiscencia del mundo (cf. 1 Jn 2, 16). El 7 de julio de 1956 conoció al Dr. Plinio Corrêa de Oliveira, uno de los líderes católicos brasileños más destacados del siglo XX, en cuyo ardiente discípulo y el intérprete llegó a convertirse. Se unió a él como miembro de la Tercera Orden Carmelita y, al cabo de unos años, de la Sociedad Brasileña de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad.

    En 1958 sirvió en el Ejército brasileño, donde se le concedió el honor militar más distinguido en el campo de la formación, la medalla Mariscal Hermes. Este período de su vida inuyó considerablemente en la nota marcial que daría más tarde a los Heraldos del Evangelio.

    Tras estudiar Derecho en la Facultad del Largo São Francisco (São Paulo), se formó con eminentes profesores dominicos de la escuela tomista de Salamanca (España), como Fr. Victorino Rodríguez y Rodríguez, Fr. Antonio Royo Marín, Fr. Arturo Alonso Lobo, Fr. Esteban Gómez, entre otros. Posteriormente obtuvo las licenciaturas en Psicología y Humanidades, así como el doctorado en Derecho Canónico por la Universidad Pontificia Santo Tomás de Aquino (Angelicum) de Roma, y en Teología.

    Fundó el Instituto Filosóco Aristotélico-Tomista y el Instituto Teológico Santo Tomás de Aquino, así como la revista científica Lumen Veritatis y la revista de cultura católica Heraldos del Evangelio. Es autor de veintisiete obras, varias de las cuales han sido traducidas a siete idiomas y algunas con una tirada de más de dos millones de ejemplares. Entre ellas destacan: Fátima, aurora del tercer milenio; María Santísima, el Paraíso de Dios revelado a los hombres; San José, ¿quién lo conoce?; Lo inédito sobre los Evangelios; Doña Lucilia y El don de la sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira.

    Discerniendo el deseo del Dr. Plinio de crear una asociación de carácter religioso, aprobada por la Santa Iglesia y a su servicio, hizo como en la parábola del grano de mostaza (cf. Mt 13, 31): puso la semilla de la vida religiosa haciendo una experiencia de vida comunitaria en un antiguo edificio benedictino de São Paulo en los años setenta. Tras la muerte del Dr. Plinio en 1995, el Espíritu Santo irrigó esta iniciativa con nuevas gracias, haciendo germinar las tres entidades ponticias fundadas por Mons. João: la Asociación Privada Internacional de Fieles Heraldos del Evangelio, aprobada em 2001 por el Papa Juan Pablo II, la Sociedad Clerical de Vida Apostólica Virgo Flos Carmeli y la Sociedad Femenina de Vida Apostólica Regina Virginum, ambas aprobadas por el Papa Benedicto XVI en 2009.

    Solícito con toda la Iglesia (cf. 2 Cor 11, 28), su labor apostólica se extendió por todo el mundo, especialmente tras la aprobación pontificia de los Heraldos del Evangelio. Fundó más de cincuenta coros y orquestras e impulsó la construcción de casi una treintena de iglesias y oratorios — dos de los cuales recibieron el título de basílica— en Brasil y en diversas naciones de América, Europa y África.

    Los millones de miembros y seguidores de los Heraldos —sacerdotes, hermanos y hermanas asociados, miembros cooperadores o participantes solidarios— están hoy activos en más de setenta países, llevando a cabo muy diversas obras sociales y evangelizadoras, siguiendo los caminos trazados por su fundador.

    En el plano espiritual, Mons. João difundió la devoción a la Santísima Virgen mediante ceremonias de consagración a Ella, según el método de la esclavitud de amor que enseña San Luis María Grignion de Montfort, llegando indirectamente a casi tres millones de eles en 178 países. También instituyó y fomentó la Adoración Perpetua al Santísimo Sacramento en las casas principales de las instituciones que fundó.

    En 2008, tres años después de su ordenación sacerdotal, Benedicto XVI lo nombró Protonotario Apostólico y Canónigo Honorario de la Basílica Papal de Santa María la Mayor de Roma. Ha recibido diversas condecoraciones y honores en Brasil y en el extranjero, incluida la Medalla Pro Ecclesia et Pontifice por su dedicación en favor de la Santa Iglesia y del Sumo Pontífice. En 2009 publicó el opúsculo titulado Con motivo del Año Sacerdotal, sugerencias de los Heraldos del Evangelio a la Congregación para el Clero, escrito a petición del entonces prefecto de esta Congregación, y en 2010 el ensayo La Iglesia es inmaculada e indefectible, en el que denuncia las causas profundas de los abusos cometidos contra menores o personas vulnerables.

    Otro pilar de su apostolado fue su sentire cum Ecclesia —sentir con la Iglesia— incluso cuando ella era injustamente vilipendiada. De hecho, com el crecimiento de las instituciones que fundó, no pasó mucho tiempo antes de que los enemigos de la Esposa Mística de Cristo y del bien comenzaran a calumniarlas a ellas y a su fundador, especialmente desde 2017. Como hijo de la Iglesia, Mons. João siempre trató de restablecer la verdad sobre ella y acerca de él mismo y sus fundaciones. De este modo, ha salido indemne de las oleadas de falsedades y calumnias en su contra, ya sea aceptando las retractaciones de sus acusadores —que fueron raticadas por los tribunales— o acumulando innumerables victorias procesales, consignadas en sentencias y en el cierre de investigaciones, tanto en el ámbito civil como en el eclesiástico. No es casualidad que sintiera una especial devoción por San Fernando de Castilla: se dice que este rey español nunca fue derrotado en el campo de batalla.

    Quienes conocen la historia eclesiástica no ven en estos percances um fracaso de la Iglesia ni de las obras que participan de su inmortalidad, sino sólo la confirmación de las palabras de Jesús: «Si a Mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» ( Jn 15, 20). Nada nuevo bajo el sol: éste fue el camino recorrido por tantos campeones de la Fe, como Santa Teresa de Jesús, San Luis Orione o San Pío de Pietrelcina. Desde esta perspectiva, se entienden bien las palabras que el Cardenal Franc Rodé, entonces prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, dirigió a Mons. João el 15 de agosto de 2009: «¡Usted es de la estirpe de los héroes y de los santos!».

    Las biografías de los hombres providenciales no terminan en este mundo. Más bien, su paso por este valle de lágrimas es sólo el preámbulo de muchos más capítulos por venir. Santa Teresa del Niño Jesús proclamó com razón: «Yo no muero, entro en la vida» y «Pasaré mi Cielo haciendo el bien en la tierra».

    Inspirados por las numerosas conquistas de Mons. João, bajo la influencia del Paráclito y el apoyo indefectible de María Santísima, sus hijos espirituales continuarán su misión en favor de la Santa Iglesia y de la sociedad civil con serenidad, entusiasmo y concordia, pero también com vigilancia e intrepidez.

    Redacción (01/11/2024 07:26, Gaudium Press) 

  • La importancia de examinarnos bien

    La importancia de examinarnos bien

    Santiago Vieto Rodríguez

    Una de las más célebres divisas de la filosofía antigua es, ciertamente, «conócete a ti mismo». Este aforismo, atribuido al filósofo ateniense Sócrates, nos lleva a prestar atención en una verdad poco recordada, en general: la importancia de considerarnos siempre según nuestro valor real.

    Un episodio de la vida del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira podrá ayudarnos a comprenderlo mejor.

    ¿Qué diferencia al hombre libre de un delincuente?

    Desde muy joven, el Dr. Plinio brilló por su talento como orador y por tal motivo era llamado con frecuencia a que hiciera discursos en ambientes de los más variados. En una ocasión lo invitaron a que diese una conferencia de preparación para la Comunión Pascual en la Penitenciaría de Carandiru, antigua prisión de la ciudad de São Paulo, experiencia bastante inusual para quien provenía de la alta sociedad paulista y se había acostumbrado a la convivencia en círculos aristocráticos.

    A la entrada, enseguida uno de los directores de la cárcel le advirtió sobre los riesgos existentes en aquel sitio y le recomendó vigilancia. De cualquier manera, el joven conferenciante ingresó allí decidido, especialmente atraído por la oportunidad que se le presentaba de poner en práctica su propensión hacia el análisis psicológico.

    Y cuál no fue su sorpresa al encontrarse, detrás de las rejas, con fisonomías muy semejantes a las de las personas que veía todos los días circulando por las calles, más de lo que imaginaba… Discernió, al mismo tiempo, que estas se diferenciaban de los detenidos en un punto específico, el cual le vino a la mente durante el discurso, a la manera de conclusión inequívoca: los individuos libres hacían, aunque discreta e imperfectamente, breves exámenes de conciencia a lo largo de sus vidas; los que estaban en la prisión, por el contrario, nunca se habían analizado así, lo que les llevó a caer en los crímenes por los cuales sufrían un justa pena.

    Según una comparación que hacía el propio Dr. Plinio, las faltas se asemejan a cargas de pólvora que se acumulan en nuestras almas: quien nunca se analiza, corre el riesgo de que el peligroso material vaya aumentando en tal cantidad que una pequeña chispa acabe detonando un desastre inimaginable.

    Excelente medio de progreso espiritual

    Alguien podría objetar que los ejercicios de piedad y de perfección espiritual —entre ellos el examen de conciencia—, o incluso los sacramentos, suenan hoy a anacrónicos. No obstante, tal juicio nace, muy probablemente, de la mala comprensión de esas prácticas saludables.

    En palabras de cierto sacerdote jesuita, «para combatir la muerte, comemos todos los días; para reparar la fatiga, dormimos. ¡Este doble remedio es muy antiguo! ¿Vas a dejarlo de lado so pretexto de ser una antigualla?»1

    Ahora bien, si tenemos a nuestra disposición medios excelentes, de eficacia jamás contestada, para progresar en la vida sobrenatural, ¿por qué no nos valemos de ellos?

    El alma humana: ¿con qué compararla?

    Mucho se engaña quien piensa que nuestra alma es como un vehículo que sólo de vez en cuando necesita una revisión… La vida espiritual, por el contrario, se asemeja a un jardín que requiere un cuidado continuo, pues los defectos pueden nacer en los lugares más recónditos y de las formas más inesperadas.

    Los que ya se han dedicado a la botánica conocen muy bien cierto tipo de planta especialmente combatida: la maleza. Sobre todo, en países tropicales, cuyo suelo fertilísimo da hasta lo que no se espera, ¡esos vegetales «enemigos» se propagan con una rapidez espantosa!

    Una gran analogía podemos establecer entre esa realidad natural y el alma humana. Si no tomamos cuidado, los vicios sofocan las flores y los frutos de la virtud y vuelven nuestras almas semejantes «a la tierra del perezoso» descrito en el Libro de los Proverbios:

    «Pasé junto al campo del holgazán, crucé por la viña del insensato: todo lo tapaban los espinos, la maleza cubría su extensión; la cerca de piedra, por el suelo. Al verlo me puse a pensar; al mirarlo saqué esta lección: duermes a ratos o cabeceas, cruzas los brazos y a descansar, y te llega la miseria del vagabundo, te sobreviene la pobreza del mendigo» (24, 30-34).

    Ante esta implacable realidad, tenemos a nuestro alcance el auxilio del examen de conciencia que, si es bien hecho —y no sólo semanal o mensual, sino diariamente—, puede alcanzar grandes y excelentes resultados. Unos pocos minutos son suficientes para hacer con provecho un análisis cotidiano de nuestra propia conciencia.

    El examen general de la conciencia

    En su libro Ejercicio de perfección y virtudes cristianas —obra que, en el decir de San Antonio María Claret, había llevado más almas al Cielo que estrellas tiene el firmamento2— el P. Alonso Rodríguez, de la Compañía de Jesús, nos ofrece un primoroso tratado sobre el examen de conciencia, con enseñanzas de índole eminentemente ignaciana.3 Entre ellos está la distinción entre el examen general y el particular.

    El examen general versa sobre todas las acciones de un día o de un período. Es el que hacemos antes de la confesión sacramental. Consta de cinco puntos o partes.

    Al recogernos para hacerlo, en primer lugar, damos gracias a Dios por los beneficios recibidos —cosa muy útil para contrastar la bondad y liberalidad de Nuestro Señor para con nuestra maldad e indolencia.

    Después le pedimos que nos auxilie a conocer nuestras faltas y pecados.

    El Dr. Plinio utilizaba un ejemplo muy peculiar para evidenciar la importancia de analizarnos con exactitud: no existe un cirujano en el mundo que ose hacer una operación en la oscuridad; y cuando se trata del examen de conciencia, somos al mismo tiempo cirujanos y pacientes.

    Por eso debemos pedir —por cierto, no solamente en ese momento, sino continuamente— la gracia de ser iluminados para conocernos bien: «Señor, que recobre la vista» (Lc 18, 41). ¿Cómo, pues, habremos de corregir defectos que no conocemos o conocemos mal?

    El tercer paso consiste en la consideración de las faltas cometidas desde la última confesión; el cuarto, en la petición de perdón a Dios, nuestro Señor, por nuestras culpas, condoliéndonos y arrepintiéndonos de ellas.

    Podemos repasar los Mandamientos o los consejos evangélicos con el auxilio de una lista o un elenco de faltas, encontrando dónde caímos y ofendimos a Dios.

    Finalmente, hacemos propósito de no pecar más, con el auxilio de la gracia divina, y terminamos con alguna oración breve —un padrenuestro o una avemaría, por ejemplo.

    Jerarquía de valores

    Conviene destacar que toda la fuerza de este examen se halla en los dos últimos puntos: el arrepentimiento sincero y la decisión de no pecar más.

    De ellos nos vienen los más preciosos frutos de perfección que tal hábito puede proporcionarle al alma y, dígase de paso, se trata de dos exigencias indispensables para el sacramento de la confesión.

    La finalidad del examen general, como defiende el P. Garrigou-Lagrange,4 no está principalmente en la enumeración completa y exhaustiva de faltas veniales, sino en el ver y acusar con sinceridad el principio del cual ellas derivan para nosotros.

    Al respecto, el Dr. Plinio afirma: «Un examen de conciencia bien hecho debe incluir no sólo los actos pecaminosos, sino las tendencias que nos llevan a practicar esos actos.

    Porque es necesario cortar la raíz del mal, para que el mal no suceda».5

    El P. Alonso Rodríguez6 —y aquí nos remitimos una vez más a las figuras del reino vegetal— explica que si arrancamos la raíz de la mala hierba, enseguida toda la planta se marchitará y secará.

    Pero si solamente podamos las ramas y dejamos las raíces en la tierra, en poco tiempo tornará a brotar y crecer más.

    El examen particular

    Por otra parte, se suele decir que «quien mucho abarca, poco aprieta».

    Y por eso San Ignacio de Loyola le daba mayor importancia al denominado examen particular que al examen general, pues nos permite tomar nuestros defectos uno tras otro y vencerlos más fácilmente.

    Además, luchar para dominar un vicio es pelear contra todos.

    Al pueblo de Israel, cuando se encontraba ante naciones enemigas, Dios le animaba diciendo:

    «No tiembles ante ellos, pues en medio de ti está el Señor, tu Dios, un Dios grande y terrible. El Señor, tu Dios, irá arrojando delante de ti a esas naciones poco a poco. No debes exterminarlas de golpe» (Dt 7, 21-22).

    Suele ocurrir algo similar con las imperfecciones de nuestra alma. Dios quiere de nosotros una lucha reñida contra nuestros defectos, pero nos alerta de que seremos más exitosos si atacamos enemigos específicos y perseveramos en la lucha contra ellos, hasta derrotarlos por completo:

    «Yo perseguía al enemigo hasta alcanzarlo, y no me volvía sin haberlo aniquilado: los derroté, y no pudieron rehacerse, cayeron bajo mis pies» (Sal 17, 38-39).

    El método de acción

    Procedemos en nuestro examen particular con el mismo método del examen general.

    En cuanto a la materia a escoger, según apunta el P. Alonso Rodríguez,7 esta debe empezar por las faltas exteriores que incomodan y desedifican al prójimo, aunque haya otros defectos interiores mayores, pues la razón y la caridad piden que comencemos por aquello que puede causar perjuicio a los demás, y vivamos de tal forma que no tengan quejas de nosotros.

    Pero no hemos de persistir en el combate contra las fallas externas de por vida: más fáciles de vencer, precisamos desembarazarnos de ellas tanto como sea posible, para iniciar la lucha contra las imperfecciones interiores.

    Con relación a estas últimas, lo ideal es que tomemos una virtud que creamos sea más necesaria cultivar —la cual presupone un vicio contrario a combatir— y la dividamos en puntos concretos, que se volverán fáciles de analizar.

    Sería, pues, un error tomar una resolución como: «Seré humilde en todo y extirparé el orgullo de mi alma».

    A pesar de tratarse de un óptimo deseo, dicha resolución comprende muchas otras actitudes y disposiciones, y aportaría poco provecho espiritual trabajar con algo tan genérico.

    Es mucho más conveniente escoger puntos como: «No diré palabras que redunden en mi alabanza», o bien: «Cortaré enseguida pensamientos vanos y soberbios que toquen a mi honra», propósitos concretos, cuyo cumplimiento o inobservancia es fácilmente perceptible.

    ¿Cuánto debe durar el combate a un punto?

    Sabemos que las pasiones son inherentes a la naturaleza humana y es imposible erradicarlas por completo.

    Si esperásemos que el ímpetu ocasionado por una determinada pasión —como la cólera o la envidia, por ejemplo— dejara de ser sentido por nosotros, nunca cambiaríamos la materia del examen.

    Nuestra lucha contra el vicio debe continuar hasta que se vea debilitado y podamos refrenarlo con presteza y facilidad.

    Veremos así con cuánto provecho y beneficio serán empleados algunos minutos de nuestro día, y cuán leve irá haciéndose el análisis de nuestras propias actitudes internas y externas.

    El examen de conciencia es un excelente medio de perfeccionarnos como seres humanos y, sobre todo, como hijos de Dios, porque como afirma un célebre tratadista:

    «Si no nos conocemos a nosotros mismos, es moralmente imposible que nos perfeccionemos».8

    Verdaderamente corajoso es aquel que sabe ver de frente sus indigencias, sus miserias y su propia incapacidad de practicar la virtud sin el auxilio de la gracia, y sin ocultárselas a Dios ni a sí mismo. Este alcanzará la verdadera santidad. ◊

  • ¿Cómo formar a los hijos?

    ¿Cómo formar a los hijos?

    Educar es una de las tareas más difíciles a las que nos enfrentamos los padres. Y, aunque no existen fórmulas mágicas, sí hay algunas cuestiones clave que tenemos que manejar con soltura. Nunca es pronto para comenzar a educarle.

    El Hno. Armando Pallais nos da unos consejos prácticos para cuidar a los hijos y hacer con que ellos crezcan sanos espiritualmente.