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  • El sacramento de la confesión – ¿Jesucristo instituyó la confesión?

    El sacramento de la confesión – ¿Jesucristo instituyó la confesión?

    Al proclamar que la vida del hombre sobre la tierra es una lucha (cf. Job 7, 1), Job no hace más que recordar el férreo enfrentamiento que se libra en el interior de cada persona, en la elección entre el bien y el mal. Manchada por el pecado, la naturaleza humana se debilitó en extremo, de tal manera que es incapaz de practicar la virtud establemente sin la ayuda de la gracia y el esfuerzo constante.

    Cuántas son, no obstante, las ocasiones en las que nos dejamos vencer por nuestras debilidades, por ilusiones traicioneras o por nuestros propios caprichos… Cuántas veces acabamos cayendo en el abismo del pecado… Sin embargo, aún peor que cometer una falta es adoptar una actitud de indiferencia y lasitud después de la caída. Nuestras ofensas pueden afectar tal o cual mandamiento, pero el descuido atenta directamente contra el primero: «Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 5).

    El perdón divino en el Antiguo Testamento

    Por esa razón, desde la primera falta —el pecado original— el Altísimo no cesa de invitar al hombre a la conversión. Esto es lo que verificamos al recorrer las páginas del Génesis. Adán comió el fruto prohibido y luego se escondió; no obstante, Dios tomó la iniciativa de llamarlo y atraerlo hacia sí, «ansioso» de que volviera su rostro y sus caminos hacia la senda del bien (cf. Gén 3, 8-10).

    Esta actitud del Creador se repite a lo largo de todo el Antiguo Testamento. Se manifiesta continuamente, deseoso de conducir al hombre a la conversión: ora se muestra como buen Padre, ora como Esposo amoroso, Señor fiel, siempre dispuesto a renovar su alianza y perdonar al que se arrepiente.1 En la pluma de Isaías, llega a comparar su amor con el de una madre: pregunta, por labios del profeta, si una mujer puede olvidar a aquel a quien amamanta y no tener ternura del fruto de sus entrañas; y afirma que, incluso si esto sucediera, Él nunca abandonaría a los suyos (cf. Is 49, 15).

    De diversas maneras, el Dios de la misericordia suscitaba en el corazón de cada ser humano el sentimiento de compunción, ya fuera a través de los rituales penitenciales de la ley mosaica, ya por las predicaciones proféticas o las prácticas de excomunión de la sociedad.

    Nuestro Señor Jesucristo y el perdón a los pecadores

    Con el advenimiento del Redentor, el perdón y la conversión adquieren un sentido mucho más profundo. En primer lugar, nos introduce en una convivencia íntima con Dios, dándonos la gracia de hacernos hijos suyos y de tratarlo como tales: «Padre nuestro que estás en el Cielo…» (Mt 6, 9).

    Al mismo tiempo, es notorio cómo sus parábolas están impregnadas de amor misericordioso para con los débiles. Entre ellas, recordemos la de la oración del publicano (cf. Lc 18, 9-14), la del rey indulgente y del súbdito ingrato (cf. Mt 18, 23-35), la del buen pastor (cf. Lc 15, 3-7), y —quizá la más expresiva de todas— la del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32). En efecto, Dios es el Padre amoroso que ni siquiera espera a que su hijo compungido se acerque desde lo lejos, sino que sale a su encuentro, olvidando todo lo sucedido en el pasado. Incluso prepara un festín para celebrar la conversión de aquel que había estado perdido.

    El perdón de los pecados es el eje de la misión redentora del Verbo Encarnado, hasta el punto de que lo quiso dejar consignado en la fórmula de la consagración eucarística: «Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias y dijo: “Bebed todos; porque esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para la remisión de los pecados» (Mt 26, 27-28).

    Ahora bien, queda la pregunta: ¿Cristo le otorgó ese poder a su Iglesia?

    A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados»: al conceder a los Apóstoles la facultad de absolver, Jesús les confía un poder divino
    El Señor se aparece a los Apóstoles en el cenáculo, de Duccio di Buoninsegna – Museo dell’Opera del Duomo, Siena (Italia)

    El momento de la institución

    El Evangelio deja muy claro que Jesús no quiso absolver sólo mientras estaba físicamente presente en la tierra. Nos legó un medio por el cual podemos recurrir continuamente a su perdón y estar moralmente seguros de recibirlo. Esa insigne dádiva es el sacramento de la confesión.

    El momento elegido para instituirlo fue la misma tarde del domingo de Pascua, cuando apareció resucitado a los Apóstoles: «Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”» (Jn 20, 21-23).

    El mandato

    De este modo, el divino Redentor les concede a los Doce la capacidad de absolver en su nombre.

    En primer lugar, la expresión «como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» pone de manifiesto que existe una analogía entre la misión de Cristo y la de la Iglesia, representada allí por el Colegio Apostólico. Así como el Señor vino a salvar a todo el género humano (cf. Jn 3, 17), principalmente a través de la victoria sobre el pecado, envía a los Apóstoles —y por medio de ellos a sus sucesores— a continuar esa misión que recibió del Padre.

    Enseguida, «sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”». Este pasaje no debe confundirse con la venida del Paráclito en Pentecostés, acontecimiento que tendría lugar cincuenta días después. Según una interpretación autorizada, Jesús infunde aquí el Espíritu Santo para conferirle a la Iglesia los medios sobrenaturales que necesita para continuar y prolongar su presencia y acción en el tiempo y en el espacio.2

    Además, en el propio gesto del Salvador hay un simbolismo muy profundo, relacionado con el perdón de los pecados: al igual que el soplo divino engendró la vida humana (cf. Gén 2, 7), es el Espíritu Paráclito quien infunde la vida de la gracia en nosotros.

    Finalmente, Jesús les dice: «A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». ¿Quién puede borrar las faltas sino Dios (cf. Mc 2, 7)? Al concederles la facultad de absolver, el Señor les confía un poder propiamente divino: el Creador quiere servirse de un ministro o intermediario para distribuir con liberalidad su misericordia.

    Jesús está siempre dispuesto a perdonar

    Un pormenor interesante que destacar es que en ningún momento Jesús rechaza perdonar al pecador. Él no dice «a quien se los neguéis», sino «a quienes se los retengáis». Algunos autores3 aclaran que con este verbo no se debe entender el rechazo de la absolución, sino más bien la exigencia de condiciones para obtenerla. De este modo, la remisión del pecado implica dos etapas: por una parte, la imposición de ciertas obligaciones y, por otra, la declaración de que los pecados han sido borrados. Dios anhela concedernos la venia; sin embargo, antes es necesario que el penitente elimine los obstáculos que le impiden recibirla.

    No podemos olvidar que, al perdonar, Jesucristo exige siempre un cambio de vida, como cuando exhorta a la adúltera a no ofender más a Dios (cf. Jn 8, 11). Pero a los que se convierten de corazón, les promete el Reino de Dios: «En verdad te digo: que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43).

    ¿Por qué confesarse?

    No obstante, puede aflorar una duda en nuestro entendimiento. En ningún pasaje de los Evangelios nos parece que el Señor imponga la necesidad de confesar nuestros pecados a otro hombre. Sólo dice que los Apóstoles pueden perdonarlos o retenerlos. Entonces, ¿por qué la Iglesia determina la acusación de las faltas al sacerdote? De hecho, una cosa se sigue de la otra.

    En el sacramento de la confesión, el ministro desempeña el papel de juez y de médico. Juez, porque el divino Maestro le ha confiado la obligación de decidir si perdonar o retener los pecados. Esta elección exige juicio por su parte y, como afirma el Concilio de Trento,4 los sacerdotes no serán buenos jueces si la causa no les es conocida de modo que puedan dictar la sentencia adecuada.

    Además, cuando declaramos nuestras faltas al ministro con sincero arrepentimiento y recibimos de él la absolución, salimos con la plena confianza de que hemos sido perdonados por Dios. ¿De qué otra manera tendríamos tal certeza? Por eso es imprescindible que el penitente confiese sus faltas.

    Por voluntad del Redentor, el ministro actúa en su nombre como juez y médico de las almas; lo que se exige del penitente es abandonarse confiadamente a la divina Misericordia
    Absolución después de la confesión – Catedral del Santísimo Salvador, Aix-en-Provence (Francia)

    Y puesto que el confesor ejerce también el oficio de médico, se deduce que debemos declararle nuestras faltas a fin de recibir la ayuda adecuada. No es humillante someterse a la criba de un buen especialista cuando se está dolorido, pues «si el enfermo se avergüenza de mostrarle la llaga al médico, la pericia de éste no podrá curar lo que desconoce».5 De igual modo, quien haya sido herido por Satanás al cometer algún pecado, no debe avergonzarse de reconocer su culpa y alejarse de ella, recurriendo a la medicina de la penitencia.6

    La confesión y el misterio pascual

    Finalmente, conviene recordar un último detalle, que corrobora la altísima estima que debemos nutrir por la confesión: la relación entre su institución y la de la sagrada eucaristía. Durante la Última Cena, momentos antes de comenzar la Pasión, el divino Redentor nos legó el Sacramento de su Cuerpo y Sangre; y en la tarde del domingo de Pascua, en su primer encuentro con los Apóstoles, les dio el poder de perdonar los pecados. Así, el Señor inauguró el Triduo pascual celebrando el sacrificio eucarístico y lo clausuró estableciendo el sacramento de la penitencia.

    Además, el hecho de que la Tradición haya considerado siempre que tanto estos acontecimientos como Pentecostés ocurrieran en el mismo lugar —el cenáculo— muestra la estrecha relación que existe, en el misterio salvífico, entre la Eucaristía, el sacramento del perdón y la doble efusión del Espíritu Santo: con ellos se perpetúa la completa y definitiva victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.

    Una insigne dádiva otorgada a los hombres

    La confesión es una enorme prueba de amor, mediante la cual el Creador ofrece con tanta facilidad su perdón al pecador contrito. Él, que tendría el derecho de castigarnos inmediatamente después de la falta cometida, no cesa de derramar sobre nosotros gracias de conversión, con el objetivo de que busquemos fervientemente este sublime sacramento.

    Por voluntad del Redentor, el ministro actúa en su nombre como juez y médico de las almas. Lo que se le exige al penitente es que se abandone confiadamente a la Misericordia divina y confiese sus pecados, seguro de obtener el incomparable perdón de Dios.

    Así, el sacramento de la penitencia se revela como un verdadero tesoro que la Providencia ha puesto al alcance de todos. Es nuestro deber saber recurrir a él frecuentemente, con humildad y gratitud. ◊

     

    Efectos de la confesión sacramental

    No cabe duda que la confesión, realizada en estas condiciones, es un medio de altísima eficacia santificadora. Porque en ella:

    a) La sangre de Cristo ha caído sobre nuestra alma, purificándola y santificándola. Por eso, los santos que habían recibido luces vivísimas sobre el valor infinito de la sangre redentora de Jesús tenían verdadera hambre y sed de recibir la absolución sacramental.

    b) Se nos aumenta la gracia ex opere operato, aunque en grados diferentísimos según las disposiciones del penitente. De cien personas que hayan recibido la absolución de las mismas faltas, no habrá dos que hayan recibido la gracia en el mismo grado. Depende de la intensidad de su arrepentimiento y del grado de humildad con que se hayan acercado al sacramento.

    La confesión es un medio de altísima eficacia santificadora, pues por la sangre de Cristo purifica el alma, dándole paz, luces y fuerzas
    Confesionario de la basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil)

    c) El alma se siente llena de paz y de consuelo. Y esta disposición psicológica es indispensable para correr por los caminos de la perfección.

    d) Se reciben mayores luces en los caminos de Dios. Y así, por ejemplo, después de confesarnos comprendemos mejor la necesidad de perdonar las injurias, viendo cuan misericordiosamente nos ha perdonado el Señor; o se advierte con más claridad la malicia del pecado venial, que es una mancha que afea y ensucia el alma, privándola de gran parte de su brillo y hermosura.

    e) Aumenta considerablemente las fuerzas del alma, proporcionándole energía para vencer las tentaciones y fortaleza para el perfecto cumplimiento del deber. Claro que estas fuerzas se van debilitando poco a poco, y por eso es menester aumentarlas otra vez con la frecuente confesión.

    Extraído de: ROYO MARÍN, OP, Antonio.
    Teología de la perfección cristiana.
    Madrid: BAC, 2008, p. 450.

     

     

    Notas


    1 A modo de ejemplo, hemos seleccionado algunos pasajes que tratan del perdón o de la corrección de Dios como Esposo fiel: Ez 16, 60-63; Is 54, 4-8; 62, 3-5; Jer 3, 1-13; y como buen Padre: Dt 8, 5; Prov 3, 12; Sal 26, 10; 102, 13.

    2 Como puede leerse en el Catecismo: «Reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre y en su persona» (CCE 1120). Véase también: Adnès, sj, Pierre. La Penitencia. Madrid: BAC, 1981, p. 41.

    3 Por ejemplo: Rouillard, Philippe. História da Penitência, das origens aos nossos dias. São Paulo: Paulus, 1999, pp. 17-18.

    4 Cf. Concilio de Trento. Doctrina sobre el Sacramento de la Penitencia, c. 5: DH 1679-1680.

    5 San Jerónimo. Commentarius in Ecclesiasten, c. x: PL 23, 1096.

    6 Cf. Afraates. «Exposición 7». In: Cordeiro, José de Leão (Ed.). Antologia litúrgica. Textos litúrgicos, patrísticos e canônicos do primeiro milênio. 2.ª ed. Fátima: Secretariado Nacional de Liturgia, 2015, p. 391.

     

  • La paternidad de San José prefigurada en el Antiguo Testamento – San José, ¡el padre perfecto!

    La paternidad de San José prefigurada en el Antiguo Testamento – San José, ¡el padre perfecto!

    Muchas almas, a lo largo de los siglos, se han deleitado al considerar la alegría y el encanto del Niño Dios mecido por primera vez en los maternales brazos de María Santísima. ¡Cuánto gozo debió sentir Jesús bebé en ese momento, viéndose envuelto del amor purísimo de su santa Madre, creada por Dios para encarnarse en Ella y redimir a los hombres, restaurando la obra de la creación!

    Pocos, no obstante, se acuerdan de contemplar el consuelo que recibió el divino Infante al descansar por primera vez en el regazo varonil y afectuoso de su padre virginal que, aun no habiéndolo engendrado según la carne, había sido elegido por el Padre celestial para que fuera su representación ante la segunda Persona de la Santísima Trinidad que se hacía hombre.

    La figura de José en el caleidoscopio del Antiguo Testamento

    A semejanza de María Santísima, el Santo Patriarca fue prefigurado varias veces en el Antiguo Testamento, al estar íntimamente ligado al misterio de la Encarnación. En efecto, a lo largo de los milenios que precedieron al nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, Dios Padre fue «modelando» e «idealizando» la imagen del varón y del padre perfecto, que más tarde florecería en la excelsa figura de San José.

    Leyendo la Sagrada Escritura, nos admiramos de la santidad del justo Abel, que ofreció a Dios las primicias de su rebaño e inauguró el culto divino (cf. Gén 4, 1-4); o de la fidelidad de Noé que, habiendo creído en la palabra divina, construyó un arca para salvar del castigo del diluvio a los animales de cada especie y a los elegidos (cf. Gén 6, 8-22).

    También Abrahán, ya anciano, recibió de Dios una promesa: el nacimiento de un hijo cuya descendencia sería más numerosa que la arena de la playa y las estrellas del Cielo (cf. Gén 15, 4-5). Porque creyó, engendró con Sara, hasta entonces estéril, a Isaac, a quien más tarde el Señor mismo exigiría que fuera ofrecido en sacrificio… ¡Oh, sublime prueba de fe y de fidelidad! Dispuesto a cumplir el mandato divino, Abrahán ¡inmoló primero su corazón de padre! Y de ese acto de amor supremo a Dios floreció el cumplimiento de la promesa que le había sido hecha (cf. Gén 22, 11-8).

    Jacob, hijo de Isaac, varón predilecto a quien Dios le reveló que bajaría a la tierra por una misteriosa escalinata que su descendencia conocería (cf. Gén 28, 10-14), engendró a varios hijos, entre los cuales se destacó José, que fue vendido a Egipto por sus hermanos y acabó convirtiéndose, tras muchas dificultades, en gobernador y dispensador de todos los bienes del faraón (cf. Gén 41, 37-45).

    A lo largo de los milenios, Dios Padre fue «modelando» la imagen del varón y del padre perfecto, que más tarde florecería en la excelsa figura de San José

    Un poco más adelante, vemos la elección de Moisés para liberar al pueblo hebreo de la esclavitud egipcia y recibir de Dios, en el monte Sinaí, la alianza y las tablas de la ley. Las Escrituras le atribuyen este admirable elogio: «No surgió en Israel otro profeta como Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara» (Dt 34, 10).

    Consideremos asimismo a Elías, el varón ígneo que jamás pactó con los desvíos de su época (cf. 1 Re 18, 20-46), siendo el padre espiritual de los profetas y del linaje de almas fieles que perdurará hasta la consumación de los siglos.

    Todos estos varones-ley fueron creados para mantener viva a lo largo de los milenios la semilla de la integridad y de la santidad en el pueblo elegido —tan a menudo infiel a su misión—, que culminaría con la venida del Mesías. Para ello, habrían de prefigurar la persona y las virtudes del varón por excelencia que, íntimamente unido al misterio de la Encarnación, sería el padre humano del Salvador esperado.

    Elevado en previsión de la venidera Redención

    Elegido por el Espíritu Santo como esposo de Nuestra Señora y padre de Jesucristo, el Glorioso Patriarca fue revestido de una incomparable plenitud de gracias y de dones que lo auxiliarían en el cumplimiento de su elevadísima misión.

    Bajo el velo de su humildad se escondían virtudes excelsas, concedidas en previsión de los méritos de la Redención, de los que María era la refulgente aurora. De hecho, por su proximidad a Ella, José fue el primero en beneficiarse de todas las maravillas y riquezas que emanaban de la Reina del universo.

    No es de extrañar, por tanto, que en él se encontraran de manera supereminente todas las virtudes que adornaron el alma de los santos del Antiguo Testamento, y que la contemplación de estas virtudes constituyera para el divino Infante, durante toda la vida oculta de la Sagrada Familia, un verdadero paraíso.

    Verificando en el padre las excelencias de la promesa

    Aún en el claustro materno, el Verbo eterno contempló en el alma de su padre una generosidad superior a la de Abel, pues, si éste ofreció al Señor las primicias de su rebaño, San José, decidiendo huir porque se hallaba indigno del misterio que involucró a la Santísima Virgen, sacrificó a Dios el mayor de todos los dones: la convivencia con Ella.

    Al ver con cuánto amor y cariño cuidaba San José de su Esposa, el Redentor también se conmovió al considerar que a él, como nuevo Noé, Dios Padre le había confiado el Arca que había traído la salvación a la humanidad, aquella que era el imperecedero Arcoíris divino que une el Cielo a la tierra.

    La fe, que fue la corona de gloria de Abrahán en medio de las mayores perplejidades, resplandecía con un fulgor aún más grande en el alma del Santo Patriarca en cada una de las pruebas y dificultades enfrentadas en el transcurso de la vida de Jesús. Al verlo sentir hambre y sed, sufrir las inclemencias del tiempo o incluso verse obligado a huir de Herodes, entre muchas otras contingencias, creía firmemente en su divinidad, llenando de encanto el alma de su querido Hijo.

    «Es más: sabe que la vida de Nuestra Señora y, mucho más aún, la vida de nuestro Señor Jesucristo, están dedicadas a salvar a los hombres y se asocia él a esta finalidad redentora. No es posible que, al estar tan cerca de Jesús y de María, no conociera los designios de Dios acerca de la Pasión. Al contemplar este misterio con profunda interioridad y espíritu profético, antes incluso de que el Señor revelase públicamente que era el Redentor, San José ya lo había discernido. Y como padre suyo en la tierra, acepta la determinación del Padre celestial en silencio y con auténtica resignación, dispuesto, como Abrahán, a ver a su Hijo sacrificado en el altar de la Cruz».1

    Abrahán, Moisés y Noé, de Bicci di Lorenzo – Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.

    A menudo, las santas conversaciones entre sus padres le recordaban al divino Niño el sueño del patriarca Jacob, ya que ellos eran verdaderamente la escalinata por la que Dios había bajado a la tierra. Y rememorando también el sueño de José de Egipto (cf. Gén 37, 9), en el que el sol, la luna y las estrellas se postraban ante él, veía que, en un sentido espiritual, tal presagio se cumplía en su padre José, al cual les obedecían plenamente Él mismo, el Sol de Justicia, su Madre y, en el futuro, toda la Iglesia gloriosa.2

    Oyendo otras veces a su padre virginal contarle las demás hazañas de José de Egipto, reflexionaba que este justo, «en la casa de Putifar, dio una prueba notable de castidad heroica; no obstante, terminó siendo relegado durante algún tiempo a la oscuridad de un calabozo y casi fue olvidado. El segundo José dio un ejemplo mucho más sublime de virginidad angelical, desposado como estaba con la más pura de todas las vírgenes»,3 y no bajó, sin embargo, a ninguna prisión, sino que fue elevado «a los asientos más nobles de la Casa del Señor. y en la Corte del Cielo».4

    A lo largo de los treinta años de su vida oculta, ciertamente Jesús consideró cómo San José era más excelso que Moisés, porque, si éste hablaba con Dios como un hombre habla con su amigo (cf. Núm 12, 8), aquel vivía diariamente con la segunda Persona de la Santísima Trinidad como un padre lo hace con su hijo. Por otro lado, sería también más glorioso que el profeta Elías, ya que comandaría no sólo un linaje de justos, sino los elegidos de toda la historia, como Patriarca y Protector de la Santa Iglesia Católica.

    Era el padre perfecto: de santidad inmaculada, lleno de cariño, deseoso de educar, solícito en proteger y amparar en todas las necesidades

    ¿Cuál no sería el deleite del Señor, a la edad de 12 años, cuando vio la fuerza de alma «eliática» de San José manifestándose, por ejemplo, en el episodio de la pérdida y el hallazgo en el Templo? En este hecho el pequeño Jesús vislumbró dos extremos de heroísmo en su padre: por una parte, el celo que demostró en la defensa del Niño Dios contra los doctores de la ley; por otra, su confianza inefable al aceptar con toda fidelidad una «censura» de su propio Hijo divino, incluso sin comprenderlo enteramente: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49).

    San José con el Niño Jesús – Museo de Arte Religioso, Cuzco (Perú)

    Según nos enseña Mons. João Scognamiglio Clá Días, EP, «Dios permitió que el Niño Jesús se perdiese y fuera hallado en el Templo para deshacer la idea equivocada de que la vida del hombre debe ser próspera, sin contratiempos ni dificultades, sin sorpresas o contradicciones. […] Hay un tipo de prueba que Dios pide a aquellos a quienes más llama: la de sentirse aparentemente engañado y abandonado por Él, de modo que hasta aquello que constituye su ideal, su consuelo y razón de ser, a veces parece servirse de un subterfugio para escapar de su compañía. La fidelidad en medio de ese tormento convierte a estos escogidos en verdaderos héroes. […] Ahora bien, de San José podemos decir que, en esta ocasión, se convirtió en el héroe de la confianza».5

    Para tal Hijo, ¡un padre perfecto!

    Sin duda, en todos estos hechos de la vida de la Sagrada Familia, así como en aquellos que sólo sabremos en el Cielo, Dios Niño iba manifestando cada vez más amor por su padre virginal, alter ego de su Padre divino, con afecto y admiración nunca conocidos a lo largo de la historia.

    Era el padre perfecto: de santidad inmaculada, lleno de cariño, deseoso de educar, solícito en proteger y amparar, fuerte y valiente, soporte en todas las necesidades y peligros.

    Sepamos también nosotros seguir las huellas del Jesús Niño: admiremos, amemos y confiemos sin reservas en la protección y en el amparo de San José, el padre perfecto y el amigo siempre fiel que nos conducirá, en medio de las batallas de la vida, al Reino de María, al Reino de los Cielos. ◊

     

    Notas


    1 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. San José: ¿Quién lo conoce?… Madrid: Asoc. Sálvame Reina de Fátima, 2017, p. 203.

    2 Cf. THOMPSON, Edward Healy. Vida e glórias de São José. Dois Irmãos: Minha Biblioteca Católica, 2021, p. 20.

    3 Ídem, p. 21.

    4 Ídem, ibídem.

    5 CLÁ DIAS, op. cit., p. 348.

     

  • La espada del espíritu y el escudo de la fe

    La espada del espíritu y el escudo de la fe

    En este primer trimestre del año, el coronavirus continúa siendo el tema dominante. Las sucesivas normas sobre este asunto presentan, en general, un enfoque unidimensional y no siempre «científicamente correcto». Algunas hasta causan desconcierto… Sin hablar de las dosis de fake news con las que se intenta engañar a la opinión pública.

    «Sursum corda — ¡Levantemos el corazón!». Vamos a nuestro tema eucarístico de cada mes, que hoy abordaremos desde un ángulo diferente… y desafiante.

    Iglesia militante, iglesia peregrina

    Hasta hace poco tiempo era corriente usar el término «Iglesia militante» para referirse al segmento del Cuerpo Místico de Cristo del que forman parte los vivos, porque «¿no es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra?» (Job 7, 1). Junto a la purgante y a la gloriosa, constituye el conjunto de la Iglesia Católica Apostólica Romana —otra expresión que va cayendo en desuso.

    Actualmente se opta por decir «Iglesia peregrina», lo que no es incorrecto, pero es menos preciso. Para vivir las exigencias de la fe es necesario vencer obstáculos, negarse a sí mismo, cargar con la cruz. ¡Hay que militar! Las fuerzas para ese arduo compromiso nos vienen de la gracia de Dios, siendo los sacramentos vehículos de la gracia. El de la Confirmación, por ejemplo, que transforma al bautizado en soldado de Cristo.

    El combate anunciado por Job se libra, ante todo, en el campo espiritual: «Porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire» (Ef 6, 12). No obstante, tiene desdoblamientos en el campo material, dado que también entre los hombres hay maldad deliberada y culposa.

    Santos guerreros, modelos de heroísmo cristiano

    Cuando en la cristiandad floreció la caballería y se dieron las gestas de las Cruzadas, hoy tan criticadas, hubo contiendas admirables, tanto en Europa como en Oriente Medio. Sin duda, alguno objetará que la miseria humana no estuvo ausente. Sí, pero ¡hasta las empresas más loables se han visto tiznadas con la fragilidad congénita de los desterrados hijos de Eva! Las Cruzadas fueron impulsadas por los Papas y en ellas participaron santos de la talla de Luis IX de Francia o Fernando III de Castilla.

    Siglos más tarde, así se expresaba Santa Teresa del Niño Jesús: «Siento la vocación de un guerrero… siento en mi alma la valentía de un cruzado, de un zuavo pontificio; quisiera morir en un campo de batalla en defensa de la Iglesia».1 ¿Lirismo? ¿Meras expansiones juveniles? No. ¡Son decires de una doctora de la Iglesia!

    De hecho, en el Santoral figuran los nombres de varios guerreros, modelos de heroísmo cristiano. Hay otros que, sin haber entrado propiamente en la arena, estimularon lides justas mereciendo la honra de los altares. Y son numerosísimos los valientes defensores de la fe que, aunque no estén en el catálogo de los santos canonizados, han ganado el Cielo.

    «No he venido a sembrar paz, sino espada»

    En la Sagrada Escritura se relatan permanentes conflictos entre fieles (etimológicamente: los que tienen fe) e infieles (los que no la tienen). No debe causar extrañeza, porque pues Dios le dijo a la serpiente después de la caída original: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (Gén 3, 15).

    Se trata de una enemistad puesta por Dios, no por la voluntad o el capricho humano. Y el último libro sagrado recoge la misma verdad: «Y se llenó de ira el dragón contra la mujer, y se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios» (Ap 12, 17).

    Así, la Biblia se abre y se cierra con esta enseñanza clave: la vida en esta tierra es una batalla constante, prolongación de la celestial : «Y hubo un combate en el Cielo: Miguel y sus ángeles combatieron contra el dragón, y el dragón combatió, él y sus ángeles» (Ap 12, 7).

    En los Evangelios encontramos también significativos pasajes que apuntan a ese estado de beligerancia. Veamos tan sólo dos ejemplos. Primero: Simeón que dice de Jesús, en la Presentación: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción» (Lc 2, 34). Segundo: lo dicho por el propio Señor: «No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espada» (Mt 10, 34).

    ¿Cómo explicar la aparente contradicción?

    Bien, ¿qué pensar de todo esto? Antes que nada, digamos con el Maestro: «Bienaventurados los que trabajan por la paz» (Mt 5, 9). Él nos enseñó a amar a los enemigos, a perdonar hasta «setenta veces siete» (cf. Mt 18, 21-22), a rezar por los que nos persiguen (cf. Mt 5, 43-44), etc. Eso también está en los Evangelios. Entonces ¿cómo explicar la aparente contradicción?

    Es que el amor a «mi persona» es, digámoslo así, negociable, pero el amor a Dios, no. Tratándose de intereses propios, debo ceder y poner la otra mejilla, pero la causa de Dios es sagrada e irrenunciable… Salvo que se ignore el primer mandamiento, resumen de toda la ley.

    Es un hecho que las ideas y los reflejos de muchos católicos se han visto afectados por los miasmas del relativismo, al no querer ver de frente una verdad elemental: el amor y el odio se acompañan como la luz y la sombra. Quien adora al Señor combate la idolatría; quien ama la virtud odia el pecado; quien da culto a Dios y a los santos detesta al demonio y a sus agentes. ¿Cómo no va a ser así? Hay incompatibilidad entre luz y tinieblas.

    A estas alturas, algún lector podrá haberse sorprendido por el rumbo inusual que ha tomado esta meditación eucarística, que va llegando a su término. Sin embargo, toda esta introducción, quizá demasiado extensa, ayuda a desembocar más fácilmente en nuestro permanente empeño: el fomento del culto eucarístico.

    Nuestra «militancia» pasa por adorar a Jesús Hostia y a propagar el amor a Él, lo que implica en «cruzarse por la Eucaristía». Se trata, ya no de reconquistar el Santo Sepulcro, sino de exaltar la presencia real del Resucitado. En este singular enfrentamiento se pelea contra la ignorancia y la apatía, con las armas de la palabra y del ejemplo, para vencer la generalizada inconsecuencia de nuestros hermanos en la fe y atraerlos al Pan del Cielo. Libremos esta «guerra santa» bajo el manto de la Virgen, que es «hermosa como la luna, refulgente el sol, terrible como un ejército en orden de batalla» (Cant 6, 10).

    Notas

    1 SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS. Manuscrits autobiographiques. Manuscrit B, 2v.
  • Cuando me distraigo, ¿mi oración pierde su valor?

    Cuando me distraigo, ¿mi oración pierde su valor?

    Según afirma Santo Tomás de Aquino (cf. Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 1-2), la oración consiste en la elevación de nuestra mente a Dios, inflamada por la devoción y el fervor de la caridad. No rezamos a Dios para manifestarle algo desconocido a su infinita sabiduría ni para que altere los designios de su providencia divina, sino para que nos convenzamos de la necesidad de recurrir a su auxilio y de pedirle todo lo que Él, desde toda la eternidad, ha dispuesto concedernos por el mérito de nuestras plegarias.

    En el curso de nuestras oraciones, parecería ilícita cualquier distracción, incluso cuando nos esforzamos en extremo. ¿Podemos elevar a Dios súplicas, provechosamente, mientras nuestros pensamientos divagan lejos de su divina majestad? La solución de Santo Tomás a esta dificultad resulta tan sorprendente como consoladora: «Nadie está obligado a lo imposible. Pero es imposible mantener la mente atenta en algo durante mucho tiempo sin dejarse llevar de repente por otra cosa. Luego no es necesario que la oración vaya siempre acompañada de la atención» (Comentario a las Sentencias. L. iv, d. 15, q. 4, a. 2, qc. 4).

    Examinemos las palabras del Doctor Angélico. La atención es necesaria para que nuestra oración tenga más valor y alimente nuestra alma. No podemos, de propósito, dejar que nuestro pensamiento divague, so pena de perder los frutos de nuestras oraciones, pues las distracciones voluntarias alejan nuestra mente de Dios. Sin embargo, las distracciones involuntarias no le restan a la oración su mérito. La mente humana, debido a la flaqueza de su naturaleza debilitada por el pecado original, no logra permanecer siempre en las alturas, ya que el peso de esa flaqueza arrastra al alma hacia lo más bajo (cf. Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 13, ad 2).

    En otras palabras, si nos distraemos por debilidad y no por negligencia, nuestra oración seguirá siendo agradable a Dios. El fervor interior debe ser la causa de nuestras plegarias. Oramos para honrar y reverenciar a Dios, entregándole sumisamente nuestra alma y reconociendo, mediante súplicas, nuestra total dependencia de Él, fuente y causa de todos los bienes (cf. Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 3; a. 14). De este deseo, nacido del amor a Dios, dependen los méritos y la fuerza de las peticiones, a pesar de nuestras distracciones involuntarias: «Si esta primera intención falta, [la oración] ni es meritoria ni impetratoria: “pues Dios no escucha la oración que se hace sin intención”, como dice San Gregorio» (Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 13).

    ¿Qué conclusión debemos sacar de las enseñanzas de Santo Tomás? Cuando recemostratemos de rezar bien, para obtener mayor provecho. Hagamos todo lo posible para que nuestra oración sea agradable a Dios. Acabemos con todas las distracciones voluntarias y luchemos al máximo contra las involuntariasNo recemos por mera obligación, como quien intenta librarse de una tarea tediosa, sino por amor, con fervor, con la intención de elevar el corazón al Cielo y unirnos cada vez más al Padre. Sobre todo, no caigamos en el sofisma de decir: «Mejor no rezar, porque no rezo bien…». Con razón el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira afirmaba que tenía ganas de escribir un opúsculo que se llamara El valor de la oración mal hecha, porque es cierto que el Altísimo no desprecia nuestras buenas disposiciones cuando nos dirigimos a Él, aunque no sean perfectas. ◊

  • ¿A quién nos dirigimos cuando rezamos?

    ¿A quién nos dirigimos cuando rezamos?

    Educar en la oración según la tradición de la Iglesia

    El deseo de aprender a rezar de modo auténtico y profundo está vivo en muchos cristianos de nuestro tiempo, a pesar de las no pocas dificultades que la cultura moderna pone a las conocidas exigencias de silencio, recogimiento y oración. […] Sin embargo, frente a este fenómeno, también se siente en muchos sitios la necesidad de unos criterios seguros de carácter doctrinal y pastoral, que permitan educar en la oración, en cualquiera de sus manifestaciones, permaneciendo en la luz de la verdad, revelada en Jesús, que nos llega a través de la genuina tradición de la Iglesia. […]

    El contacto siempre más frecuente con otras religiones y con sus diferentes estilos y métodos de oración han llevado a que muchos fieles, en los últimos decenios, se interroguen sobre el valor que pueden tener para los cristianos formas de meditación no cristianas. […]

    Para iniciar esta consideración se debe formular, en primer lugar, una premisa imprescindible: la oración cristiana está siempre determinada por la estructura de la fe cristiana, en la que resplandece la verdad misma de Dios y de la criatura. […] El cristiano, también cuando está solo y ora en secreto, tiene la convicción de rezar siempre en unión con Cristo, en el Espíritu Santo, junto con todos los santos para el bien de la Iglesia.

    Fragmentos de: SAN JUAN PABLO II.
    «Orationis formas», carta publicada por la
    Congregación para la Doctrina de la Fe
    , 15/10/1989.

    La oración es una relación personal con el Dios vivo y verdadero

    El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto; el hombre lleva en sí mismo el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como «expresión del deseo que el hombre tiene de Dios». Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración […].

    Sin embargo, la búsqueda del hombre sólo encuentra su plena realización en el Dios que se revela. La oración, que es apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte así en una relación personal con Él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de tomar la iniciativa llamando al hombre al misterioso encuentro de la oración.

    Fragmentos de: BENEDICTO XVI.
    Audiencia general, 11/5/2011.

    Necesidad de unir la verdadera y digna noción de Dios a su nombre

    No puede tenerse por creyente en Dios el que emplea el nombre de Dios retóricamente, sino sólo el que une a esta venerada palabra una verdadera y digna noción de Dios. Quien, con una confusión panteísta, identifica a Dios con el universo, materializando a Dios en el mundo o deificando al mundo en Dios, no pertenece a los verdaderos fieles.

    Ni tampoco lo es quien […] pone en lugar del Dios personal el hado sombrío e impersonal, negando la sabiduría divina y su providencia, «la cual se extiende poderosa del uno al otro extremo» (Sab 8, 1) y lo dirige a buen fin. Ese hombre no puede pretender que sea contado entre los verdaderos fieles.

    Fragmentos de: PÍO XI.
    Mit Brennender Sorge, 14/3/1937.

    No emplear el nombre tres veces santo de Dios como una etiqueta vacía de sentido

    Vigilad, venerables hermanos, con cuidado contra el abuso creciente, que se manifiesta en palabras y por escrito, de emplear el nombre tres veces santo de Dios como una etiqueta vacía de sentido para un producto más o menos arbitrario de una especulación o aspiración humana; y procurad que tal aberración halle entre vuestros fieles la vigilante repulsa que merece.

    Nuestro Dios es el Dios personal, trascendente, omnipotente, infinitamente perfecto, único en la trinidad de las personas y trino en la unidad de la esencia divina, Creador del universo, Señor, Rey y último fin de la historia del mundo, el cual no admite, ni puede admitir, otras divinidades junto a sí.

    Fragmentos de: PÍO XI.
    Mit Brennender Sorge, 14/3/1937.

    A nadie le es lícito decir: Creo en Dios, y esto es suficiente para mi religión

    La fe en Dios no se mantendrá por mucho tiempo pura e incontaminada si no se apoya en la fe en Jesucristo. «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo» (Lc 10, 22). […] A nadie, por lo tanto, le es lícito decir: Yo creo en Dios, y esto es suficiente para mi religión.

    La palabra del Salvador no deja lugar a tales escapatorias: «El que niega al Hijo tampoco tiene al Padre; el que confiesa al Hijo tiene también al Padre» (1 Jn 2, 23).

    Fragmentos de: PÍO XI.
    Mit Brennender Sorge, 14/3/1937.

    Sólo en Cristo podemos dialogar con Dios como hijos

    La oración es la relación de los hijos con su Padre, y sólo en Cristo podemos dialogar con Dios como hijos y decir como dijo Él: «Abbá»

    Debemos recordar ante todo que la oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo. […] Sólo en Cristo, en efecto, podemos dialogar con Dios Padre como hijos, de lo contrario no es posible, pero en comunión con el Hijo podemos incluso decir nosotros como dijo Él: «Abbá».

    En comunión con Cristo podemos conocer a Dios como verdadero Padre (cf. Mt 11, 27). Por esto, la oración cristiana consiste en mirar constantemente y de manera siempre nueva a Cristo, hablar con Él, estar en silencio con Él, escucharlo, obrar y sufrir con Él. […] No olvidemos que a Cristo lo descubrimos, lo conocemos como persona viva, en la Iglesia.

    Fragmentos de: BENEDICTO XVI.
    Audiencia general, 3/10/2012.

    Por la oración, abrimos ventanas hacia el Cielo

    Los cristianos hoy están llamados a ser testigos de oración, precisamente porque nuestro mundo está a menudo cerrado al horizonte divino y a la esperanza que lleva al encuentro con Dios. En la amistad profunda con Jesús y viviendo en Él y con Él la relación filial con el Padre, a través de nuestra oración fiel y constante, podemos abrir ventanas hacia el Cielo de Dios. […]

    Eduquémonos en una relación intensa con Dios, en una oración que no sea esporádica, sino constante, llena de confianza, capaz de iluminar nuestra vida, como nos enseña Jesús.

    Fragmentos de: BENEDICTO XVI.
    Audiencia general, 30/11/2011.

  • Sobre la piedra que es Pedro

    Sobre la piedra que es Pedro

    La tecnología ha hecho progresos asombrosos en el campo del armamento a lo largo de las últimas décadas. Con frecuencia se informa sobre innovaciones de este tipo, aún más a propósito del amenazante conflicto en Ucrania. El poderío bélico de una nación, sin embargo, no puede limitarse a la mera producción y almacenamiento de armas. Como es praxis en las guerras, cada bando trata de apropiarse del arsenal enemigo, estudiarlo y utilizarlo contra su antiguo dueño.

    De manera análoga, desde sus orígenes, el papado ha sido una institución ferozmente combatida por hombres y demonios. Por supuesto que en esta batalla hay un claro vencedor, pues las puertas del infierno jamás prevalecerán contra la Iglesia (cf. Mt 16, 18). Hay momentos, sin embargo, en que el núcleo de la lucha se extiende hasta el corazón de Pedro, y los enemigos buscan hacerlo palpitar contra la propia institución que debería proteger. En estas condiciones, ¿qué pueden hacer por él los fieles que militan en la tierra?

    Retrocedamos a los orígenes de la misión del sumo pontífice para responder mejor a esta pregunta.

    ¿Quién es Pedro?

    A lo largo de los siglos, se han ido desarrollando expresiones muy singulares para referirse al primer Papa. Entre otras denominaciones que se remontan a tiempos lejanos encontramos éstas: «Príncipe de los Santos Apóstoles», «corifeo de su coro», «boca de todos los Apóstoles», «columna de la Iglesia».1 Como señaló el papa León XIII, estos títulos preconizan brillantemente que Pedro fue puesto en el más alto grado de dignidad y poder.

    De hecho, el Señor lo constituyó —y en él también a sus legítimos sucesores— como cabeza visible de la Iglesia militante, concediéndole directa e inmediatamente un primado de verdadera y propia jurisdicción, y no sólo honorífico.2 En virtud de su cargo como representante de Cristo y pastor de la Iglesia, el sumo pontífice tiene autoridad suprema y universal sobre toda la institución.3

    Pero el primado de Pedro, cuyo reconocimiento y sumisión son necesarios para la salvación,4 se ejerce en armonía con la constitución colegial de la Iglesia, es decir, con los obispos del mundo entero que están unidos a él. Se trata, por tanto, de un primado de comunión.5 Nuestro Señor Jesucristo, a fin de cuentas, es quien gobierna a su Esposa Mística por medio del Papa y de los legítimos pastores.6 Así pues, no le corresponde al desempeño de esta autoridad un régimen tiránico y totalitario.

    El Santo Padre también preside en la caridad,7 o sea, le incumbe la primacía en el amor al Señor. ¡Precedencia en la caridad! Una mirada retrospectiva a los albores del papado podrá ayudarnos a comprender mejor la grandeza de esta institución divina. Sobre todo, nos alentará a tener por ella una dilección más fervorosa, ya que una dedicación desinteresada de las ovejas puede ayudar a Pedro en su ardua misión en el transcurso de los siglos.

    La primera mirada de Jesús a Simón

    El Evangelio de San Juan registra, con singulares pormenores, el acontecimiento que transformó la vida de un pescador de Galilea.

    Andrés era uno de los dos discípulos que acompañaban a San Juan Bautista cuando éste, al avistar a Jesús, declaró: «Éste es el Cordero de Dios» (1, 36). Habiéndose quedado aquel día con el Maestro, Andrés salió enseguida a buscar a su hermano y le manifestó: «Hemos encontrado al Mesías» (1, 41). ¡Qué luz no debió haber iluminado el alma de Simón al oír el anuncio de la llegada del Salvador!

    Hemos de considerar que, desde toda la eternidad, el Señor sabía a quién iba a elegir como piedra fundamental de su Iglesia. Había llegado, pues, el momento de encontrarse con él en el tiempo. Narra el evangelista que Andrés llevó a su hermano ante el divino Maestro, y «Jesús se le quedó mirando y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que quiere decir Pedro, o piedra)”» (1, 42).

    Esta mirada de eterna dilección jamás abandonará a Pedro. Es la revelación inicial que Jesús le hace a su futuro vicario, y sobre esta verdad fundamental se yergue la misión de la «columna de la Iglesia».

    Fijándose en él, el Maestro contempló a todos los que le sucederían en el solio pontificio. En efecto, por institución del propio Cristo —por derecho divino, por tanto— es por lo que el bienaventurado Pedro tiene perennes sucesores en el primado sobre la Iglesia universal.8 Cada legítimo sumo pontífice perpetúa el mismo primado de Cefas. En cierto modo, también reciben del Señor la mirada que, además de convocarlos para el cargo, los invita a reafirmarse en su amor.

    En la primera mirada de Jesús a Pedro, el papado encuentra su verdadero horizonte. La fuerza de esta mirada continuó sustentando a Cefas a lo largo de los siglos, asegurando la firmeza de la roca sobre la cual se erige la Iglesia.

    Una confesión, un premio, un encargo

    Con su insuperable pedagogía divina secundada por gracias, el Señor modeló y predispuso paso a paso el corazón de Simón para que en determinado momento recibiera de Dios Padre una importantísima revelación (cf. Mt 16, 17).

    San Pedro poseía la virtud de la fe en tal alto grado que fue el varón elegido para confesar la divinidad de Jesús. Esta proclamación «se realizó con base en un discernimiento penetrante, lúcido y abarcador de la naturaleza divina del Hijo de Dios»,9 conforme explica Mons. João Scognamiglio Clá Dias.

    Así pues, estando con el Maestro en la región de Cesarea de Filipo, lejos de los acontecimientos arrebatadores y de la agitación de las turbas, sólo se oía la voz de la fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16). A continuación, Jesús le anunció a Cefas que edificaría una obra indestructible, la Iglesia, y le entregaría a él «las llaves del Reino de los Cielos» (Mt 16, 19).

    Pedro y Juan, una relación evocadora

    Jesús flanqueado por San Pedro y San Juan Evangelista – Iglesia del Santísimo Sacramento, Nueva York

    Sin embargo, la fe del primer Papa, por grande que fuera, no le bastaría para corresponder a su llamamiento. Pedro le aseguró al Maestro que nunca lo abandonaría; no obstante, de entre los Apóstoles, únicamente Juan estuvo al pie de la cruz (cf. Lc 22, 33; Jn 19, 26). Pedro tuvo miedo cuando Jesús obró la pesca milagrosa en el lago de Genesaret: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8); Juan reclinó su frente sobre el corazón del Redentor (cf. Jn 13, 25), porque «no hay temor en el amor» (1 Jn 4, 18). Finalmente, Pedro proclamó su fe en Jesús, y Juan expresó con singular claridad en qué consiste el centro de nuestra fe y la imagen cristiana del Creador, diciendo: «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16), como enseña Benedicto XVI.10

    No pretendemos insinuar que entre el Príncipe de los Apóstoles y San Juan existiera una completa igualdad. A mediados del siglo XVII, durante el pontificado de Inocencio X, fue juzgada y declarada herética la doctrina sostenida por el jansenista Marín de Barcos, que defendía una doble cabeza en la Iglesia.11 El hereje equiparaba al apóstol Pablo con San Pedro en el poder supremo y en el gobierno de la Iglesia universal.

    Creemos, más bien, que la preciosa relación entre Cefas y Juan —el apóstol del amor—, tan evidente en los Evangelios, parece subrayar cuánto la excelencia de la fe depende de la soberanía de la caridad, aun siendo ambas virtudes hermanas, eslabones de una misma cadena.

    «Pedro, ¿me amas?»

    «La fe actúa por el amor»,12 afirma Santo Tomás; en efecto, la caridad hace perfecto y formado el acto de la fe.

    Nuestro Señor Jesucristo entrega el rebaño de la Iglesia a San Pedro – Londres

    Ahora bien, transcurridos algunos años de convivencia con el Señor, a pesar de ser grande la fe de Pedro, imperfecto era aún su amor. Y el divino Maestro, antes de subir al Cielo, quiso consolidar a su elegido en la misión que le había reservado. Y esto sucedió en una de las apariciones a los Apóstoles después de la Resurrección, junto al lago de Tiberíades, cuando Jesús le preguntó tres veces: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Ante cada respuesta afirmativa, Jesús le ordena: «apacienta mis corderos», «pastorea mis ovejas», «apacienta mis ovejas» (Jn 21, 15-17).

    La caridad es la condición para apacentar el rebaño de Cristo, ya que, como hemos visto, se trata de un atributo esencial del primado petrino. Así, aumentando el amor de Cefas, el Salvador garantizaba la perennidad de la institución pontificia.

    Por consiguiente, es deducible de ahí que las flaquezas en la vida de San Pedro —y las del papado a lo largo de los siglos— se deban principalmente a las defecciones en la línea del amor. Son dos milenios ya de inmaculada defensa de la fe por parte del magisterio infalible; no obstante, sin faltar nunca a la ortodoxia en las palabras, se puede predicar el desamor con el ejemplo.

    Dos mil años de existencia

    Inmediatamente después de la triple interpelación, el Salvador profetizó: «Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21, 18).

    El papado cuenta con una existencia bimilenaria. Quizá, en determinado contexto histórico, esta institución de larga data se vea sujeta a lo que el divino Maestro le predijo a San Pedro: que le extendería sus brazos a los verdugos que quieren crucificarla, que sería ceñida y llevada por extraños adonde no desea ir, por donde no debe ir.

    Santa Faustina, la secretaria de la misericordia de Jesús, registra en su diario estas dolorosas palabras del Señor: «Los grandes pecados del mundo hieren mi Corazón algo superficialmente, pero los pecados de un alma elegida traspasan mi Corazón por completo…».13

    Negación de San Pedro – Museo de Bellas Artes, Córdoba (España)

    Durante la Pasión, estando en la casa de Caifás, Pedro negó tres veces a la Verdad, y tres veces la Verdad cayó en el camino del Calvario. ¿No serían estos desafortunados pronunciamientos del primer Papa cuales nuevas piedras de tropiezo para el Salvador (cf. Mt 16, 23)? Es grande el poder de Pedro, que todo lo puede atar en la tierra y en el Cielo.

    Sin embargo, la predilección —ese insondable misterio— marcó el alma de Cefas para siempre. Nos atrevemos a decir que, ante la omnipotencia del perdón divino y de las oraciones de María, incluso hasta el poder de las llaves es impotente: «El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: “Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces”. Y, saliendo afuera, lloró amargamente» (Lc 22, 61-62).

    Sin duda, esta insigne gracia de contrición fue comprada por las súplicas de la Santísima Virgen: podemos decir que María sustentó la Iglesia en aquel momento, como hoy sustenta el papado.

    Cimentada sobre la sangre de los mártires

    Es difícil admitir que hay una mirada más significativa para un Papa que la del Redentor ajusticiado. En la expresión sufridora de Jesús se contempla en germen el triunfo de la Resurrección; además, la muerte del Señor en la cruz compró la inmortalidad de su Esposa —la Iglesia—, fundada sobre la roca que es Pedro.

    Siguiendo una antigua tradición, el sumo pontífice se revestía de un bellísimo calzado rojo, viniendo a significar que la Iglesia está cimentada sobre la sangre de los mártires. Los pasos de Cefas eran, por tanto, acompañados simbólicamente por el testimonio de aquellos que, perseverando en la fe, se ofrecieron en sacrificio por Cristo.

    De hecho, el holocausto del Señor es la razón de incontables otros. Incluso hasta en nuestros días, la sangre de los mártires se renueva continuamente. Sí, porque un suplicio quizá mayor y más injusto que el de morir por odio a la religión es el de ser martirizado por la fidelidad al amor. Expliquémoslo mejor. Con gran acierto, un célebre orador afirmó en una ocasión: ser amado y no amar es ser tirano; amar y no ser amado es ser mártir.14

    Job visitado por sus amigos – «Grandes Horas de Ana de Bretaña»

    Ejemplo de este martirio de alma podemos encontrarlo en el justo Job, que perseveró en su inocente rectitud, resistiendo impasible a los atroces sufrimientos que la Providencia permitió que el demonio le infligiera, sin el alivio de ninguna consolación espiritual. Este admirable personaje bíblico también representa a los varones que hoy sufren por el Cuerpo Místico, en unión con su cabeza, Nuestro Señor Jesucristo, por pura devoción a la roca inquebrantable del papado.

    Una gema inédita entregada al papado

    Quizá, en determinado contexto histórico, Pedro haya faltado o venga a faltar con la reciprocidad de amor por los hijos que tanto lo aman. Para ello no sería preciso ningún gesto ostensivo; hay ciertas formas de silencio que confunden, hay indiferencia y omisiones que se enumeran entre los mayores actos de desamor. De verificarse tal absurdo, sería ocasión para dar a la elección y a la autoridad de Cefas una prueba inmensa de fidelidad, llevada al extremo. Y un único motivo bastaría para explicar este amor tan inexplicable: simplemente porque él es Pedro.

    En unión con los infinitos méritos del Redentor, queda por preguntarse qué frutos se derivarían de la sangre derramada con tanta generosidad. Dios no deja de premiar a quien se inmola por Él sin buscar recompensa: llegará el día en que esos Job serán exaltados por su innegable amor a Pedro, y su sangre resplandecerá cual gema preciosísima e inédita en la institución del papado, como indagando: «Pedro, ¿me amas?».

    Nada es en vano. Las apariciones de Cova da Iria y la promesa incondicional de Nuestra Señora de Fátima adquieren un brillo especial cuando se aplican al papado: «Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará». Se trata de la victoria del amor de María, que abre una nueva era de fe para el mundo y para la Santa Iglesia. ◊

     

    Notas


    1 LEÓN XIII. Satis cognitum: DH 3308.

    2 Cf. CONCILIO VATICANO I. Pastor æternus: DH 3055.

    3 Cf. LEÓN XIII, op. cit., 3309.

    4 Cf. BONIFACIO I. Carta «Institutio», a los obispos de Tesalia: DH 233; Carta «Manet beatum», a Rufo y a los otros obispos de Macedonia: DH 234; BONIFACIO VIII. Unam sanctam: DH 875.

    5 Cf. CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium, n.º 18: DH 4142.

    6 Cf. Ídem, n.º 14, 4137.

    7 Cf. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Lettre aux Romains: SC 10, 107.

    8 Cf. CONCILIO VATICANO I, op. cit., 3056-3058.

    9 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2013, t. VII, pp. 125-126.

    10 Cf. BENEDICTO XVI. Deus caritas est, n.º 1.

    11 Cf. INOCENCIO X. Decreto del Santo Oficio, 24/1/1647: DH 1999.

    12 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 4, a. 3.

    13 SANTA FAUSTINA KOWALSKA. Diario. La Divina Misericordia en mi alma. Stockbridge: Marian Press, 2010, p. 600.

    14 Cf. VIEIRA, Antonio. «Sermão da primeira sexta-feira da Quaresma». In: Obra Completa. São Paulo: Loyola, 2015, t. II, vol. II, p. 154.