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  • Santa Francisca Romana

    Santa Francisca Romana

    Desde muy joven sintió el llamado al estado religioso, habiendo llevado una eximia vida
    de piedad y recitando el oficio de Nuestra Señora. Era de un pudor ejemplar, y la virtud de la
    obediencia también tenía un brillo especial en ella, al punto de, a los 12 años, obedeciendo a
    su confesor y a los deseos de su padre, contraer matrimonio con el noble Lorenzo deʼ Leoni.
    Habiéndose enfermado gravemente poco después del matrimonio y no consiguiendo
    curarse, se opuso a hacer cualquier tipo de sortilegio, afirmando que prefería la muerte a
    ofender a Dios. Curada milagrosamente, intensificó aún más la vida de piedad.

    Con el fallecimiento de su suegra, la gestión del hogar quedó bajo su cuidado. Pero los numerosos quehaceres no disminuyeron en nada sus oraciones. Se confesaba dos veces por semana y comulgaba frecuentemente. Gracias a ese fervor en las prácticas de piedad, aseguraba la perfecta armonía en el hogar. Francisca fue un ejemplo de caridad, pues no ahorraba medios para socorrer a los más necesitados. Por eso su marido le advertía que tanta generosidad los llevaría a la miseria. Y de hecho, en cierta ocasión, cuando ya había donado todo el trigo de su despensa, juntó cuidadosamente lo poco que le había sobrado por el piso, para atender a un limosnero.

    Sabiendo lo que había sucedido, su suegro y su marido fueron a la despensa de la casa para ver qué pasaba. ¡Cuál no fue su sorpresa al depararse con 40 medidas del mejor trigo! Algo semejante pasó con el vino, usado por los pobres como remedio, que también llegó a faltar. Al verificar los toneles, ¡los encontraron llenos de un vino superior al que se había agotado!

    De los tres hijos que tuvo, dos fallecieron víctimas de la peste. Cerca de un año después de la muerte del primer hijo, éste se le apareció en estado glorioso y le presentó a un ángel que la acompañaría desde entonces por el resto de la vida. Tenía éxtasis frecuentemente, y recibió varias revelaciones sobre el purgatorio, el infierno y los ángeles. A veces era atormentada por demonios, inclusive con agresiones físicas.

    A pesar de su intensa vida mística, no descuidaba sus deberes de esposa y madre. Dedicaba un cuidado particular a los enfermos, y por más de treinta años sirvió en hospitales. Agraciada por Dios con el don de la cura, fabricaba un remedio compuesto de diversos aceites y jugos, al cual le atribuía el bien alcanzado, evitando así la fama de taumaturga. 

    Alimentaba un entusiasmo especial por meditar en la Pasión de Nuestro Señor y sufría místicamente sus dolores. Tal vez por eso era muy rígida consigo misma, penitenciándose con frecuencia. Pero, al mismo tiempo, demostraba mucha suavidad e indulgencia para con las otras personas.

    En 1425 se consagró a Nuestra Señora, bajo cuya maternal protección fundó, junto con un grupo de señoras piadosas, la asociación de las Oblatas de la Santísima Virgen, las cuales se reunían en la Iglesia de Santa María, la Nueva. Con la aprobación concedida por el Papa Eugenio IV en 1433, esas señoras pasaron a vivir en una casa en Tor deʼ Specchi. Pero Francisca sólo pudo acompañarlas en 1436, cuando, después del fallecimiento de su esposo, fue elegida superiora del convento por ella fundado. 

    Falleció el 9 de marzo de 1440, y su cuerpo se venera en la Iglesia de Santa María, la Nueva.

    (Revista Dr. Plinio, No. 180, marzo de 2013, p. 30-33, Editora Retornarei Ltda., São Paulo).

  • Christus factus est pro nobis

    Christus factus est pro nobis

    Christus factus est pro nobis obediens usque ad mortem, mortem autem crucis.
    Propter quod et Deus exaltavit illum, et dedit illi nomen, quod est super omne nomen. (Phil. 2, 8-9)

    Cristo se hizo, por nosotros, obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalzó y le dio un nombre que está sobre todo nombre. (Flp. 2, 8-9)

  • El burrito más feliz de la Historia

    El burrito más feliz de la Historia

    Había pasado ya de la hora nona y el sol aún calentaba con fuerza la aldea de Betfagé, situada en las proximidades de Betania. En aquellos días, toda la región experimentaba la sequía y el hambre…

    Los hijos de Bartolomé, honesto labrador, molían el trigo, que con tanto esfuerzo habían producido ese año, y ordenaban el heno en el granero de la casa. Marcos, el más joven de la familia, se encargaba de llevarles la harina a los compradores. Solía canturrear los salmos mientras cargaba los lomos de su burrito con pesados sacos de harina.

    Ese animal era joven y gozaba de buena salud. Nadie lo había montado nunca; solamente lo usaban para carga. Obedecía prontamente y se entregaba tanto como podía en las tareas de transporte.

    Aquella tarde, el pobre asno estaba bastante cansado… Después de una merecida ración de comida y una considerable dosis de agua, pudo retirarse a fin de recuperar las fuerzas para la próxima jornada.

    —Vaya, ¡qué pesado ha sido tu trabajo hoy! ¡Eh, burrito! ¡Qué vida tan dura llevas! —le decía una atrevida gallina.

    —Pues sí, estoy exhausto…

    En ese mismo instante en que conversaban, empezó a temblar el suelo. Una enorme polvareda se levantó y la gallina, desesperada, comenzó a gritar:

    —¡Ha llegado el fin del mundo! ¡Me voy corriendo a recoger a mis polluelos bajo mis alas! ¡Adiós!

    Y se marchó… El borriquito se empacó, contuvo la respiración, cerró los ojos y se encogió de miedo. Entonces oyó una voz atronadora:

    —¡¡¡Alto!!!

    La tropa, que se trasladaba a pasos sincronizaos, se detuvo disciplinadamente frente a la casa de Bartolomé. Poco a poco, la nube de polvo fue desapareciendo y el burrito tuvo el valor de abrir uno de sus ojos para comprobar si el mundo se había acabado realmente… Sorprendido, percibió que se trataba de una legión romana que se dirigía a Jerusalén. Y en medio de la multitud de soldados vislumbró algunas cuadrigas tiradas por fuertes y hermosos caballos.

    El joven asno, amarrado en un poste, pensaba consigo mismo:

    —¡Ay! ¡Qué honroso sería llevar uno de esos carros utilizado únicamente por oficiales de guerra! Ese capitán, tiene tanta categoría… ¡Qué hombre importante! Todos los judíos se apartan para dejarle pasar. ¡Oh, qué magnífico!

    Pero después de un largo suspiro:

    —¡Ah, si yo fuera un caballo…! Sin embargo, nací jumento… ¡Así lo ha querido Dios!

    Esa noche, el pobre animal estuvo soñando con la gloria de ser un corcel.

    Al rayar la aurora, Marcos reanudó el trabajo con los sacos de harina. Durante los desplazamientos, el burrito oyó el sonido de flautas y tambores. Poco después, vislumbró una caravana de mercaderes orientales. Decenas de camellos, ataviados con ricos jaeces y cargados de valiosos objetos pasaron delante del humilde borriquito que, lleno de admiración, exclamó:

    —¡Mira todos esos camellos! ¡Qué lujosos arreos! Riendas de oro y plata… ¡Qué maravilla! Hasta se parecen a aquellos que mi abuela me contaba que había conocido hace unos treinta años, que acompañaba a tres reyes de Oriente. ¡Ah, si yo pudiera llevar, como ellos, a ricos mercaderes orientales, revestido de ropas y turbantes coloridos, cargados de piedras preciosas y finos tejidos! No obstante, aquí estoy, atado a una estaca…

    Recogido en sus meditaciones, el jumento seguía pensando:

    —¡Oh Dios, Creador mío, cómo desearía hacer algo grandioso en mi vida! Pero he nacido asno, cría de jumenta… ¡Que se haga tu voluntad!

    Y prosiguió con su faena diaria.

    Más tarde, casi al final de la jornada, nuevamente se encontraba atado a una cuerda, prendido al poste junto a la puerta. De repente, vio a dos hombres que se acercaban y, sin dar explicaciones, empezaron a deshacer los nudos que lo retenían.

    —Eh, ¿qué me va a pasar ahora? Creo que esta gente tiene tanta hambre que ha decidido comer carne de burro. ¡Quien tiene hambre hasta de esto se alimenta! ¡Qué le voy a hacer!…

    Suspirando continuó:

    —¡Que se haga la voluntad de Dios!

    Al darse cuenta, a distancia, de que querían llevarse su animal de carga, Marcos se dirigió a los dos desconocidos y les preguntó por qué lo desataban. La respuesta fue misteriosa:

    —El Señor lo necesita, pero enseguida te lo devolverá.

    Sin oponer resistencia, Marcos les permitió que se llevaran al borriquito, el cual se dejó guiar tranquilo y resignado.

    Después de un tiempo de caminata, he aquí que se encuentra ante un hombre imponente y de trato bondadoso. Abrió sus ojos como platos para verlo mejor y levantó sus grandes orejas.

    —Este hombre es muchísimo superior a aquellos oficiales romanos y ni de lejos se parece a los orientales que venían en camellos. ¡Ah, no hay comparación! Es diferente.

    Para mayor asombro suyo, varias personas cubrieron con mantos su dorso y a continuación aquel varón se montó en él. No tardó mucho en comprender que se trataba de Jesús de Nazaret, el Mesías esperado desde hacía siglos.

    Su corazón latía cada vez más fuerte… Uno de los que formaban parte del séquito empezó a tirar de él con mucha suavidad siguiendo las orientaciones del Maestro. ¡El burrito se sentía más noble que un brioso corcel!

    Cuando llegaron a las puertas de Jerusalén, una aglomeración de personas de todas las edades y condición los esperaba ansiosamente. Extendían ramas de palmeras en el suelo o las balanceaban en señal de aclamación. También se desprendían de sus propios mantos y los depositaban para que el humilde borriquito del Salvador pasara por encima de ellos.

    —¡Hosanna!¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

    Mientras las capas u otros valiosos tejidos iban recubriendo el camino a su paso, el burrito tuvo un estremecimiento interior. Sin embargo, reconoció que aquella gloria no era suya, sino del Redentor que en él iba montado.

    Cuando terminó la procesión, el Señor se bajó y entró en el Templo. Al final del día, llevaron al borrico de vuelta con su dueño, que lo ató nuevamente al poste. El resto de su vida quedó señalado por aquel día de gloria. Era el animal más feliz del mundo, porque había recibido la gracia de cargar al Rey del universo. ◊

    Por la Hna. Letícia Gonçalves de Sousa, EP

  • El juicio de Nuestro Señor Jesucristo – El encuentro entre dos pontífices

    El juicio de Nuestro Señor Jesucristo – El encuentro entre dos pontífices

    Al recorrer las páginas de los Evangelios, con facilidad nos emocionamos contemplando las maravillas que nuestro Salvador realizó cuando «se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Movido por un amor infinito, nos trajo la Buena Nueva y la certificó con numerosos milagros, los cuales no se limitaban a restituir un bienestar natural a quien lo necesitaba, sino que tenían como principal finalidad restaurar en las almas la unión con su Creador, perdida por el pecado.

    En efecto, había llegado la «plenitud del tiempo» (Gál 4, 4) y la humanidad sería objeto de la mayor muestra del amor divino: la Redención obrada por el Verbo Encarnado, que se cumpliría en la hora entre todas bendita del «consummatum est» (Jn 19, 30).

    Sin embargo, el Señor quiso que tan sublime reconciliación se prenunciara de diversas formas. Una de ellas fue el establecimiento del sacerdocio levítico en Aarón, por medio de Moisés, institución que debía preparar la manifestación del sacerdocio eterno de Jesús al mundo.

    Muy diferente, no obstante, fue la actitud de las autoridades religiosas de Israel, cuyo rechazo a los planes de la Providencia acerca de ellas se consumaría con el juicio del Hijo de Dios, al comienzo de la Pasión.

    Sacerdocio levítico, prefigura del sacerdocio eterno

    La institución del sacerdocio levítico pretendía constituir varones que sirvieran de puente entre los hombres y Dios, o sea, que fueran prefiguras de aquel que uniría efectivamente el Cielo y la tierra.

    Dicha misión se aplicaba sobre todo al sumo sacerdote, designado, por tal motivo, con el término pontífice, cuya etimología es fabricante de puentes. A él le correspondía la preeminencia entre los levitas (cf. Lev 21, 10).

    Cuando el pontífice era consagrado, se le ungía con óleo (cf. Lev 8, 12; Núm 3, 3). Así, en cierto modo, podía ser considerado como un cristo — que en griego significa ungido—, lo que le confería un rasgo prefigurativo más del Mesías.

    Inicialmente, el cargo era vitalicio y de sucesión hereditaria. Por otra parte, la función recaía en la descendencia de Aarón, no en cualquier levita. Con todo, la secuencia se interrumpe en la época de los Macabeos, cuando Jonatán asume el pontificado (cf. 1 Mac 10, 20).

    Más tarde, Herodes el Grande eliminaría su carácter vitalicio y en la época de Jesús tal dignidad era prácticamente comprada al poder romano, que dominaba Judea. De esta manera el sumo sacerdocio se distanció enormemente del designio que Dios le había trazado en la Ley mosaica.

    Sumo sacerdote en el momento auge de la Historia

    Tres Evangelios mencionan a Caifás nominalmente (cf. Mt 26, 3.57; Lc 3, 2; Jn 11, 49; 18, 13) como sumo sacerdote en el cargo durante la vida pública del Salvador, por lo que conviene prestar atención en su figura.

    ¿Acaso fue un pontífice legítimo? San Juan admite que sí (cf. Jn 11, 51). Pero una cosa es cierta: desde el momento en que se volvió contra Jesucristo, negando que Él era el Mesías, se convirtió en un usurpador.

    Casado con la hija de Anás —anterior pontífice—, fue nombrado sumo sacerdote por Valerio Grato. Los hermanos Lémann,1 judíos conversos y sacerdotes de Cristo, sitúan su pontificado entre los años 25-36 d. C. Fue depuesto en el año 36 por Lucio Vitelio, gobernador de Siria, al mismo tiempo que Pilato.

    Hay un aspecto que llama la atención es su prolongada permanencia en el cargo: sus predecesores no lograron conservar tal dignidad más de un año y algo similar ocurrió con sus cinco sucesores inmediatos.

    Al ser el sumo sacerdote en aquel momento auge de la Historia de la humanidad, ¿no habría tenido un singular llamamiento? Nos es legítimo ponderar cuál sería la vocación de esta alma. Si Caifás hubiera correspondido a la gracia ¿qué maravillas podrían haber ocurrido? Debería ser, a todas luces, un pontífice, pues le correspondería construir el puente entre el antiguo sacerdocio y el nuevo. Ciertamente, su deber era someterse con humildad a Jesús y depositar a sus pies la milenaria institución del sacerdocio, que en breve sería elevada a la categoría de sacramento.

    Sin embargo, sucedió exactamente lo contrario: desató una feroz persecución contra aquel que, según erróneamente pensaba, amenazaba su estabilidad en el pontificado y, finalmente, consiguió prenderlo, con el plan de condenarlo a muerte.

    Dos pontífices se encuentran

    Llega la hora del juicio y se produce el encuentro entre dos pontífices. En efecto, el sumo pontífice transitorio se halla ante el eterno Pontífice, el sumo sacerdote de la Antigua Ley ante el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza (cf. Heb 9, 15), un cristo ante «el Cristo», la prefigura ante su plena realización.

    El supuesto juicio tuvo lugar en la casa del propio Caifás, donde estaba reunido el sanedrín para arrancar a cualquier precio la condenación del Justo, aunque se requiriera para ello numerosas infracciones jurídico-religiosas.2

    Artimaña tras artimaña, los miembros de esa pérfida asamblea no escatimaron esfuerzos para lograr sus objetivos. El pontífice, al igual que la jerarquía sanedrita, estaba preso del miedo, la inseguridad y el apremio, lo que le llevó a actuar imprudentemente.

    Sobornaran a hombres para que dieran falsos testimonios: «Aquel desfile de “falsos testigos”, a sabiendas de que lo eran, como sugiere no oscuramente San Mateo (cf. Mt 26, 59-60), acusa una perversidad y una deformación moral inconcebibles».3

    Al no conseguir mediante esa maniobra lo que quería, Caifás lanzó una nueva embestida, también ilícita, para obligar al Salvador a que declarara contra sí mismo: «Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios» (Mt 26, 63).

    Constreñir a alguien a confesar a favor de su propia condena es una actitud absolutamente ilegítima. El Señor le responde, no por respeto a una autoridad que carecía de derecho a interrogarle, sino porque en esa ocasión su silencio equivaldría a una retractación.

    Tan pronto como Jesús afirma taxativamente que es el Hijo de Dios, Caifás, dominado por la ira, se rasga las vestiduras como si hubiera oído una blasfemia. Muy profundo es el comentario de San Jerónimo al respecto: «Mas rasga sus vestimentas el príncipe de los sacerdotes para manifestar que los judíos han perdido la gloria del sacerdocio y que los pontífices tienen sede vacante».4

    ¿De dónde venía tanto odio?

    Ante esta escena, nos podemos preguntar de dónde nace, no sólo en Caifás, sino también en los demás sacerdotes, tanto odio con relación a quien era la «esperanza de Israel» (Hch 28, 20).

    Alguien podría alegar que no tenían conocimiento de que Jesús, de hecho, era el Mesías que había de venir al mundo. Después de todo, ¿no había pedido Él mismo perdón por sus verdugos porque no sabían lo que hacían? A propósito de esta petición del Señor —las primeras palabras que dijo desde la Cruz—, Santo Tomás de Aquino5 distingue que la culpa de la condenación del divino Maestro recayó de manera diferente sobre dos tipos de personas: el pueblo y las autoridades religiosas.

    Los primeros pidieron su muerte porque fueron arrastrados por sus jefes. No obstante, Jesucristo afirma que son culpables —a pesar de su ignorancia—, porque nadie pide perdón por alguien que no ha cometido ninguna falta. En efecto, ¿cuántos de los que habían sido curados, exorcizados y perdonados por el Buen Pastor no gritaron: «¡Crucifícalo!»? Sólo Dios lo sabe…

    Por otra parte, las autoridades judías, en función del conocimiento que tenían sobre las profecías y la Sagrada Escritura, tenían elementos para reconocer a Jesús como el Mesías. Y los numerosos milagros que realizó lo ratificaban hasta la saciedad, como lo confirman los mismos sumos sacerdotes al declarar que el Señor debía morir, pues, de lo contrario todos creerían en Él (cf. Jn 11, 48). Además, en las últimas lides verbales con estos contendientes suyos antes de la Pasión, el Salvador no escatimó argumentos teológicos y filosóficos que, habiéndolos dejado sin respuesta, eran más que suficientes para convencerlos finalmente de la divinidad de su Persona y misión.

    Ofuscados por el odio y la envidia, optaron por no creer que Él era el Hijo de Dios, incurriendo en una culposa ignorancia, que agravaba aún más su pecado. Por eso el Doctor Angélico concluye que las palabras del divino Crucificado se aplicaban a las clases inferiores del pueblo y no a los príncipes de los judíos.6

    ¿Una sentencia sin valor?

    Se sigue la condenación de Jesús, concluyendo aquel juicio «sin ningún valor moral en los jueces, ni valor jurídico en su fallo»,7 en palabras de los hermanos Lémann.

    La opinión de los dos estudiosos es completamente razonable. Pero ¿será absoluta desde todos los puntos de vista? Desde el prisma legal, la condena del Señor carecía de todo valor. Sin embargo, ¿acaso ese inmenso pecado, perpetrado con refinamientos de malicia, no tuvo peso en otro terreno? ¿Semejante condenación no acarrearía graves consecuencias?

    Un pequeño detalle registrado en el Evangelio de San Juan tal vez arroje luz sobre el asunto: el apóstol virgen no narra el juicio que tuvo lugar en casa de Caifás, únicamente lo menciona (cf. Jn 18, 24.28). ¿Por qué ese silencio, precisamente por parte del evangelista que describe la Pasión con mayor riqueza de pormenores?

    Comenta el P. Ignace de La Potterie8 que no es fácil interpretar un silencio, pues existen múltiples razones para no hablar de algo y plantea la hipótesis de que, a diferencia de los otros evangelistas, que procuraron resaltar el aspecto fraudulento del juicio, el Discípulo Amado lo considera desde una perspectiva más elevada.

    Mientras la trama histórica nos presenta la infame condena del Justo, la reflexión teológica apunta a una realidad bien distinta: toda la Pasión fue un juicio, en el cual el Señor era el verdadero Juez y el reo era el mundo (cf. Jn 12, 31). Los vaivenes del inicuo proceso poco le interesan a San Juan, porque sabía ver, por encima de aquellos hechos, las implicaciones sobrenaturales de lo que estaba pasando: cuando Caifás y las demás autoridades judías clamaban por la crucifixión del Hombre Dios, atraían sobre sí mismos la sentencia de condenación.

    A pesar de todo, ¡Dios siempre vence!

    Lamentablemente, Caifás y los demás príncipes de los sacerdotes no fueron fieles al cargo que Dios les había confiado de guiar al pueblo hacia aquel que es «el camino y la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Al contrario, lo rechazaron con odio mortal y, por medio de un injusto juicio, condenaron a muerte al Juez Supremo, imaginando obtener con ello su completa derrota.

    No obstante, aunque los enemigos de Dios multipliquen sus conspiraciones, Él no dejará de llevar a cabo sus planes. En realidad, con la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, las profecías alcanzaron su máximo cumplimiento. Al ser ultrajado, insultado, abofeteado, condenado, azotado, coronado de espinas y finalmente crucificado y asesinado, el Señor obtuvo la mayor victoria de la Historia: no sólo restauró la unión de la humanidad pecadora con Dios, desempeñando plenamente su papel de sumo pontífice, sino que también nos abrió las puertas del Cielo. ◊

    Por el Hno. Nelson José Camilo López

    Notas


    1 Cf. LÉMANN, Augustin; LÉMANN, Joseph. Valeur de l’assemblée qui prononça la peine de mort contre Jésus-Christ. 3.ª ed. Paris: Victor Lecoffre, 1881, p. 32.

    2 Con respecto a las transgresiones que hicieron inválido el procedimiento que condenó Cristo, véase el artículo: VIETO RODRÍGUEZ, Santiago. El más injusto e infame juicio de la Historia. In: Heraldos del Evangelio. Madrid. Año XVI. N.º 176 (mar, 2018); pp. 16-19.

    3 CASTRILLO AGUADO, Tomás. Enemigos de Jesús en la Pasión, según los Evangelios. Madrid: FAX, 1960, p. 104.

    4 SAN JERÓNIMO. Comentario a Mateo. L. IV (22, 41-28, 20), c. 26, n.º 261. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 2002, v. II, p. 391.

    5 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 47, a. 5-6.

    6 Cf. Ídem, a. 6, ad 1.

    7 LÉMANN; LÉMANN, op. cit., p. 108.

    8 Cf. LA POTTERIE, Ignace de. La Pasión de Jesús según San Juan. Texto y espíritu. Madrid: BAC, 2007, pp. 52-54.

  • Domingo de Ramos

    Domingo de Ramos

    El Domingo de Ramos es el pórtico de la Semana Santa. La conmemoración litúrgica que abrirá nuestros corazones al esperado Triduo Pascual.

    ¿Ya pensaste que las mismas personas que gritaron «Hosana al Hijo de David», son las mismas que consintieron en su crucifixión solamente seis días después? 

    Así es, {{first_name}}, la terrible lógica del pecado y del egoísmo que el Hno. Ronny explica en el video.

    Además, ¿te diste cuenta que Jesús quería ser coronado por el pueblo de Jerusalén como Rey Celestial , y así llamarlos a heredar la vida eterna? 

    ¡Que disfrutes el video!