Autor: JuanCarlosEP

  • El juicio de Nuestro Señor Jesucristo – El encuentro entre dos pontífices

    El juicio de Nuestro Señor Jesucristo – El encuentro entre dos pontífices

    Al recorrer las páginas de los Evangelios, con facilidad nos emocionamos contemplando las maravillas que nuestro Salvador realizó cuando «se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Movido por un amor infinito, nos trajo la Buena Nueva y la certificó con numerosos milagros, los cuales no se limitaban a restituir un bienestar natural a quien lo necesitaba, sino que tenían como principal finalidad restaurar en las almas la unión con su Creador, perdida por el pecado.

    En efecto, había llegado la «plenitud del tiempo» (Gál 4, 4) y la humanidad sería objeto de la mayor muestra del amor divino: la Redención obrada por el Verbo Encarnado, que se cumpliría en la hora entre todas bendita del «consummatum est» (Jn 19, 30).

    Sin embargo, el Señor quiso que tan sublime reconciliación se prenunciara de diversas formas. Una de ellas fue el establecimiento del sacerdocio levítico en Aarón, por medio de Moisés, institución que debía preparar la manifestación del sacerdocio eterno de Jesús al mundo.

    Muy diferente, no obstante, fue la actitud de las autoridades religiosas de Israel, cuyo rechazo a los planes de la Providencia acerca de ellas se consumaría con el juicio del Hijo de Dios, al comienzo de la Pasión.

    Sacerdocio levítico, prefigura del sacerdocio eterno

    La institución del sacerdocio levítico pretendía constituir varones que sirvieran de puente entre los hombres y Dios, o sea, que fueran prefiguras de aquel que uniría efectivamente el Cielo y la tierra.

    Dicha misión se aplicaba sobre todo al sumo sacerdote, designado, por tal motivo, con el término pontífice, cuya etimología es fabricante de puentes. A él le correspondía la preeminencia entre los levitas (cf. Lev 21, 10).

    Cuando el pontífice era consagrado, se le ungía con óleo (cf. Lev 8, 12; Núm 3, 3). Así, en cierto modo, podía ser considerado como un cristo — que en griego significa ungido—, lo que le confería un rasgo prefigurativo más del Mesías.

    Inicialmente, el cargo era vitalicio y de sucesión hereditaria. Por otra parte, la función recaía en la descendencia de Aarón, no en cualquier levita. Con todo, la secuencia se interrumpe en la época de los Macabeos, cuando Jonatán asume el pontificado (cf. 1 Mac 10, 20).

    Más tarde, Herodes el Grande eliminaría su carácter vitalicio y en la época de Jesús tal dignidad era prácticamente comprada al poder romano, que dominaba Judea. De esta manera el sumo sacerdocio se distanció enormemente del designio que Dios le había trazado en la Ley mosaica.

    Sumo sacerdote en el momento auge de la Historia

    Tres Evangelios mencionan a Caifás nominalmente (cf. Mt 26, 3.57; Lc 3, 2; Jn 11, 49; 18, 13) como sumo sacerdote en el cargo durante la vida pública del Salvador, por lo que conviene prestar atención en su figura.

    ¿Acaso fue un pontífice legítimo? San Juan admite que sí (cf. Jn 11, 51). Pero una cosa es cierta: desde el momento en que se volvió contra Jesucristo, negando que Él era el Mesías, se convirtió en un usurpador.

    Casado con la hija de Anás —anterior pontífice—, fue nombrado sumo sacerdote por Valerio Grato. Los hermanos Lémann,1 judíos conversos y sacerdotes de Cristo, sitúan su pontificado entre los años 25-36 d. C. Fue depuesto en el año 36 por Lucio Vitelio, gobernador de Siria, al mismo tiempo que Pilato.

    Hay un aspecto que llama la atención es su prolongada permanencia en el cargo: sus predecesores no lograron conservar tal dignidad más de un año y algo similar ocurrió con sus cinco sucesores inmediatos.

    Al ser el sumo sacerdote en aquel momento auge de la Historia de la humanidad, ¿no habría tenido un singular llamamiento? Nos es legítimo ponderar cuál sería la vocación de esta alma. Si Caifás hubiera correspondido a la gracia ¿qué maravillas podrían haber ocurrido? Debería ser, a todas luces, un pontífice, pues le correspondería construir el puente entre el antiguo sacerdocio y el nuevo. Ciertamente, su deber era someterse con humildad a Jesús y depositar a sus pies la milenaria institución del sacerdocio, que en breve sería elevada a la categoría de sacramento.

    Sin embargo, sucedió exactamente lo contrario: desató una feroz persecución contra aquel que, según erróneamente pensaba, amenazaba su estabilidad en el pontificado y, finalmente, consiguió prenderlo, con el plan de condenarlo a muerte.

    Dos pontífices se encuentran

    Llega la hora del juicio y se produce el encuentro entre dos pontífices. En efecto, el sumo pontífice transitorio se halla ante el eterno Pontífice, el sumo sacerdote de la Antigua Ley ante el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza (cf. Heb 9, 15), un cristo ante «el Cristo», la prefigura ante su plena realización.

    El supuesto juicio tuvo lugar en la casa del propio Caifás, donde estaba reunido el sanedrín para arrancar a cualquier precio la condenación del Justo, aunque se requiriera para ello numerosas infracciones jurídico-religiosas.2

    Artimaña tras artimaña, los miembros de esa pérfida asamblea no escatimaron esfuerzos para lograr sus objetivos. El pontífice, al igual que la jerarquía sanedrita, estaba preso del miedo, la inseguridad y el apremio, lo que le llevó a actuar imprudentemente.

    Sobornaran a hombres para que dieran falsos testimonios: «Aquel desfile de “falsos testigos”, a sabiendas de que lo eran, como sugiere no oscuramente San Mateo (cf. Mt 26, 59-60), acusa una perversidad y una deformación moral inconcebibles».3

    Al no conseguir mediante esa maniobra lo que quería, Caifás lanzó una nueva embestida, también ilícita, para obligar al Salvador a que declarara contra sí mismo: «Te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios» (Mt 26, 63).

    Constreñir a alguien a confesar a favor de su propia condena es una actitud absolutamente ilegítima. El Señor le responde, no por respeto a una autoridad que carecía de derecho a interrogarle, sino porque en esa ocasión su silencio equivaldría a una retractación.

    Tan pronto como Jesús afirma taxativamente que es el Hijo de Dios, Caifás, dominado por la ira, se rasga las vestiduras como si hubiera oído una blasfemia. Muy profundo es el comentario de San Jerónimo al respecto: «Mas rasga sus vestimentas el príncipe de los sacerdotes para manifestar que los judíos han perdido la gloria del sacerdocio y que los pontífices tienen sede vacante».4

    ¿De dónde venía tanto odio?

    Ante esta escena, nos podemos preguntar de dónde nace, no sólo en Caifás, sino también en los demás sacerdotes, tanto odio con relación a quien era la «esperanza de Israel» (Hch 28, 20).

    Alguien podría alegar que no tenían conocimiento de que Jesús, de hecho, era el Mesías que había de venir al mundo. Después de todo, ¿no había pedido Él mismo perdón por sus verdugos porque no sabían lo que hacían? A propósito de esta petición del Señor —las primeras palabras que dijo desde la Cruz—, Santo Tomás de Aquino5 distingue que la culpa de la condenación del divino Maestro recayó de manera diferente sobre dos tipos de personas: el pueblo y las autoridades religiosas.

    Los primeros pidieron su muerte porque fueron arrastrados por sus jefes. No obstante, Jesucristo afirma que son culpables —a pesar de su ignorancia—, porque nadie pide perdón por alguien que no ha cometido ninguna falta. En efecto, ¿cuántos de los que habían sido curados, exorcizados y perdonados por el Buen Pastor no gritaron: «¡Crucifícalo!»? Sólo Dios lo sabe…

    Por otra parte, las autoridades judías, en función del conocimiento que tenían sobre las profecías y la Sagrada Escritura, tenían elementos para reconocer a Jesús como el Mesías. Y los numerosos milagros que realizó lo ratificaban hasta la saciedad, como lo confirman los mismos sumos sacerdotes al declarar que el Señor debía morir, pues, de lo contrario todos creerían en Él (cf. Jn 11, 48). Además, en las últimas lides verbales con estos contendientes suyos antes de la Pasión, el Salvador no escatimó argumentos teológicos y filosóficos que, habiéndolos dejado sin respuesta, eran más que suficientes para convencerlos finalmente de la divinidad de su Persona y misión.

    Ofuscados por el odio y la envidia, optaron por no creer que Él era el Hijo de Dios, incurriendo en una culposa ignorancia, que agravaba aún más su pecado. Por eso el Doctor Angélico concluye que las palabras del divino Crucificado se aplicaban a las clases inferiores del pueblo y no a los príncipes de los judíos.6

    ¿Una sentencia sin valor?

    Se sigue la condenación de Jesús, concluyendo aquel juicio «sin ningún valor moral en los jueces, ni valor jurídico en su fallo»,7 en palabras de los hermanos Lémann.

    La opinión de los dos estudiosos es completamente razonable. Pero ¿será absoluta desde todos los puntos de vista? Desde el prisma legal, la condena del Señor carecía de todo valor. Sin embargo, ¿acaso ese inmenso pecado, perpetrado con refinamientos de malicia, no tuvo peso en otro terreno? ¿Semejante condenación no acarrearía graves consecuencias?

    Un pequeño detalle registrado en el Evangelio de San Juan tal vez arroje luz sobre el asunto: el apóstol virgen no narra el juicio que tuvo lugar en casa de Caifás, únicamente lo menciona (cf. Jn 18, 24.28). ¿Por qué ese silencio, precisamente por parte del evangelista que describe la Pasión con mayor riqueza de pormenores?

    Comenta el P. Ignace de La Potterie8 que no es fácil interpretar un silencio, pues existen múltiples razones para no hablar de algo y plantea la hipótesis de que, a diferencia de los otros evangelistas, que procuraron resaltar el aspecto fraudulento del juicio, el Discípulo Amado lo considera desde una perspectiva más elevada.

    Mientras la trama histórica nos presenta la infame condena del Justo, la reflexión teológica apunta a una realidad bien distinta: toda la Pasión fue un juicio, en el cual el Señor era el verdadero Juez y el reo era el mundo (cf. Jn 12, 31). Los vaivenes del inicuo proceso poco le interesan a San Juan, porque sabía ver, por encima de aquellos hechos, las implicaciones sobrenaturales de lo que estaba pasando: cuando Caifás y las demás autoridades judías clamaban por la crucifixión del Hombre Dios, atraían sobre sí mismos la sentencia de condenación.

    A pesar de todo, ¡Dios siempre vence!

    Lamentablemente, Caifás y los demás príncipes de los sacerdotes no fueron fieles al cargo que Dios les había confiado de guiar al pueblo hacia aquel que es «el camino y la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Al contrario, lo rechazaron con odio mortal y, por medio de un injusto juicio, condenaron a muerte al Juez Supremo, imaginando obtener con ello su completa derrota.

    No obstante, aunque los enemigos de Dios multipliquen sus conspiraciones, Él no dejará de llevar a cabo sus planes. En realidad, con la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, las profecías alcanzaron su máximo cumplimiento. Al ser ultrajado, insultado, abofeteado, condenado, azotado, coronado de espinas y finalmente crucificado y asesinado, el Señor obtuvo la mayor victoria de la Historia: no sólo restauró la unión de la humanidad pecadora con Dios, desempeñando plenamente su papel de sumo pontífice, sino que también nos abrió las puertas del Cielo. ◊

    Por el Hno. Nelson José Camilo López

    Notas


    1 Cf. LÉMANN, Augustin; LÉMANN, Joseph. Valeur de l’assemblée qui prononça la peine de mort contre Jésus-Christ. 3.ª ed. Paris: Victor Lecoffre, 1881, p. 32.

    2 Con respecto a las transgresiones que hicieron inválido el procedimiento que condenó Cristo, véase el artículo: VIETO RODRÍGUEZ, Santiago. El más injusto e infame juicio de la Historia. In: Heraldos del Evangelio. Madrid. Año XVI. N.º 176 (mar, 2018); pp. 16-19.

    3 CASTRILLO AGUADO, Tomás. Enemigos de Jesús en la Pasión, según los Evangelios. Madrid: FAX, 1960, p. 104.

    4 SAN JERÓNIMO. Comentario a Mateo. L. IV (22, 41-28, 20), c. 26, n.º 261. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 2002, v. II, p. 391.

    5 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 47, a. 5-6.

    6 Cf. Ídem, a. 6, ad 1.

    7 LÉMANN; LÉMANN, op. cit., p. 108.

    8 Cf. LA POTTERIE, Ignace de. La Pasión de Jesús según San Juan. Texto y espíritu. Madrid: BAC, 2007, pp. 52-54.

  • La Santa Cuaresma: un camino para el cambio de mentalidad, la «metanoia»

    La Santa Cuaresma: un camino para el cambio de mentalidad, la «metanoia»

    Importa resaltar que notamos, con el pasar del tiempo, un divorcio entre lo que se piensa y el accionar diario en la vida de los hombres. San Pablo exhortaba a los Romanos (12,1) a que no se amolden con el mundo: «no os conforméis con este siglo». Invitaba a vivir el Evangelio de manera coherente, y que extiendan a la vida cotidiana, a sus formas de ser y de actuar, las enseñanzas que reciben. Que no haya una separación sino, por el contrario, una simbiosis, un prolongarse -por ejemplo – de lo que sienten en una celebración Eucarística hacia la vida diaria. Que esos momentos, esos después, sean una como que prolongación de lo que vivieron y sintieron.

    Esa ruptura ocurre en los días de hoy en muchos cristianos que no reflejan, en sus maneras, gestos, actitudes, todo lo que sus propios labios afirman. En su forma de vida en general, hay un discordante entre las enseñanzas del Evangelio, los Mandamientos de la Ley de Dios y los preceptos de la Santa Iglesia.

    Pueden participar habitualmente de las misas dominicales, pero, al salir, encontrándose con el mundo secularizado que los rodea, sus vidas se alejan de esta santa realidad que vivieron apenas un pequeño período de tiempo durante la semana. En la vida familiar, profesional, cultural y social, todo como que se «olvidó»… No se produjo una ósmosis entre lo que creen, y celebraron, con lo que posteriormente viven.

    En una de las formas de despedida, terminada la Eucaristía, antes del «Podéis ir en paz», momento en que partirán para su vida cotidiana, el sacerdote dice: «glorificad con vuestras vidas al Señor». Aclamación que invita a que cada uno haga de sus vidas un testimonio misionero continuo, para que la santidad y dignidad de lo que se vive, sea como un insustituible manantial que atrae a los otros. Vida litúrgica y vida cristiana están íntimamente unidas como causa y efecto, son realidades indisociables. Bien afirmaba San Juan Pablo II que: «una liturgia, que no tuviese un reflejo en la vida se volvería vacía y ciertamente no agradable a Dios» (26/9/2001).

    Aprovechemos este recorrido cuaresmal para que nuestra vida sea de acuerdo a lo que creemos y defendemos. Que demos testimonio de nuestra fe, no sólo con nuestros labios o palabras, también con nuestra conducta diaria.

    El escritor francés Paul Bourget, en su obra «Le Démon du Midi» (1914), afirmaba que «es necesario vivir como se piensa, so pena de, tarde o temprano, acabar pensando como se vive». La integridad, vivir como se piensa, de acuerdo con los principios que se defienden, sin mancha alguna que la ensucie. Mantener la consonancia entre los principios o doctrinas que uno defiende o predica, y la vida concreta de todos los días.

    Bien afirmaba el Apóstol San Juan en su carta (2, 3-11): «El que dice: ‘yo lo conozco’ pero no cumple sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está con él. Pero en aquel que cumple su palabra, el amor de Dios ha llegado a su plenitud, y precisamente en esto conocemos que estamos unidos a él. El que afirma que permanece en Cristo debe vivir como él vivió».

    Que en esta Cuaresma preparemos nuestros corazones, cambiemos de mentalidad, tengamos una «metanoia», pero, con la decisión firme de ser coherentes, y «vivamos como pensamos». Todo lo que hagamos de «sacrificios y ofrendas», no serán nada, no tendrá efecto, si no van acompañadas de un entrega íntima de nuestros corazones a los preceptos de la Iglesia, a los Mandamientos de la Ley de Dios, que son la expresión de la voluntad del propio Dios. Que la Santísima Virgen, Madre Dolorosa, nos lleve siempre a Jesús, Nuestro Señor. Amén.

    Por el P. Fernando Gioia, EP

  • Cuaresma, tiempo para renacer

    Cuaresma, tiempo para renacer

    Es un tiempo en el que no debemos temer avanzar y encontrar que necesitamos seguir afinando muchas cosas de nuestra vida que tenemos desafinadas, porque no hacemos el bien, no buscamos estar tiempos con Jesús, porque no compartimos o somos egoístas…

    Con Jesús que nos da la Clave, sabemos que la melodía sonará a la alegría y la esperanza de la Pascua y que esa alegría no se acabará jamás.

    Cuarenta días de camino interior que lleva a la plenitud de sentirnos amados por un Dios que apuesta por el ser humano. Por eso, Cuaresma es sinónimo de transformación, de seguir la invitación de Jesús a Nicodemo, para nacer de nuevo en el Espíritu.

  • Adviento, ¿qué es?

    Adviento, ¿qué es?

    ¿En qué consiste el adviento?

    El Adviento es el comienzo del Año Litúrgico, empieza el domingo más próximo al 30 de noviembre y termina el 24 de diciembre. Son los cuatro domingos anteriores a la Navidad y forma una unidad con la Navidad y la Epifanía.

    El sentido del Adviento es avivar en los creyentes la espera del Señor.

    Se puede hablar de dos partes del Adviento

    Primera Parte: Desde el primer domingo al día 16 de diciembre, con marcado carácter escatológico, mirando a la venida del Señor al final de los tiempos;

    Segunda Parte: Desde el 17 de diciembre al 24 de diciembre, es la llamada “Semana Santa” de la Navidad, y se orienta a preparar más explícitamente la venida de Jesucristo en la historia, la Navidad.

    Las lecturas bíblicas de este tiempo de Adviento están tomadas sobre todo del profeta Isaías (primera lectura), también se recogen los pasajes más proféticos del Antiguo Testamento señalando la llegada del Mesías. Isaías, Juan Bautista y María de Nazaret son los modelos de creyentes que la Iglesia ofrece a los fieles para preparar la venida del Señor Jesús.

  • ¿Qué se puede hacer para vivir mejor el adviento?

    ¿Qué se puede hacer para vivir mejor el adviento?

    El Belén: La tradición de realizar un Belén viene desde San Francisco de Asís quien comenzó la costumbre de colocar un pesebre que representara el nacimiento de Jesús para la Navidad. A los niños les da mucha alegría ayudar a recrear un Belén, que puede realizarse de varios materiales. La escena puede irse montando al comenzar el Adviento, o lentamente cada día, dejando la cuna del Niño Jesús vacía hasta Navidad.

    La cuna del niño Jesús: Además del Belén, también se puede colocar una cuna de madera en algún lugar visible de la casa, que se irá llenando durante el Adviento con un trozo de paja que representen actos de bondad y pequeños sacrificios, simbolizando así la preparación del corazón para el nacimiento del Niño Jesús.

    La Corona de Adviento: es circular y se hace con ramas de los árboles para simbolizar la eternidad de Dios. Se le pueden colocar semillas y frutos, porque simbolizan la vida y la resurrección. En ella hay cuatro velas, tres moradas, que representan la oración y la penitencia, y una rosada que simboliza la alegría, ésta se enciende el Tercer Domingo de Adviento “Domingo Gaudete”. La autora sugiere se realice un paseo familiar el Primer Domingo para colectar todo lo que se necesita para la corona, y luego realizarla junto con los hijos. Se hace bendecir por un sacerdote y posteriormente se sitúa en un lugar visible dentro de la casa, para que se ilumine en los momentos de oración y a la hora de cenar.

    Villancicos de Adviento: A San Francisco de Asís también se debe la tradición de los villancicos. A diferencia de los que se cantan durante la Navidad, las canciones de Adviento deben expresar la espera, el anhelo por la llegada del mesías. Los niños les gusta mucho los cantos; se les puede enseñar uno nuevo cada día.

  • El maravilloso mundo de los Ángeles

    El maravilloso mundo de los Ángeles

    -¿Hijo mío de dónde vienes?

    -Vengo de la Corte Celestial, donde tengo la dicha de contemplar el rostro indeciblemente bello del Creador. Esta es la mayor felicidad de los bienaventurados, ¡mis eternos compañeros de gloria!

    -¿Y quién es ese varón que te acompaña?

    – Madre mía, este es un ángel, que pertenece al octavo coro angélico, el Coro de los Arcángeles, arriba de los Ángeles de la Guarda, que forman el noveno coro angélico. Como ves, es mucho más bello que yo, pues está más próximo de Dios. El Divino Redentor envía este celeste protector para que, a partir de hoy, te acompañe y proteja, día y noche.

    Santa Francisca Romana -pues es de ella que se trata- estaba inundada de indecible felicidad. A partir de esa memorable noche, gozó de la visión constante de su Arcángel protector. Pero era tan resplandeciente la belleza del celestial mensajero, que él tenía que graduar su luz para que la santa pudiese fijar su rostro. En efecto, conforme afirman innumerables santos que recibieron la gracia de ver algún ángel, el brillo de ellos es superior al del sol.

    La existencia de los ángeles, una verdad de Fe

    Claro está que la visión en este mundo, de las criaturas angélicas es un excepcional privilegio. Pero muy consoladora es la doctrina católica a respecto de los ángeles.

    En primer lugar, su existencia es una verdad de Fe. El testimonio de la Escritura a ese respecto es tan claro cuanto la unanimidad de la Tradición, como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica.

    Grandes comentadores de la Sagrada Escritura, como San Jerónimo y Santo Tomás de Aquino, afirman que todo niño, en el momento de su nacimiento, recibe de Dios un Ángel de la Guarda. «Desde el inicio hasta la muerte, la vida humana es cercada por su protección y por su intercesión», enseña el Catecismo (nº 336). «Cada fiel es acompañado por un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida» escribe San Basilio (apud CIC, 336). Y no son apenas los niños bautizados quienes reciben un ángel custodio, sino todo recién nacido.

    La Providencia Divina, que todo gobierna con gran misericordia, concede igualmente a los grupos humanos un ángel protector. Las familias, las ciudades, las provincias y las naciones, en la opinión de la gran mayoría de los teólogos, reciben también del Creador un Ángel de la Guarda.

    Siempre a nuestro lado

    No son raros los casos de ángeles que aparecieron para librar a sus protegidos de grandes peligros, o simplemente para aliviarles los sufrimientos.

    Santa Gema Galgani, fallecida a los 25 años en 1903, veía frecuentemente a su Ángel de la Guarda. En su infancia, cierta noche estaba ella tan triste que no conseguía dormir. Se le apareció entonces el ángel, le puso la mano en la cabeza y le dijo: «Duerme, pobre niña». Dichas con tanta ternura, esas simples palabras le restituyeron la paz, y durmió suavemente. Cuando joven, permaneció un día, rezando hasta muy tarde en una Iglesia. Al salir del templo, vio al buen ángel que la acompañó hasta su casa.

    San Policarpo, discípulo de San Juan Evangelista, viajaba a Esmirna, ciudad de la cual era obispo. Tuvo que pernoctar en una hospedería, juntamente con un compañero. En el silencio de la noche, el santo obispo fue despertado por una misteriosa voz, que le decía que la casa se iba a desmoronar. Policarpo se levantó, despertó a su compañero, pero éste se rehusó a salir. Entonces apareció visiblemente el Ángel de la Guarda de San Policarpo, ordenando a los dos viajeros que saliesen inmediatamente de la hospedería. Apenas salieron, la casa se derrumbó con gran estruendo.

    Nuestro Ángel de la Guarda, aunque de forma invisible, está tan real y verdaderamente a nuestro lado como el de Santa Francisca Romana o el de Santa Gema Galgani. Él lleva nuestras oraciones hasta el trono de Dios. Es una trompeta celestial que amplía el sonido de nuestras oraciones, las purifica, las vuelve más bellas, más agradables a Dios.

    La Sagrada Escritura describe la conmovedora historia del joven Tobías, que necesitó hacer un largo y peligroso viaje, para atender los deseos de su viejo padre, que estaba ciego. Ya en el inicio del trayecto, le envió Dios un ángel, disfrazado bajo la forma de un esbelto joven. Fue un abnegado compañero de Tobías, librándolo de muchos peligros y celadas. Regresó con él a la casa del venerado padre, y lo curó de la ceguera. Ante la admiración maravillada de la familia, el fiel amigo de Tobías reveló que su nombre era Rafael, uno de los más elevados ángeles de la corte celestial, y explicó por qué Dios había mandado a socorrer a Tobit, padre del joven: «Cuando tu orabas con lágrimas y enterrabas los muertos, cuando dejabas tu comida e ibas a ocultar a los muertos en tu casa durante el día, para sepultarlos cuando llegase la noche, yo presentaba tus oraciones al Señor. Pero porque eras agradable al Señor, fue necesario que la tentación te probase. Ahora el Señor me envió para curarte» (Tb 12, 12-14).

    El Universo repleto de ángeles

    El profeta Daniel, el Evangelista San Juan y el Apóstol San Pablo, refiriéndose al número de los ángeles creados por Dios, hablan de millones y millones, de las miríadas y miríadas de ángeles que ellos contemplaron en el cielo.

    Con bellísimas palabras describe el profeta David, en sus Salmos, la solicitud llena de ternura con que los ángeles nos protegen: «Teniendo a Yahvé por refugio, al Altísimo por tu asilo, no te llegará la calamidad ni se acercará la plaga a tu tienda. Pues te encomendará a sus ángeles para que te guarden en todos tus caminos, y ellos te levantarán en sus palmas para que tus pies no tropiecen en las piedras» (Sl 90, 11-12).

    Enséñanos el Gran Doctor de la Iglesia, San Ambrosio de Milán, que «todo está repleto de ángeles: el aire, la tierra, el mar y las iglesias a ellos sujetas».

    Millones de ellos permanecen constantemente en la Corte Celestial. Otros recibieron de Dios la misión de velar por el admirable orden del universo: es gracias a su sabia intervención que el Sol, la Luna, las estrellas y los ríos siguen maravillosamente sus cursos.

    Recordemos, por fin lo que sucedió al seráfico San Francisco de Asís. Su Ángel de la Guarda lo hizo oír, durante apenas dos minutos, un trecho de una de las incontables melodías que se entonan continuamente en la Corte Celestial. El Santo quedó embriagado de tal felicidad que contó a sus hermanos de vocación: «Estoy dispuesto a ayunar durante mil años, para experimentar nuevamente en mi alma aquella felicidad, imposible de ser descrita con el lenguaje de esta tierra.