El mundo busca la felicidad donde no se encuentra, como un ciego que no tiene guía. En realidad la verdadera felicidad está en el Corazón de Jesús. Él es el Camino, la Verdad y la Vida.
Autor: Anónimo
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La amiga del Sagrado Corazón de Jesús: beata Eugenia Joubert

Hna. Isabel Lays Gonçalves de Sousa, EP
La segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarnó para manifestar su amor por los hombres, prodigándoles los tesoros infinitos de su Sagrado Corazón. Y, por si fuera poco, a lo largo de la Historia suscita almas escogidas de las cuales hace receptáculos vivos de ese amor misericordioso, a fin de recordarle a la humanidad la infinita ternura de un Dios siempre dispuesto a perdonar y restaurar.
Dichas almas, verdaderas amigas del Corazón de Jesús, son llevadas hasta un apogeo de relaciones sobrenaturales con el Salvador. Sin embargo, se les exige cúspides de sufrimiento y abandono a la voluntad divina. Les corresponde, en suma, realizar el aforismo que el propio Maestro divino enseñó: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
Conozcamos, mediante estas líneas, a una de esas almas predilectas.

La aurora de una vocación
Iba ya avanzada la hora aquel 11 de febrero de 1876, fiesta de la primera aparición de Nuestra Señora de Lourdes. En la casa de la familia Joubert, situada en la meseta del Alto Loira, se habían congregado parientes y amigos para celebrar un nacimiento. En mitad de la conmemoración un misterioso y alegre carillón se hizo oír de repente, repicando sin cesar durante varios minutos. Desconociendo el origen de ese sonido, todos se preguntaban qué relación tendría con el bebé recién nacido. El futuro lo diría…
Desde temprana edad, la niña mostró una índole alegre, pero tranquila. Con 5 años dejaba el cuidado paterno para ser educada en el pensionado de las Ursulinas de Monistrol-sur-Loire, cuya rígida disciplina y austeras abstinencias fueron celosamente observadas por la joven interna. En la convivencia con las demás siempre buscaba el último lugar y a menudo recibía más reproches que elogios. En otro colegio en el que estudió, una de sus profesoras, para templar su carácter, le acusaba de faltas que no había cometido. Sin embargo, asumía la culpa y no permitía que las amargas decepciones turbaran el cielo de su cándida alma.
Esos pequeños sacrificios, sin saberlo, la iban preparando para los grandes actos de generosidad que un día llevaría a cabo.
Modelo de piedad, virtud y modestia
Su devoción a María era notoria, como lo atestigua una de sus compañeras: «Mientras me hablaba de la Santísima Virgen, me parecía ver el Cielo en su mirada».1
Cada semana de mayo la alumna que obtuviera mejores notas solía recibir una flor. Eugenia se esforzaba con ahínco ese mes dedicado a María y tenía el gozo de poder ofrecerle cuatro hermosas flores. Aun siendo muy pequeña, cuando deseaba ardientemente una gracia, rezaba el Rosario completo durante nueve días seguidos, a los que añadía cinco sacrificios que más le costara. Y su Madre celestial siempre la atendía.
Más tarde Eugenia afirmaría: «La amo porque la amo, porque es mi Madre. Me lo ha dado todo; me lo da todo; es Ella la que quiere dármelo todo. La amo porque es toda bella, toda pura. La amo y quiero que cada uno de los latidos de mi corazón le diga: ¡Madre mía Inmaculada, sabéis muy bien que os amo!».2
Cuando terminó sus estudios regresó a la casa de sus padres, donde se entregó a diversas obras de caridad y piedad inusuales para su edad. Ora visitaba a los enfermos en el hospital de la ciudad, animándolos con su inocente entusiasmo, ora se privaba del postre para dárselo a los pobres. Se complacía conversando largamente sobre asuntos espirituales con las religiosas que se encargaban de aquel establecimiento sanitario.
Ya en esa época se aplicó también en el apostolado con los niños, enseñándoles la práctica de la oración y el catecismo mediante esa virtud que tanto les atrae y pacifica: la paciencia. Sus buenas maneras eran siempre edificantes y su modestia, perfecta.
¿Qué vendría a ser esta alma tan preservada? Era la pregunta que muchos se hacían. No obstante, procuraba abandonarse a la voluntad divina y confiaba que el Señor le mostraría el camino a seguir: «No he tomado ninguna decisión todavía; ando buscando dónde quiere Jesús que yo fije mi tienda».3 Y Él pronto se lo revelaría.
Su vocación se define

Beata Eugênia Joubertem sua juventude – Foto: Reprodução En octubre de 1893, cuanto tenía 17 años, Eugenia fue a visitar a su hermana, que había ingresado en la recién fundada congregación de las Hermanas de la Sagrada Familia del Sagrado Corazón, lo cual fue ocasión de gracias inmensas.
Encantada con el estilo de vida de las monjas, enseguida discernió el punto central de la vocación de estas religiosas: el entrañable amor que provenía de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, precisamente el que animaba todas sus obras de apostolado y de piedad.
¿Sería con estas hermanas donde el Señor la invitaba a «fijar su tienda»? La visita le causó una profunda impresión, como lo demuestran algunas anotaciones dirigidas a la Virgen: «Desde mi niñez, mi corazón, si bien pobre, tosco y terrenal, buscaba en vano saciar su sed. Él quería amar, pero solamente a un Esposo bello, perfecto, inmortal, cuyo amor fuera puro e inmutable».4 Así pues, al parecer había encontrado finalmente lo que andaba buscando desde hace años.
El hecho decisivo que determinó su completa entrega a Dios fue una conversación con el fundador de la congregación, el P. Louis-Étienne Rabussier, el 2 de julio de 1895. Esta fecha la recordaría hasta el final de sus días, porque las palabras del sacerdote le ayudaron sobremanera a discernir la llamada divina.
El 6 de octubre de 1895, Eugenia ingresa en la vida religiosa definitivamente. La gracia le hizo sentir la dulzura de una existencia de obediencia, pureza y sacrificio. Su alegría era enorme al «haber sido admitida en la Sagrada Familia de Jesús, María, José; en esta casa de fervor donde sólo Jesús es Rey, donde María es la Dueña de todos los corazones».5
Al despedirse de su madre, ésta le aconsejó: «Te entrego al buen Dios. No mires atrás, sino conviértete en una santa»,6 palabras que la religiosa pondría en práctica con ejemplar fidelidad.
«Vencerse hasta el final»
«Vencerse, vencerse hasta el final», fue su meta desde que era postulante. Para ello, se adentró en las vías de la perfección como un guerrero en la batalla, según se desprende claramente de un breve fragmento extraído de sus escritos: «Combatir la cobardía con la generosidad. Más amor aún. ¡Más sacrificio todavía! No mirarse a sí misma, sino mirar al Corazón de Jesús, al Corazón de María. Nada de lo que el amor exige es pequeño».7
Desde el principio mostró una profunda seriedad y madurez, que superaba lo común en las jóvenes de su edad. Un modo de ser forjado por la responsabilidad de una elevada vocación e iluminado por una concepción de la vida sin ilusiones sentimentales. Sus gestos y palabras denotaban «un alma que se aplicaba por vivir con Nuestro Señor en lo hondo de su corazón».8
No escatimaba esfuerzos para desprenderse enteramente de las criaturas, a fin de tener libre su corazón para Dios. Un día de Cuaresma, durante la cual había asumido el oficio de portera, vio que se acercaba una amiga, a la que había conocido en el pasado, y le dijo:
—Estamos en Cuaresma y no se permiten las visitas.
Tras estas pocas palabras, cerró la puerta y su amiga se alejó sin rechistar.
Atraer la mirada de Jesús por las humillaciones y la obediencia
Formaba parte de las actividades de las Hermanas del Sagrado Corazón enseñarles el catecismo a niños pobres y de escasa instrucción. En los alrededores de Le Puy-en-Velay, el resultado de este apostolado era excelente. El párroco de Aubervilliers, deseoso de verlo fructificar en los suburbios de París, un entorno hostil a la religión y muy trabajado por la propaganda socialista, apeló a la benevolencia de las religiosas.
En 1896, siete de ellas acudieron a la llamada, entre las que se encontraba Eugenia, quien hacía poco había recibido el hábito. Era una oportunidad que se le presentaba para demostrar su amor y se entregó sin reservas a esta misión durante cuatro años.
Eugenia nunca rehuía el trabajo; impartía numerosas clases a lo largo del día, llegando a perder la voz a menudo. Poseía un don especial para cautivar a los niños, principalmente a los más rudos e indomables, los cuales se volvían dóciles y afables durante sus lecciones. ¿Qué hacía? Nadie lo sabe… Su seriedad se imponía sin jactancia y su sonrisa sincera infundía confianza y respeto.
Poco a poco fue motivando la aparición de pequeños apóstoles. Una vez, uno de sus alumnos —quizá el más inquieto de todos— reunió a sus compañeros en la calle, ante un crucifijo, se subió en un banco y, alzando la voz, les preguntó:
—¿Quién clavó a Jesús en la cruz?
Como nadie contestaba, añadió:
—Fuimos nosotros los que hicimos que muriera a causa de nuestros pecados. ¡Debemos pedirle perdón!
Y los muchachos se arrodillaron para rezar el acto de contrición.
Sin embargo, en medio de las actividades apostólicas, le afligía una santa preocupación: ¿cómo unirse más al Sagrado Corazón de Jesús? La respuesta a tal cuestión no tardaría en llegar, pues pronto comenzaría una dura prueba.
Subiendo al calvario
En 1901, Eugenia regresó a la casa de la congregación a fin de continuar los estudios regulares. Durante los preparativos de la fiesta del Sagrado Corazón de 1902, sintió en su interior una ardiente invitación a estrechar su unión con Dios. Deseaba dárselo todo al Señor: su voluntad, su libertad e incluso su vida.
La noche de la fiesta, surgieron los síntomas de la enfermedad que la conduciría hasta la eternidad; el diagnóstico no se hizo esperar: tuberculosis. La joven religiosa era invitada a la inmolación de sí misma en un acto de amor y abandono. Fiel a su Amado, no rechazaría nada: «La cruz es el más precioso de todos los dones, de todas las diademas. El Señor me ama, quiere unirme a Él. Respuesta: Fiat. […] Seré su pequeña hostia y la Santísima Virgen será el sacerdote que la ofrecerá según el agrado del Señor».9
Un cambio brusco se producía en su existencia. Víctima de una dolencia que la consumía poco a poco, la laboriosidad de su vida de estudios, trabajo y apostolado dio lugar a una aparente inacción. Y a los dolores del cuerpo se le sumaron las penas del alma. ¿Soportaría el abandono interior en el que se vería? ¿Qué valor tendría su vocación si ya no poseía las fuerzas para cumplirla?
No obstante, habiendo sido siempre magnánima en las pequeñas y cotidianas obras, en el momento de la gran adversidad su generosidad superó las expectativas.
En medio de los sufrimientos, íntima unión con el Sagrado Corazón
El sufrimiento es el instrumento del que se sirve el Señor para elevar a quienes lo aman a niveles de santidad sin precedentes. Y con Eugenia no fue diferente. Sus últimos días estuvieron marcados por enormes padecimientos.Debido a un clima más favorable, la enviaron a Lieja, donde tuvo una leve mejoría, pero pasajera. En medio del silencio y la soledad de la enfermería, Eugenia permitió que el Señor se apropiara de su alma. Sus sufrimientos no dejaron de ser recompensados con profusas gracias místicas.
De ese período datan algunos coloquios con el Señor transcritos por ella, que permiten vislumbrar el cambio que el Redentor obraba en su alma. «Hija mía, déjame hacer en tu corazón y en todo tu ser lo que yo quiero. […] Desde toda la eternidad he visto tus faltas, tus infidelidades. ¿Acaso no soy el Maestro? ¿No soy libre de amar tu miseria, tu nada? Con tal que tu nada sea obediente, sobre ella es donde siempre cimento mis obras».10
Por su parte, ella le preguntó cómo retribuirle tantas gracias y Él le respondió: «Me darás lo que yo te doy. Me amarás con mi Corazón. Obedecerás con mi voluntad. Mis deseos serán los tuyos y salvarás las almas conmigo».11
Pese a ello, arduos fueron aquellos días. «Todo está seco, frío e impotente en mi corazón. ¡Ven, Jesús, ten piedad de mí!». A lo que el Maestro le contestaba: «¿Por qué, hija mía, te parece mal lo que a mí me parece bien? La oración del sufrimiento y del sacrificio me agrada más que la contemplación».12
¡«Consummatum est»!
El 18 de junio de 1904, Eugenia cayó en cama para no levantarse nunca más. Las hemoptisis eran continuas. En cada ataque de tos no dejaba de murmurar: «Todo por ti, todo por ti…».
El día 26 empeoró su estado y le administraron la Unción de los Enfermos. La intensidad de los dolores no entibió su ánimo ni turbó su esperanza. Uno de los testigos de esos momentos escribiría con admiración: «Nuestra querida hermanita está encantadora en su lecho de sufrimientos. La paz, la alegría, irradian a su alrededor».13
Otro de los presentes la animaba a que uniera sus sufrimientos a los de la Pasión de Jesús, a lo que respondió: «Lo hago sin cesar en mi corazón. Sufrir sin el buen Dios, ¡no podría!».14
El 2 de julio, después de rezar algunas oraciones, Eugenia preguntó la hora. Eran las diez de la mañana. La respuesta hizo que entreabriera una enorme sonrisa: era exactamente el día y la hora en que, hacía nueve años, había escuchado el llamamiento divino de consagrarse a la vida religiosa.
Los dolores de la agonía se intensificaron y su vida parecía estar prendida de un hilo, que insistía en no romperse. Entre terribles crisis de asfixia, decía casi sin voz: «Ya no puedo más… ¿Cuándo vendrá Él?». Nuestro Señor le exigía hasta la última gota de sufrimiento.
Finalmente, besando piadosamente un crucifijo y pronunciando tres veces el nombre de Jesús, la religiosa de 28 años exhaló el último suspiro, entregando su alma a aquel del que se había hecho íntima amiga. Era el primer viernes de mes, día dedicado al Sagrado Corazón de Jesús.
Su vida, a primera vista simple y discreta, pero impregnada de gracias místicas y actos de insigne virtud, revela el profundo misterio de amor que envuelve el Sagrado Corazón de Jesús. Al ser Dios, todo lo posee y todo lo puede. Sin embargo, desea almas que lo consuelen y en las cuales pueda derramar su bondad, almas que sean sus amigas y estén dispuestas a la entrega completa de sí mismas.◊
Notas
1 UNE ÉPOPÉE DE VAILLANCE. La Servante de Dieu Sœur Eugénie Joubert. Liège: Saint-Gilles, 1927, p. 9.
2 Ídem, p. 40.
3 Ídem, p. 17.
4 Ídem, p. 20.
5 Ídem, p. 24.
6 Ídem, p. 25.
7 Ídem, p. 32.
8 Ídem, p. 27.
9 Ídem, pp. 72-73.
10 Ídem, pp. 77-78.
11 Ídem, p. 79.
12 Ídem, p. 80.
13 Ídem, p. 105.
14 Ídem, p. 106.
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Comunión SACRAMENTAL y ESPIRITUAL. ¿Cuál es la diferencia?
El Pe. Mauricio Galarza de los Heraldos del Evangelio Ecuador nos invita a reflexionar sobre las dos formas de comulgar permitidas por la Santa Iglesia. Además de explicarnos las diferencias entre ellas, nos da consejos para hacerlas correctamente.
Después de todo, la Comunión espiritual es un excelente recurso para pedir las gracias necesarias para nuestra santificación, entretanto, no podemos restar el valor que tiene la comunión sacramental.
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El origen de la fiesta del Corpus Christi
Entre ellos se encontraban dos varones conocidos no sólo por el brillo de la inteligencia y pureza de su doctrina, sino por la heroicidad, sobre todo, de sus virtudes: Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura.
La razón de la convocatoria se relacionaba con una reciente bula pontificia en la que se instituía una fiesta anual en honor al Santísimo Cuerpo de Cristo. Para que esta conmemoración tuviese un gran esplendor, deseaba Urbano IV que se compusiera un Oficio, como también lo propio a la Misa a ser cantada en esa solemnidad. Así, solicitó a cada uno de aquellos doctos personajes que elaboraran una composición y se la presentasen en unos días, con el fin de escoger la mejor.
Célebre se hizo el episodio ocurrido durante la sesión. El primero en exponer su obra fue fray Tomás. Serena y calmamente, desenrolló un pergamino y los circundantes oyeron la declamación pausada de la Secuencia compuesta por él:
Lauda Sion Salvatorem, lauda ducem et pastorem in hymnis et canticis (Loa, Sión, al Salvador, alaba a tu guía y pastor con himnos y cánticos)… Admiración general.
Fray Tomás concluía: …tuos ibi commensales, cohæredes et sodales, fac sanctorum civium (admítenos en el Cielo entre tus comensales y haznos coherederos en compañía de los que habitan la ciudad de los santos).Fray Buenaventura, digno hijo del Poverello de Asís, sin titubear rasgó su composición; y los demás lo imitaron, rindiéndole tributo de esta manera al genio y la piedad del Aquinate. La posteridad no llegó a conocer las demás obras, sublimes sin duda, pero inmortalizó el gesto de sus autores, verdadero monumento de humildad y modestia.
Origen de la fiesta de “Corpus Christi»
Varios motivos condujeron a que la Sede Apostólica diese este nuevo impulso al fervor eucarístico, haciendo extensiva a toda la Iglesia una devoción que ya se venía practicando en ciertas regiones de Bélgica, Alemania y Polonia.
El primero de ellos se remonta a la época en que Urbano IV, entonces miembro del clero belga de Liège, examinó cuidadosamente el contenido de las revelaciones con las que el Señor se dignó favorecer a una joven religiosa del monasterio agustino de Mont-Cornillón, cercano a aquella ciudad.
En 1208, cuando tenía sólo 16 años, Juliana fue objeto de una singular visión: un refulgente disco blanco, semejante a la luna llena, que tenía uno de sus lados oscurecido por una mancha.
Tras algunos años de oración, le fue revelado el significado de aquella luminosa “luna incompleta”: simbolizaba la Liturgia de la Iglesia, a la cual le faltaba una solemnidad en alabanza al Santísimo Sacramento. Santa Juliana de Mont-Cornillón había sido elegida por Dios para comunicar al mundo ese deseo celestial.Pasaron más de veinte años hasta que la piadosa monja, dominando la repugnancia que procedía de su profunda humildad, se decidiera a cumplir su misión y relatara el mensaje que había recibido. A pedido suyo, fueron consultados varios teólogos, entre ellos el P. Jacques Pantaleón —futuro Obispo de Verdún y Patriarca de Jerusalén—, que se mostró entusiasmado con las revelaciones de Juliana.
Algunas décadas más tarde, y ya habiendo fallecido la santa vidente, quiso la Divina Providencia que el ilustre prelado fuese elevado al Solio Pontificio en 1261, escogiendo el nombre de Urbano IV.
Se encontraba este Papa en Orvieto, en el verano de 1264, cuando llegó la noticia de que, a poca distancia de allí, en la ciudad de Bolsena, durante una Misa en la iglesia de Santa Cristina, el celebrante —que sentía probaciones en relación a la presencia real de Cristo en la Eucaristía— había visto como la Hostia Sagrada se transformaba en sus propias manos en un pedazo de carne, que derramaba abundante sangre sobre los corporales.La crónica del milagro se difundió rápidamente en la región.
El Papa, informado de todos los detalles, pidió que llevaran las reliquias a Orvieto, con la debida reverencia y solemnidad. Él mismo, acompañado por numerosos cardenales y obispos, salió al encuentro de la procesión que se había organizado para trasladarlas a la catedral.Poco después, el 11 de agosto del mismo año, Urbano IV emitía la bula Transiturus de hoc mundo, por la que se determinaba la solemne celebración de la fiesta de Corpus Christi en toda la Iglesia.
Una afirmación contenida en el texto del documento dejaba entrever un tercer motivo que contribuiría a la promulgación de la mencionada festividad en el calendario litúrgico: “Aunque renovemos todos los días en la Misa la memoria de la institución de este Sacramento, aún estimamos conveniente que sea celebrada más solemnemente, por lo menos una vez al año, para confundir particularmente a los herejes; pues en el Jueves Santo la Iglesia se ocupa de la reconciliación de los penitentes, la consagración del santo crisma, el lavatorio de los pies y otras muchas funciones que le impiden dedicarse plenamente a la veneración de este misterio».
Así, la solemnidad del Santísimo Cuerpo de Cristo nacía también para contrarrestar la perjudicial influencia de ciertas ideas heréticas que se propagaban entre el pueblo en detrimento de la verdadera Fe. En el siglo XI, Berengario de Tours se opuso abiertamente al Misterio del Altar al negar la transubstanciación y la presencia real de Jesucristo en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en las sagradas especies. Según él, la Eucaristía no era sino pan bendito, dotado sólo de un simbolismo especial.
A principios del siglo XII, el heresiarca Tanquelmo esparcía sus errores por Flandes, principalmente en la ciudad de Amberes, afirmando que los sacramentos y la Santísima Eucaristía, sobre todo, no poseían ningún valor.Aunque todas esas falsas doctrinas ya estuvieran condenadas por la Iglesia, algo de sus ecos nefastos aún se sentían en la Europa cristiana. Así que Urbano IV no juzgó superfluo censurarlas públicamente, de manera que les quitase prestigio e inserción.
La Eucaristía pasa a ser el centro de la vida cristiana
A partir de este momento, la devoción eucarística florecía con gran vigor entre los fieles: los himnos y antífonas compuestos por Santo Tomás de Aquino para la ocasión — entre ellos el Lauda Sion, verdadero compendio de teología del Santísimo Sacramento, llamado por algunos el credo de la Eucaristía— pasaron a ocupar un lugar destacado dentro del tesoro litúrgico de la Iglesia.
Con el transcurso de los siglos, bajo el soplo del Espíritu Santo, la piedad popular y la sabiduría del Magisterio infalible se aliaron en la constitución de costumbres, usos, privilegios y honras que hoy acompañan al Servicio del Altar, formando una rica tradición eucarística.
Aún en el siglo XIII, surgieron las grandes procesiones que llevaban al Santísimo Sacramento por las calles, primeramente dentro de un copón cubierto y después expuesto en un ostensorio. También en este punto el fervor y el sentido artístico de las diferentes naciones se esmeraron en la elaboración de custodias que rivalizaban en belleza y esplendor, en la confección de ornamentos apropiados y en la colocación de inmensas alfombras de flores a lo largo del camino que recorrería el cortejo.
Los Papas Martín V (1417-1431) y Eugenio IV (1431-1447) concedieron generosas indulgencias a quien participase en las procesiones. Más tarde, el Concilio de Trento —en su Decreto sobre la Eucaristía, de 1551— subrayaba el valor de estas demostraciones de Fe: “Declara además el santo Concilio que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años, determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad, y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las calles y lugares públicos».1
El amor eucarístico del pueblo fiel no se restringió solamente a manifestaciones externas; al contrario, eran la expresión de un sentimiento profundo puesto por el Espíritu Santo en las almas, en el sentido de valorar el precioso don de la presencia sacramental de Jesús entre los hombres, conforme sus propias palabras: “Y yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
El misterio del amor de un Dios que no sólo se hizo semejante a nosotros para rescatarnos de la muerte del pecado, sino que quiso permanecer, en un extremo de ternura, entre los suyos, escuchando sus pedidos y fortaleciéndoles en sus tribulaciones, pasó a ser el centro de la vida cristiana, el alimento de los fuertes, la pasión de los santos.
San Pedro Julián Eymard, ardiente devoto y apóstol de la Eucaristía, expresaba en términos llenos de unción esta celestial “locura” del Salvador al permanecer como Sacramento de vida para nosotros:
«Se comprende que el Hijo de Dios, llevado por su amor al hombre, se haya hecho hombre como él, pues era natural que el Creador estuviese interesado en la reparación de la obra que salió de sus manos. Que, por un exceso de amor, el Hombre Dios muriese en la Cruz, se comprende también. Pero lo que no se comprende, aquello que espanta a los débiles en la Fe y escandaliza a los incrédulos, es que Jesucristo glorioso y triunfante, después de haber terminado su misión en la tierra, quiera permanecer aún con nosotros, en un estado más humillante y aniquilado que en Belén o en el Calvario».
¡Arrodillémonos delante del Tabernáculo!
¿Cuáles deberían ser nuestra actitud y nuestros sentimientos al considerar el extremo de bondad que Dios hecho Hombre tiene hacia la criatura rescatada por su Sangre y no la abandonó, habiéndose encarnado, sino que se ha mantenido presente, asistiendo y amparando a todos los que a Él quisieran acercase?
Arrodillémonos delante del Tabernáculo o delante, aún mejor, del Ostensorio, entreguemos a Jesús Sacramentado todo nuestro ser —nuestro cuerpo con todos sus miembros y órganos, nuestro alma, con sus potencias, sus cualidades e incluso con sus propias miserias— y ofrezcámosle a Dios Padre la divina Sangre de su Hijo, derramada en la Cruz en reparación de nuestras faltas.
Hna. Clara Isabel Morazzani Arráiz, EP
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La Eucaristía: «cárcel» de amor
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La respuesta es sorprendente: el amor.
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