La invitación que hace el Señor en el pasaje de San Marcos recogido en el Catecismonos da a entender que va dirigida a personas que viven fuera de la Iglesia Católica, en la práctica habitual de los más diversos pecados, y que, por tanto, necesitan convertirse de sus malas obras.
Sin embargo, quien ha recibido las sagradas aguas purificadoras del bautismo, practica los mandamientos de Dios y de la Iglesia, frecuenta los sacramentos, reza, comulga…, ¿no dejó de ser pecador? Ha pasado ya del paganismo a la fe, de la perversidad a la virtud, y parece que no necesita de conversión. ¿Es eso cierto?
El Discípulo Amado nos advierte: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia» (1 Jn 1, 8-9). Y el gran San Pablo afirma: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero» (1 Tim 1, 15).
Hay obras injustas, como las que menciona el Apóstol (cf. 1 Cor 6, 9-10) y muchas otras igualmente merecedoras del Infierno; son los pecados mortales.1 No obstante, también hay faltas menos graves, pero que ofenden a Dios, denominadas pecados veniales,2que todo hombre concebido en pecado original comete cotidianamente, a menudo casi sin darse cuenta… E incluso existen actos menos conformes a la voluntad divina para una persona concreta en una circunstancia concreta, llamados imperfecciones.
Salomón recuerda que «el justo cae siete veces» al día, pero «se levanta»; mientras que «el malvado se hunde en la desgracia» (Prov 24, 16). Lo que, sobre todo, distingue al pecador empedernido de quien trata de practicar la virtud es el constante deseo de volverse a levantar, de crecer en el amor a Dios, de hacerse santo.
Le corresponde, pues, a quien desea practicar la ley divina esforzarse en no cometer nunca no sólo pecados veniales, sino también imperfecciones, y tener así el templo de su corazón más santo que el Templo de Jerusalén. En efecto, el alma del justo resplandece no con el brillo del oro o de la plata, sino con el de la gracia del Espíritu Santo; y en lugar de tener un arca y querubines, la inhabitan Cristo, su Padre y el Paráclito.3 ◊
Redacción Revista Heraldos del Evangelio Febrero 2025
Los Heraldos del Evangelio de España, han recibido manifestaciones de pesar por el fallecimiento de su Fundador Monseñor João S. Clá Dias, de parte de seis Cardenales, catorce Arzobispos, veintiséis Obispos y cuatro Vicarios generales de diversas diócesis españolas así como de muchos sacerdotes, religiosos y religiosas y laicos que se unen al dolor de los Heraldos y ofrecen sus oraciones por el eterno descanso del alma de su Fundador.
Por ejemplo así se expresó el Arzobispo de Oviedo Mons. Sanz: “El Señor lleva nuestra agenda,’pero qué buen día para llegar ante su Presencia. Dios le bendiga y le muestre su misericordia infinita a este fiel hijo de la iglesia. Nos queda el legado de su obra que son los Heraldos del Evangelio. Le encomiendo en mis oraciones. Mañana ofrezco la misa por su eterno descanso. Que la Virgen Santa le cubra con su manto. Un abrazo a todos los Heraldos y mis condolencias más fraternas”.
Alrededor de las 2.30 de esta madrugada (hora brasileña), 1 de noviembre, confortado por los Sacramentos de la Santa Iglesia y rodeado de sus hijos espirituales, Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, a la edad de 85 años entregó serenamente su alma a Dios en Brasil, en la ciudad de Franco da Rocha (Gran São Paulo), después de 14 años de sufrir un derrame cerebral. Como fundador de los Heraldos del Evangelio, deja un legado de santidad de vida a millones de católicos vinculados a la institución en los cinco continentes.
Mons. João nació en São Paulo, Brasil, el 15 de agosto de 1939, de madre italiana y padre español. Desde su juventud, aspiró a reunir a los jóvenes para formarlos y conducirlos hacia Dios. Para esta misión, soñaba con encontrar un hombre plenamente bueno y desinteresado, en medio de la arrogância y la concupiscencia del mundo (cf. 1 Jn 2, 16). El 7 de julio de 1956 conoció al Dr. Plinio Corrêa de Oliveira, uno de los líderes católicos brasileños más destacados del siglo XX, en cuyo ardiente discípulo y el intérprete llegó a convertirse. Se unió a él como miembro de la Tercera Orden Carmelita y, al cabo de unos años, de la Sociedad Brasileña de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad.
En 1958 sirvió en el Ejército brasileño, donde se le concedió el honor militar más distinguido en el campo de la formación, la medalla Mariscal Hermes. Este período de su vida inuyó considerablemente en la nota marcial que daría más tarde a los Heraldos del Evangelio.
Tras estudiar Derecho en la Facultad del Largo São Francisco (São Paulo), se formó con eminentes profesores dominicos de la escuela tomista de Salamanca (España), como Fr. Victorino Rodríguez y Rodríguez, Fr. Antonio Royo Marín, Fr. Arturo Alonso Lobo, Fr. Esteban Gómez, entre otros. Posteriormente obtuvo las licenciaturas en Psicología y Humanidades, así como el doctorado en Derecho Canónico por la Universidad Pontificia Santo Tomás de Aquino (Angelicum) de Roma, y en Teología.
Fundó el Instituto Filosóco Aristotélico-Tomista y el Instituto Teológico Santo Tomás de Aquino, así como la revista científica Lumen Veritatis y la revista de cultura católica Heraldos del Evangelio. Es autor de veintisiete obras, varias de las cuales han sido traducidas a siete idiomas y algunas con una tirada de más de dos millones de ejemplares. Entre ellas destacan: Fátima, aurora del tercer milenio; María Santísima, el Paraíso de Dios revelado a los hombres; San José, ¿quién lo conoce?; Lo inédito sobre los Evangelios; Doña Lucilia y El don de la sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira.
Discerniendo el deseo del Dr. Plinio de crear una asociación de carácter religioso, aprobada por la Santa Iglesia y a su servicio, hizo como en la parábola del grano de mostaza (cf. Mt 13, 31): puso la semilla de la vida religiosa haciendo una experiencia de vida comunitaria en un antiguo edificio benedictino de São Paulo en los años setenta. Tras la muerte del Dr. Plinio en 1995, el Espíritu Santo irrigó esta iniciativa con nuevas gracias, haciendo germinar las tres entidades ponticias fundadas por Mons. João: la Asociación Privada Internacional de Fieles Heraldos del Evangelio, aprobada em 2001 por el Papa Juan Pablo II, la Sociedad Clerical de Vida Apostólica Virgo Flos Carmeli y la Sociedad Femenina de Vida Apostólica Regina Virginum, ambas aprobadas por el Papa Benedicto XVI en 2009.
Solícito con toda la Iglesia (cf. 2 Cor 11, 28), su labor apostólica se extendió por todo el mundo, especialmente tras la aprobación pontificia de los Heraldos del Evangelio. Fundó más de cincuenta coros y orquestras e impulsó la construcción de casi una treintena de iglesias y oratorios — dos de los cuales recibieron el título de basílica— en Brasil y en diversas naciones de América, Europa y África.
Los millones de miembros y seguidores de los Heraldos —sacerdotes, hermanos y hermanas asociados, miembros cooperadores o participantes solidarios— están hoy activos en más de setenta países, llevando a cabo muy diversas obras sociales y evangelizadoras, siguiendo los caminos trazados por su fundador.
En el plano espiritual, Mons. João difundió la devoción a la Santísima Virgen mediante ceremonias de consagración a Ella, según el método de la esclavitud de amor que enseña San Luis María Grignion de Montfort, llegando indirectamente a casi tres millones de eles en 178 países. También instituyó y fomentó la Adoración Perpetua al Santísimo Sacramento en las casas principales de las instituciones que fundó.
En 2008, tres años después de su ordenación sacerdotal, Benedicto XVI lo nombró Protonotario Apostólico y Canónigo Honorario de la Basílica Papal de Santa María la Mayor de Roma. Ha recibido diversas condecoraciones y honores en Brasil y en el extranjero, incluida la Medalla Pro Ecclesia et Pontifice por su dedicación en favor de la Santa Iglesia y del Sumo Pontífice. En 2009 publicó el opúsculo titulado Con motivo del Año Sacerdotal, sugerencias de los Heraldos del Evangelio a la Congregación para el Clero, escrito a petición del entonces prefecto de esta Congregación, y en 2010 el ensayo La Iglesia es inmaculada e indefectible, en el que denuncia las causas profundas de los abusos cometidos contra menores o personas vulnerables.
Otro pilar de su apostolado fue su sentire cum Ecclesia —sentir con la Iglesia— incluso cuando ella era injustamente vilipendiada. De hecho, com el crecimiento de las instituciones que fundó, no pasó mucho tiempo antes de que los enemigos de la Esposa Mística de Cristo y del bien comenzaran a calumniarlas a ellas y a su fundador, especialmente desde 2017. Como hijo de la Iglesia, Mons. João siempre trató de restablecer la verdad sobre ella y acerca de él mismo y sus fundaciones. De este modo, ha salido indemne de las oleadas de falsedades y calumnias en su contra, ya sea aceptando las retractaciones de sus acusadores —que fueron raticadas por los tribunales— o acumulando innumerables victorias procesales, consignadas en sentencias y en el cierre de investigaciones, tanto en el ámbito civil como en el eclesiástico. No es casualidad que sintiera una especial devoción por San Fernando de Castilla: se dice que este rey español nunca fue derrotado en el campo de batalla.
Quienes conocen la historia eclesiástica no ven en estos percances um fracaso de la Iglesia ni de las obras que participan de su inmortalidad, sino sólo la confirmación de las palabras de Jesús: «Si a Mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» ( Jn 15, 20). Nada nuevo bajo el sol: éste fue el camino recorrido por tantos campeones de la Fe, como Santa Teresa de Jesús, San Luis Orione o San Pío de Pietrelcina. Desde esta perspectiva, se entienden bien las palabras que el Cardenal Franc Rodé, entonces prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, dirigió a Mons. João el 15 de agosto de 2009: «¡Usted es de la estirpe de los héroes y de los santos!».
Las biografías de los hombres providenciales no terminan en este mundo. Más bien, su paso por este valle de lágrimas es sólo el preámbulo de muchos más capítulos por venir. Santa Teresa del Niño Jesús proclamó com razón: «Yo no muero, entro en la vida» y «Pasaré mi Cielo haciendo el bien en la tierra».
Inspirados por las numerosas conquistas de Mons. João, bajo la influencia del Paráclito y el apoyo indefectible de María Santísima, sus hijos espirituales continuarán su misión en favor de la Santa Iglesia y de la sociedad civil con serenidad, entusiasmo y concordia, pero también com vigilancia e intrepidez.
Una de las más célebres divisas de la filosofía antigua es, ciertamente, «conócete a ti mismo». Este aforismo, atribuido al filósofo ateniense Sócrates, nos lleva a prestar atención en una verdad poco recordada, en general: la importancia de considerarnos siempre según nuestro valor real.
Un episodio de la vida del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira podrá ayudarnos a comprenderlo mejor.
¿Qué diferencia al hombre libre de un delincuente?
Desde muy joven, el Dr. Plinio brilló por su talento como orador y por tal motivo era llamado con frecuencia a que hiciera discursos en ambientes de los más variados. En una ocasión lo invitaron a que diese una conferencia de preparación para la Comunión Pascual en la Penitenciaría de Carandiru, antigua prisión de la ciudad de São Paulo, experiencia bastante inusual para quien provenía de la alta sociedad paulista y se había acostumbrado a la convivencia en círculos aristocráticos.
A la entrada, enseguida uno de los directores de la cárcel le advirtió sobre los riesgos existentes en aquel sitio y le recomendó vigilancia. De cualquier manera, el joven conferenciante ingresó allí decidido, especialmente atraído por la oportunidad que se le presentaba de poner en práctica su propensión hacia el análisis psicológico.
Y cuál no fue su sorpresa al encontrarse, detrás de las rejas, con fisonomías muy semejantes a las de las personas que veía todos los días circulando por las calles, más de lo que imaginaba… Discernió, al mismo tiempo, que estas se diferenciaban de los detenidos en un punto específico, el cual le vino a la mente durante el discurso, a la manera de conclusión inequívoca: los individuos libres hacían, aunque discreta e imperfectamente, breves exámenes de conciencia a lo largo de sus vidas; los que estaban en la prisión, por el contrario, nunca se habían analizado así, lo que les llevó a caer en los crímenes por los cuales sufrían un justa pena.
Según una comparación que hacía el propio Dr. Plinio, las faltas se asemejan a cargas de pólvora que se acumulan en nuestras almas: quien nunca se analiza, corre el riesgo de que el peligroso material vaya aumentando en tal cantidad que una pequeña chispa acabe detonando un desastre inimaginable.
Excelente medio de progreso espiritual
Alguien podría objetar que los ejercicios de piedad y de perfección espiritual —entre ellos el examen de conciencia—, o incluso los sacramentos, suenan hoy a anacrónicos. No obstante, tal juicio nace, muy probablemente, de la mala comprensión de esas prácticas saludables.
En palabras de cierto sacerdote jesuita, «para combatir la muerte, comemos todos los días; para reparar la fatiga, dormimos. ¡Este doble remedio es muy antiguo! ¿Vas a dejarlo de lado so pretexto de ser una antigualla?»1
Ahora bien, si tenemos a nuestra disposición medios excelentes, de eficacia jamás contestada, para progresar en la vida sobrenatural, ¿por qué no nos valemos de ellos?
El alma humana: ¿con qué compararla?
Mucho se engaña quien piensa que nuestra alma es como un vehículo que sólo de vez en cuando necesita una revisión… La vida espiritual, por el contrario, se asemeja a un jardín que requiere un cuidado continuo, pues los defectos pueden nacer en los lugares más recónditos y de las formas más inesperadas.
Los que ya se han dedicado a la botánica conocen muy bien cierto tipo de planta especialmente combatida: la maleza. Sobre todo, en países tropicales, cuyo suelo fertilísimo da hasta lo que no se espera, ¡esos vegetales «enemigos» se propagan con una rapidez espantosa!
Una gran analogía podemos establecer entre esa realidad natural y el alma humana. Si no tomamos cuidado, los vicios sofocan las flores y los frutos de la virtud y vuelven nuestras almas semejantes «a la tierra del perezoso» descrito en el Libro de los Proverbios:
«Pasé junto al campo del holgazán, crucé por la viña del insensato: todo lo tapaban los espinos, la maleza cubría su extensión; la cerca de piedra, por el suelo. Al verlo me puse a pensar; al mirarlo saqué esta lección: duermes a ratos o cabeceas, cruzas los brazos y a descansar, y te llega la miseria del vagabundo, te sobreviene la pobreza del mendigo» (24, 30-34).
Ante esta implacable realidad, tenemos a nuestro alcance el auxilio del examen de conciencia que, si es bien hecho —y no sólo semanal o mensual, sino diariamente—, puede alcanzar grandes y excelentes resultados. Unos pocos minutos son suficientes para hacer con provecho un análisis cotidiano de nuestra propia conciencia.
El examen general de la conciencia
En su libro Ejercicio de perfección y virtudes cristianas —obra que, en el decir de San Antonio María Claret, había llevado más almas al Cielo que estrellas tiene el firmamento2— el P. Alonso Rodríguez, de la Compañía de Jesús, nos ofrece un primoroso tratado sobre el examen de conciencia, con enseñanzas de índole eminentemente ignaciana.3 Entre ellos está la distinción entre el examen general y el particular.
El examen general versa sobre todas las acciones de un día o de un período. Es el que hacemos antes de la confesión sacramental. Consta de cinco puntos o partes.
Al recogernos para hacerlo, en primer lugar, damos gracias a Dios por los beneficios recibidos —cosa muy útil para contrastar la bondad y liberalidad de Nuestro Señor para con nuestra maldad e indolencia.
Después le pedimos que nos auxilie a conocer nuestras faltas y pecados.
El Dr. Plinio utilizaba un ejemplo muy peculiar para evidenciar la importancia de analizarnos con exactitud: no existe un cirujano en el mundo que ose hacer una operación en la oscuridad; y cuando se trata del examen de conciencia, somos al mismo tiempo cirujanos y pacientes.
Por eso debemos pedir —por cierto, no solamente en ese momento, sino continuamente— la gracia de ser iluminados para conocernos bien: «Señor, que recobre la vista» (Lc 18, 41). ¿Cómo, pues, habremos de corregir defectos que no conocemos o conocemos mal?
El tercer paso consiste en la consideración de las faltas cometidas desde la última confesión; el cuarto, en la petición de perdón a Dios, nuestro Señor, por nuestras culpas, condoliéndonos y arrepintiéndonos de ellas.
Podemos repasar los Mandamientos o los consejos evangélicos con el auxilio de una lista o un elenco de faltas, encontrando dónde caímos y ofendimos a Dios.
Finalmente, hacemos propósito de no pecar más, con el auxilio de la gracia divina, y terminamos con alguna oración breve —un padrenuestro o una avemaría, por ejemplo.
Jerarquía de valores
Conviene destacar que toda la fuerza de este examen se halla en los dos últimos puntos: el arrepentimiento sincero y la decisión de no pecar más.
De ellos nos vienen los más preciosos frutos de perfección que tal hábito puede proporcionarle al alma y, dígase de paso, se trata de dos exigencias indispensables para el sacramento de la confesión.
La finalidad del examen general, como defiende el P. Garrigou-Lagrange,4 no está principalmente en la enumeración completa y exhaustiva de faltas veniales, sino en el ver y acusar con sinceridad el principio del cual ellas derivan para nosotros.
Al respecto, el Dr. Plinio afirma: «Un examen de conciencia bien hecho debe incluir no sólo los actos pecaminosos, sino las tendencias que nos llevan a practicar esos actos.
Porque es necesario cortar la raíz del mal, para que el mal no suceda».5
El P. Alonso Rodríguez6 —y aquí nos remitimos una vez más a las figuras del reino vegetal— explica que si arrancamos la raíz de la mala hierba, enseguida toda la planta se marchitará y secará.
Pero si solamente podamos las ramas y dejamos las raíces en la tierra, en poco tiempo tornará a brotar y crecer más.
El examen particular
Por otra parte, se suele decir que «quien mucho abarca, poco aprieta».
Y por eso San Ignacio de Loyola le daba mayor importancia al denominado examen particular que al examen general, pues nos permite tomar nuestros defectos uno tras otro y vencerlos más fácilmente.
Además, luchar para dominar un vicio es pelear contra todos.
Al pueblo de Israel, cuando se encontraba ante naciones enemigas, Dios le animaba diciendo:
«No tiembles ante ellos, pues en medio de ti está el Señor, tu Dios, un Dios grande y terrible. El Señor, tu Dios, irá arrojando delante de ti a esas naciones poco a poco. No debes exterminarlas de golpe» (Dt 7, 21-22).
Suele ocurrir algo similar con las imperfecciones de nuestra alma. Dios quiere de nosotros una lucha reñida contra nuestros defectos, pero nos alerta de que seremos más exitosos si atacamos enemigos específicos y perseveramos en la lucha contra ellos, hasta derrotarlos por completo:
«Yo perseguía al enemigo hasta alcanzarlo, y no me volvía sin haberlo aniquilado: los derroté, y no pudieron rehacerse, cayeron bajo mis pies» (Sal 17, 38-39).
El método de acción
Procedemos en nuestro examen particular con el mismo método del examen general.
En cuanto a la materia a escoger, según apunta el P. Alonso Rodríguez,7 esta debe empezar por las faltas exteriores que incomodan y desedifican al prójimo, aunque haya otros defectos interiores mayores, pues la razón y la caridad piden que comencemos por aquello que puede causar perjuicio a los demás, y vivamos de tal forma que no tengan quejas de nosotros.
Pero no hemos de persistir en el combate contra las fallas externas de por vida: más fáciles de vencer, precisamos desembarazarnos de ellas tanto como sea posible, para iniciar la lucha contra las imperfecciones interiores.
Con relación a estas últimas, lo ideal es que tomemos una virtud que creamos sea más necesaria cultivar —la cual presupone un vicio contrario a combatir— y la dividamos en puntos concretos, que se volverán fáciles de analizar.
Sería, pues, un error tomar una resolución como: «Seré humilde en todo y extirparé el orgullo de mi alma».
A pesar de tratarse de un óptimo deseo, dicha resolución comprende muchas otras actitudes y disposiciones, y aportaría poco provecho espiritual trabajar con algo tan genérico.
Es mucho más conveniente escoger puntos como: «No diré palabras que redunden en mi alabanza», o bien: «Cortaré enseguida pensamientos vanos y soberbios que toquen a mi honra», propósitos concretos, cuyo cumplimiento o inobservancia es fácilmente perceptible.
¿Cuánto debe durar el combate a un punto?
Sabemos que las pasiones son inherentes a la naturaleza humana y es imposible erradicarlas por completo.
Si esperásemos que el ímpetu ocasionado por una determinada pasión —como la cólera o la envidia, por ejemplo— dejara de ser sentido por nosotros, nunca cambiaríamos la materia del examen.
Nuestra lucha contra el vicio debe continuar hasta que se vea debilitado y podamos refrenarlo con presteza y facilidad.
Veremos así con cuánto provecho y beneficio serán empleados algunos minutos de nuestro día, y cuán leve irá haciéndose el análisis de nuestras propias actitudes internas y externas.
El examen de conciencia es un excelente medio de perfeccionarnos como seres humanos y, sobre todo, como hijos de Dios, porque como afirma un célebre tratadista:
«Si no nos conocemos a nosotros mismos, es moralmente imposible que nos perfeccionemos».8
Verdaderamente corajoso es aquel que sabe ver de frente sus indigencias, sus miserias y su propia incapacidad de practicar la virtud sin el auxilio de la gracia, y sin ocultárselas a Dios ni a sí mismo. Este alcanzará la verdadera santidad. ◊
Estamos acostumbrados a lo desechable, a lo práctico, a lo efímero; además, vivimos en una sociedad que, en consecuencia, cada vez es más enemiga de lo pulcro, de lo elevado, de lo perenne. Así pues, quizá nos sea difícil entender una forma del arte oriental: el kintsugi, cuyo objetivo es restaurar objetos destrozados de manera a sublimarlo, afirmando con ello que de los fragmentos resultantes de un desastre supuestamente irreparable puede surgir algo superior.
La historia del kintsugi —del japonés, carpintería de oro— se remonta a finales del siglo XV, cuando el sogún Ashikaga Yoshimasa envió a China dos de sus tazas favoritas para que las repararan. Las piezas de porcelana volvieron arregladas, pero con algunas grapas de metal que les daba una apariencia rústica y desagradable. Descontento, decidió encargar la empresa a artesanos japoneses.
Tan magníficos fueron los resultados obtenidos por esos artistas que, según se dice, muchos aristócratas orientales llegaron a romper de propósito preciosas piezas de porcelana para que fueran reparadas por ellos. Nacía así una técnica de restauración de cerámica que se convertiría en arte y atravesaría los siglos.
Dicha técnica consiste en unir las piezas rotas con laca urushi —procedente de la resina del árbol del mismo nombre— espolvoreada con oro, plata o platino. Para aplicar la laca se usa un pincel de kebo o makizutsu. Al final del proceso la pieza presentará su forma original, pero estará repleta de cicatrices brillantes.
Al reflexionar sobre esta tradición, notamos que parece que existe una serie de realidades metafísicas que a ciertas naciones paganas le ha sido dado intuir con mayor acuidad que a las del Occidente cristiano, con vista, sin duda, a prepararlas para que en determinado momento acojan la verdad revelada. De hecho, es admirable que exista en el Lejano Oriente un pueblo suficientemente contemplativo y transcendente, dotado de un preclaro don de metáforas, para percibir en esa forma de restauración un reflejo de lo que sucede con el hombre en el orden moral y fundar una escuela artesanal que perdura hasta nuestros días.
Cicatrices de un guerrero
En el kintsugi relucen varios principios superiores. Especialmente destellante es el de la belleza de las cicatrices, algo intuitivo para una sociedad militarizada y dotada de sumo sentido del honor, que durante siglos tuvo como más alto modelo la figura arquetípica del samurái, guerrero intrépido y dispuesto a sacrificarlo todo por su señor.
El auténtico combatiente nunca se avergüenza de las marcas de la guerra. Lo que para una estética superficial puede ser repulsivo adquiere una elevada pulcritud, de dimensión transcendente, al ser analizada desde la perspectiva del valor metafísico del sufrimiento en pro de un sublime ideal.
Sin embargo, en el kintsugi está representado algo aún más elevado, que toca en el Altísimo.
El divino Artesano
Comúnmente se representa a Dios como un artesano que modela un jarrón de arcilla, imagen de cada ser humano. Al ser absoluta la destreza del Artista, el buen resultado de su obra depende, en este caso, de la docilidad del barro en dejarse moldear.
Podemos imaginar a ese divino Artesano manoseando la más vil materia prima y produciendo una refinada pieza de porcelana, adornada con bellas figuras dibujadas por hábiles pinceladas de esmaltes paradisíacos. Se trata de una vasija inigualable, ¡una obra de arte!
Supongamos ahora que ese magnífico jarrón tenga voluntad propia y decida arrojarse al suelo, haciéndose añicos… Pues bien, es exactamente lo que el hombre hace, trabajado por la gracia desde el día de su bautismo, cuando decide destruir la obra del Creador en su alma y — por un capricho o para satisfacer sus pasiones— abraza el pecado.
¿Cómo se reconstruye un jarrón reducido a fragmentos, hasta el punto de confundirse con el polvo?
Omnipotencia del poder divino
En nada trasluce tan claramente la omnipotencia de Dios como en el acto de perdonar. He aquí el misterio de amor de un ser infinito y eterno que, al escuchar el gemido de un corazón contrito que se humilla y pide perdón, realiza lo «imposible».
Infinitamente más precioso que el oro, la sangre del Redentor actúa como una sacrosanta «resina» que une los pedazos del pobre jarrón y no sólo lo restaura, sino que le confiera un nuevo brillo.
El alma restaurada por el perdón divino conserva cicatrices, pero éstas serán su gloria y alegría por toda la eternidad, pues refulgirán como la inconfundible luz de quien mucho amó porque mucho le ha sido perdonado (cf. Lc 7, 47).
Por lo tanto, es absurdo desanimarse y perder la paz cuando nos sentimos miserables, aunque hayamos cometido por infidelidad un pecado mortal. Tan magnífica resulta la obra realizada por Dios al derramar su perdón que, como la de los artesanos japoneses, supera su estado original. De ahí se entiende el comentario tantas veces repetido por Mons. João Scognamiglio Clá Días en sus predicaciones: si por absurdo pudiéramos pecar sin ofender a Dios, ¡cómo desearíamos hacerlo sólo para recibir su perdón!
Esta verdad nos debe llenar de ánimo invencible, sobre todo al considerar que, cuando se trata de restaurar por entero un alma, Dios confía tal obra a la divina Artesana, María Santísima. Amparo y refugio de los pecadores, Ella aplica el oro de su misericordia incluso sobre aquellos que ni siquiera saben pedir perdón y, para ello, tan sólo impone una condición: que se abandonen en sus manos maternales. ◊