Muchas almas, a lo largo de los siglos, se han deleitado al considerar la alegría y el encanto del Niño Dios mecido por primera vez en los maternales brazos de María Santísima. ¡Cuánto gozo debió sentir Jesús bebé en ese momento, viéndose envuelto del amor purísimo de su santa Madre, creada por Dios para encarnarse en Ella y redimir a los hombres, restaurando la obra de la creación!
Pocos, no obstante, se acuerdan de contemplar el consuelo que recibió el divino Infante al descansar por primera vez en el regazo varonil y afectuoso de su padre virginal que, aun no habiéndolo engendrado según la carne, había sido elegido por el Padre celestial para que fuera su representación ante la segunda Persona de la Santísima Trinidad que se hacía hombre.
La figura de José en el caleidoscopio del Antiguo Testamento
A semejanza de María Santísima, el Santo Patriarca fue prefigurado varias veces en el Antiguo Testamento, al estar íntimamente ligado al misterio de la Encarnación. En efecto, a lo largo de los milenios que precedieron al nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, Dios Padre fue «modelando» e «idealizando» la imagen del varón y del padre perfecto, que más tarde florecería en la excelsa figura de San José.
Leyendo la Sagrada Escritura, nos admiramos de la santidad del justo Abel, que ofreció a Dios las primicias de su rebaño e inauguró el culto divino (cf. Gén 4, 1-4); o de la fidelidad de Noé que, habiendo creído en la palabra divina, construyó un arca para salvar del castigo del diluvio a los animales de cada especie y a los elegidos (cf. Gén 6, 8-22).
También Abrahán, ya anciano, recibió de Dios una promesa: el nacimiento de un hijo cuya descendencia sería más numerosa que la arena de la playa y las estrellas del Cielo (cf. Gén 15, 4-5). Porque creyó, engendró con Sara, hasta entonces estéril, a Isaac, a quien más tarde el Señor mismo exigiría que fuera ofrecido en sacrificio… ¡Oh, sublime prueba de fe y de fidelidad! Dispuesto a cumplir el mandato divino, Abrahán ¡inmoló primero su corazón de padre! Y de ese acto de amor supremo a Dios floreció el cumplimiento de la promesa que le había sido hecha (cf. Gén 22, 11-8).
Jacob, hijo de Isaac, varón predilecto a quien Dios le reveló que bajaría a la tierra por una misteriosa escalinata que su descendencia conocería (cf. Gén 28, 10-14), engendróa varios hijos, entre los cuales se destacó José, que fue vendido a Egipto por sus hermanos y acabó convirtiéndose, tras muchas dificultades, en gobernador y dispensador de todos los bienes del faraón (cf. Gén 41, 37-45).
A lo largo de los milenios, Dios Padre fue «modelando» la imagen del varón y del padre perfecto, que más tarde florecería en la excelsa figura de San José
Un poco más adelante, vemos la elección de Moisés para liberar al pueblo hebreo de la esclavitud egipcia y recibir de Dios, en el monte Sinaí, la alianza y las tablas de la ley. Las Escrituras le atribuyen este admirable elogio: «No surgió en Israel otro profeta como Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara» (Dt 34, 10).
Consideremos asimismo a Elías, el varón ígneo que jamás pactó con los desvíos de su época (cf. 1 Re 18, 20-46), siendo el padre espiritual de los profetas y del linaje de almas fieles que perdurará hasta la consumación de los siglos.
Todos estos varones-ley fueron creados para mantener viva a lo largo de los milenios la semilla de la integridad y de la santidad en el pueblo elegido —tan a menudo infiel a su misión—, que culminaría con la venida del Mesías. Para ello, habrían de prefigurar la persona y las virtudes del varón por excelencia que, íntimamente unido al misterio de la Encarnación, sería el padre humano del Salvador esperado.
Elevado en previsión de la venidera Redención
Elegido por el Espíritu Santo como esposo de Nuestra Señora y padre de Jesucristo, el Glorioso Patriarca fue revestido de una incomparable plenitud de gracias y de dones que lo auxiliarían en el cumplimiento de su elevadísima misión.
Bajo el velo de su humildad se escondían virtudes excelsas, concedidas en previsión de los méritos de la Redención, de los que María era la refulgente aurora. De hecho, por su proximidad a Ella, José fue el primero en beneficiarse de todas las maravillas y riquezas que emanaban de la Reina del universo.
No es de extrañar, por tanto, que en él se encontraran de manera supereminente todas las virtudes que adornaron el alma de los santos del Antiguo Testamento, y que la contemplación de estas virtudes constituyera para el divino Infante, durante toda la vida oculta de la Sagrada Familia, un verdadero paraíso.
Verificando en el padre las excelencias de la promesa
Aún en el claustro materno, el Verbo eterno contempló en el alma de su padre una generosidad superior a la de Abel, pues, si éste ofreció al Señor las primicias de su rebaño, San José, decidiendo huir porque se hallaba indigno del misterio que involucró a la Santísima Virgen, sacrificó a Dios el mayor de todos los dones: la convivencia con Ella.
Al ver con cuánto amor y cariño cuidaba San José de su Esposa, el Redentor también se conmovió al considerar que a él, como nuevo Noé, Dios Padre le había confiado el Arca que había traído la salvación a la humanidad, aquella que era el imperecedero Arcoíris divino que une el Cielo a la tierra.
La fe, que fue la corona de gloria de Abrahán en medio de las mayores perplejidades, resplandecía con un fulgor aún más grande en el alma del Santo Patriarca en cada una de las pruebas y dificultades enfrentadas en el transcurso de la vida de Jesús. Al verlo sentir hambre y sed, sufrir las inclemencias del tiempo o incluso verse obligado a huir de Herodes, entre muchas otras contingencias, creía firmemente en su divinidad, llenando de encanto el alma de su querido Hijo.
«Es más: sabe que la vida de Nuestra Señora y, mucho más aún, la vida de nuestro Señor Jesucristo, están dedicadas a salvar a los hombres y se asocia él a esta finalidad redentora. No es posible que, al estar tan cerca de Jesús y de María, no conociera los designios de Dios acerca de la Pasión. Al contemplar este misterio con profunda interioridad y espíritu profético, antes incluso de que el Señor revelase públicamente que era el Redentor, San José ya lo había discernido. Y como padre suyo en la tierra, acepta la determinación del Padre celestial en silencio y con auténtica resignación, dispuesto, como Abrahán, a ver a su Hijo sacrificado en el altar de la Cruz».1
Abrahán, Moisés y Noé, de Bicci di Lorenzo – Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.
A menudo, las santas conversaciones entre sus padres le recordaban al divino Niño el sueño del patriarca Jacob, ya que ellos eran verdaderamente la escalinata por la que Dios había bajado a la tierra. Y rememorando también el sueño de José de Egipto (cf. Gén 37, 9), en el que el sol, la luna y las estrellas se postraban ante él, veía que, en un sentido espiritual, tal presagio se cumplía en su padre José, al cual les obedecían plenamente Él mismo, el Sol de Justicia, su Madre y, en el futuro, toda la Iglesia gloriosa.2
Oyendo otras veces a su padre virginal contarle las demás hazañas de José de Egipto, reflexionaba que este justo, «en la casa de Putifar, dio una prueba notable de castidad heroica; no obstante, terminó siendo relegado durante algún tiempo a la oscuridad de un calabozo y casi fue olvidado. El segundo José dio un ejemplo mucho más sublime de virginidad angelical, desposado como estaba con la más pura de todas las vírgenes»,3 y no bajó, sin embargo, a ninguna prisión, sino que fue elevado «a los asientos más nobles de la Casa del Señor. y en la Corte del Cielo».4
A lo largo de los treinta años de su vida oculta, ciertamente Jesús consideró cómo San José era más excelso que Moisés, porque, si éste hablaba con Dios como un hombre habla con su amigo (cf. Núm 12, 8), aquel vivía diariamente con la segunda Persona de la Santísima Trinidad como un padre lo hace con su hijo. Por otro lado, sería también más glorioso que el profeta Elías, ya que comandaría no sólo un linaje de justos, sino los elegidos de toda la historia, como Patriarca y Protector de la Santa Iglesia Católica.
Era el padre perfecto: de santidad inmaculada, lleno de cariño, deseoso de educar, solícito en proteger y amparar en todas las necesidades
¿Cuál no sería el deleite del Señor, a la edad de 12 años, cuando vio la fuerza de alma «eliática» de San José manifestándose, por ejemplo, en el episodio de la pérdida y el hallazgo en el Templo? En este hecho el pequeño Jesús vislumbró dos extremos de heroísmo en su padre: por una parte, el celo que demostró en la defensa del Niño Dios contra los doctores de la ley; por otra, su confianza inefable al aceptar con toda fidelidad una «censura» de su propio Hijo divino, incluso sin comprenderlo enteramente: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49).
San José con el Niño Jesús – Museo de Arte Religioso, Cuzco (Perú)
Según nos enseña Mons. João Scognamiglio Clá Días, EP, «Dios permitió que el Niño Jesús se perdiese y fuera hallado en el Templo para deshacer la idea equivocada de que la vida del hombre debe ser próspera, sin contratiempos ni dificultades, sin sorpresas o contradicciones. […] Hay un tipo de prueba que Dios pide a aquellos a quienes más llama: la de sentirse aparentemente engañado y abandonado por Él, de modo que hasta aquello que constituye su ideal, su consuelo y razón de ser, a veces parece servirse de un subterfugio para escapar de su compañía. La fidelidad en medio de ese tormento convierte a estos escogidos en verdaderos héroes. […] Ahora bien, de San José podemos decir que, en esta ocasión, se convirtió en el héroe de la confianza».5
Para tal Hijo, ¡un padre perfecto!
Sin duda, en todos estos hechos de la vida de la Sagrada Familia, así como en aquellos que sólo sabremos en el Cielo, Dios Niño iba manifestando cada vez más amor por su padre virginal, alter ego de su Padre divino, con afecto y admiración nunca conocidos a lo largo de la historia.
Era el padre perfecto: de santidad inmaculada, lleno de cariño, deseoso de educar, solícito en proteger y amparar, fuerte y valiente, soporte en todas las necesidades y peligros.
Sepamos también nosotros seguir las huellas del Jesús Niño: admiremos, amemos y confiemos sin reservas en la protección y en el amparo de San José, el padre perfecto y el amigo siempre fiel que nos conducirá, en medio de las batallas de la vida, al Reino de María, al Reino de los Cielos. ◊
Notas
1 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. San José: ¿Quién lo conoce?… Madrid: Asoc. Sálvame Reina de Fátima, 2017, p. 203.
2 Cf. THOMPSON, Edward Healy. Vida e glórias de São José. Dois Irmãos: Minha Biblioteca Católica, 2021, p. 20.
En este primer trimestre del año, el coronavirus continúa siendo el tema dominante. Las sucesivas normas sobre este asunto presentan, en general, un enfoque unidimensional y no siempre «científicamente correcto». Algunas hasta causan desconcierto… Sin hablar de las dosis de fake news con las que se intenta engañar a la opinión pública.
«Sursum corda — ¡Levantemos el corazón!». Vamos a nuestro tema eucarístico de cada mes, que hoy abordaremos desde un ángulo diferente… y desafiante.
Iglesia militante, iglesia peregrina
Hasta hace poco tiempo era corriente usar el término «Iglesia militante» para referirse al segmento del Cuerpo Místico de Cristo del que forman parte los vivos, porque «¿no es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra?» (Job 7, 1). Junto a la purgante y a la gloriosa, constituye el conjunto de la Iglesia Católica Apostólica Romana —otra expresión que va cayendo en desuso.
Actualmente se opta por decir «Iglesia peregrina», lo que no es incorrecto, pero es menos preciso. Para vivir las exigencias de la fe es necesario vencer obstáculos, negarse a sí mismo, cargar con la cruz. ¡Hay que militar! Las fuerzas para ese arduo compromiso nos vienen de la gracia de Dios, siendo los sacramentos vehículos de la gracia. El de la Confirmación, por ejemplo, que transforma al bautizado en soldado de Cristo.
El combate anunciado por Job se libra, ante todo, en el campo espiritual: «Porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire» (Ef 6, 12). No obstante, tiene desdoblamientos en el campo material, dado que también entre los hombres hay maldad deliberada y culposa.
Santos guerreros, modelos de heroísmo cristiano
Cuando en la cristiandad floreció la caballería y se dieron las gestas de las Cruzadas, hoy tan criticadas, hubo contiendas admirables, tanto en Europa como en Oriente Medio. Sin duda, alguno objetará que la miseria humana no estuvo ausente. Sí, pero ¡hasta las empresas más loables se han visto tiznadas con la fragilidad congénita de los desterrados hijos de Eva! Las Cruzadas fueron impulsadas por los Papas y en ellas participaron santos de la talla de Luis IX de Francia o Fernando III de Castilla.
Siglos más tarde, así se expresaba Santa Teresa del Niño Jesús: «Siento la vocación de un guerrero… siento en mi alma la valentía de un cruzado, de un zuavo pontificio; quisiera morir en un campo de batalla en defensa de la Iglesia».1 ¿Lirismo? ¿Meras expansiones juveniles? No. ¡Son decires de una doctora de la Iglesia!
De hecho, en el Santoral figuran los nombres de varios guerreros, modelos de heroísmo cristiano. Hay otros que, sin haber entrado propiamente en la arena, estimularon lides justas mereciendo la honra de los altares. Y son numerosísimos los valientes defensores de la fe que, aunque no estén en el catálogo de los santos canonizados, han ganado el Cielo.
«No he venido a sembrar paz, sino espada»
En la Sagrada Escritura se relatan permanentes conflictos entre fieles (etimológicamente: los que tienen fe) e infieles (los que no la tienen). No debe causar extrañeza, porque pues Dios le dijo a la serpiente después de la caída original: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (Gén 3, 15).
Se trata de una enemistad puesta por Dios, no por la voluntad o el capricho humano. Y el último libro sagrado recoge la misma verdad: «Y se llenó de ira el dragón contra la mujer, y se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios» (Ap 12, 17).
Así, la Biblia se abre y se cierra con esta enseñanza clave: la vida en esta tierra es una batalla constante, prolongación de la celestial : «Y hubo un combate en el Cielo: Miguel y sus ángeles combatieron contra el dragón, y el dragón combatió, él y sus ángeles» (Ap 12, 7).
En los Evangelios encontramos también significativos pasajes que apuntan a ese estado de beligerancia. Veamos tan sólo dos ejemplos. Primero: Simeón que dice de Jesús, en la Presentación: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción» (Lc 2, 34). Segundo: lo dicho por el propio Señor: «No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espada» (Mt 10, 34).
¿Cómo explicar la aparente contradicción?
Bien, ¿qué pensar de todo esto? Antes que nada, digamos con el Maestro: «Bienaventurados los que trabajan por la paz» (Mt 5, 9). Él nos enseñó a amar a los enemigos, a perdonar hasta «setenta veces siete» (cf. Mt 18, 21-22), a rezar por los que nos persiguen (cf. Mt 5, 43-44), etc. Eso también está en los Evangelios. Entonces ¿cómo explicar la aparente contradicción?
Es que el amor a «mi persona» es, digámoslo así, negociable, pero el amor a Dios, no. Tratándose de intereses propios, debo ceder y poner la otra mejilla, pero la causa de Dios es sagrada e irrenunciable… Salvo que se ignore el primer mandamiento, resumen de toda la ley.
Es un hecho que las ideas y los reflejos de muchos católicos se han visto afectados por los miasmas del relativismo, al no querer ver de frente una verdad elemental: el amor y el odio se acompañan como la luz y la sombra. Quien adora al Señor combate la idolatría; quien ama la virtud odia el pecado; quien da culto a Dios y a los santos detesta al demonio y a sus agentes. ¿Cómo no va a ser así? Hay incompatibilidad entre luz y tinieblas.
A estas alturas, algún lector podrá haberse sorprendido por el rumbo inusual que ha tomado esta meditación eucarística, que va llegando a su término. Sin embargo, toda esta introducción, quizá demasiado extensa, ayuda a desembocar más fácilmente en nuestro permanente empeño: el fomento del culto eucarístico.
Nuestra «militancia» pasa por adorar a Jesús Hostia y a propagar el amor a Él, lo que implica en «cruzarse por la Eucaristía». Se trata, ya no de reconquistar el Santo Sepulcro, sino de exaltar la presencia real del Resucitado. En este singular enfrentamiento se pelea contra la ignorancia y la apatía, con las armas de la palabra y del ejemplo, para vencer la generalizada inconsecuencia de nuestros hermanos en la fe y atraerlos al Pan del Cielo. Libremos esta «guerra santa» bajo el manto de la Virgen, que es «hermosa como la luna, refulgente el sol, terrible como un ejército en orden de batalla» (Cant 6, 10).
Notas
1 SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS. Manuscrits autobiographiques. Manuscrit B, 2v.
Según afirma Santo Tomás de Aquino (cf. Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 1-2), la oración consiste en la elevación de nuestra mente a Dios, inflamada por la devoción y el fervor de la caridad. No rezamos a Dios para manifestarle algo desconocido a su infinita sabiduría ni para que altere los designios de su providencia divina, sino para que nos convenzamos de la necesidad de recurrir a su auxilio y de pedirle todo lo que Él, desde toda la eternidad, ha dispuesto concedernos por el mérito de nuestras plegarias.
En el curso de nuestras oraciones, parecería ilícita cualquier distracción, incluso cuando nos esforzamos en extremo. ¿Podemos elevar a Dios súplicas, provechosamente, mientras nuestros pensamientos divagan lejos de su divina majestad? La solución de Santo Tomás a esta dificultad resulta tan sorprendente como consoladora: «Nadie está obligado a lo imposible. Pero es imposible mantener la mente atenta en algo durante mucho tiempo sin dejarse llevar de repente por otra cosa. Luego no es necesario que la oración vaya siempre acompañada de la atención» (Comentario a las Sentencias. L. iv, d. 15, q. 4, a. 2, qc. 4).
Examinemos las palabras del Doctor Angélico. La atención es necesaria para que nuestra oración tenga más valor y alimente nuestra alma. No podemos, de propósito, dejar que nuestro pensamiento divague, so pena de perder los frutos de nuestras oraciones, pues las distracciones voluntarias alejan nuestra mente de Dios. Sin embargo, las distracciones involuntarias no le restan a la oración su mérito. La mente humana, debido a la flaqueza de su naturaleza debilitada por el pecado original, no logra permanecer siempre en las alturas, ya que el peso de esa flaqueza arrastra al alma hacia lo más bajo (cf. Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 13, ad 2).
En otras palabras, si nos distraemos por debilidad y no por negligencia, nuestra oración seguirá siendo agradable a Dios. El fervor interior debe ser la causa de nuestras plegarias. Oramos para honrar y reverenciar a Dios, entregándole sumisamente nuestra alma y reconociendo, mediante súplicas, nuestra total dependencia de Él, fuente y causa de todos los bienes (cf. Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 3; a. 14). De este deseo, nacido del amor a Dios, dependen los méritos y la fuerza de las peticiones, a pesar de nuestras distracciones involuntarias: «Si esta primera intención falta, [la oración] ni es meritoria ni impetratoria: “pues Dios no escucha la oración que se hace sin intención”, como dice San Gregorio» (Suma Teológica. II-II, q. 83, a. 13).
¿Qué conclusión debemos sacar de las enseñanzas de Santo Tomás? Cuando recemos, tratemos de rezar bien, para obtener mayor provecho. Hagamos todo lo posible para que nuestra oración sea agradable a Dios. Acabemos con todas las distracciones voluntarias y luchemos al máximo contra las involuntarias. No recemos por mera obligación, como quien intenta librarse de una tarea tediosa, sino por amor, con fervor, con la intención de elevar el corazón al Cielo y unirnos cada vez más al Padre. Sobre todo, no caigamos en el sofisma de decir: «Mejor no rezar, porque no rezo bien…». Con razón el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira afirmaba que tenía ganas de escribir un opúsculo que se llamara El valor de la oración mal hecha, porque es cierto que el Altísimo no desprecia nuestras buenas disposiciones cuando nos dirigimos a Él, aunque no sean perfectas. ◊
Educar en la oración según la tradición de la Iglesia
El deseo de aprender a rezar de modo auténtico y profundo está vivo en muchos cristianos de nuestro tiempo, a pesar de las no pocas dificultades que la cultura moderna pone a las conocidas exigencias de silencio, recogimiento y oración. […] Sin embargo, frente a este fenómeno, también se siente en muchos sitios la necesidad de unos criterios seguros de carácter doctrinal y pastoral, que permitan educar en la oración, en cualquiera de sus manifestaciones, permaneciendo en la luz de la verdad, revelada en Jesús, que nos llega a través de la genuina tradición de la Iglesia. […]
El contacto siempre más frecuente con otras religiones y con sus diferentes estilos y métodos de oración han llevado a que muchos fieles, en los últimos decenios, se interroguen sobre el valor que pueden tener para los cristianos formas de meditación no cristianas. […]
Para iniciar esta consideración se debe formular, en primer lugar, una premisa imprescindible: la oración cristiana está siempre determinada por la estructura de la fe cristiana, en la que resplandece la verdad misma de Dios y de la criatura. […] El cristiano, también cuando está solo y ora en secreto, tiene la convicción de rezar siempre en unión con Cristo, en el Espíritu Santo, junto con todos los santos para el bien de la Iglesia.
Fragmentos de: SAN JUAN PABLO II. «Orationis formas», carta publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, 15/10/1989.
La oración es una relación personal con el Dios vivo y verdadero
El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto; el hombre lleva en sí mismo el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como «expresión del deseo que el hombre tiene de Dios». Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración […].
Sin embargo, la búsqueda del hombre sólo encuentra su plena realización en el Dios que se revela. La oración, que es apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte así en una relación personal con Él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de tomar la iniciativa llamando al hombre al misterioso encuentro de la oración.
Fragmentos de: BENEDICTO XVI. Audiencia general, 11/5/2011.
Necesidad de unir la verdadera y digna noción de Dios a su nombre
No puede tenerse por creyente en Dios el que emplea el nombre de Dios retóricamente, sino sólo el que une a esta venerada palabra una verdadera y digna noción de Dios. Quien, con una confusión panteísta, identifica a Dios con el universo, materializando a Dios en el mundo o deificando al mundo en Dios, no pertenece a los verdaderos fieles.
Ni tampoco lo es quien […] pone en lugar del Dios personal el hado sombrío e impersonal, negando la sabiduría divina y su providencia, «la cual se extiende poderosa del uno al otro extremo» (Sab 8, 1) y lo dirige a buen fin. Ese hombre no puede pretender que sea contado entre los verdaderos fieles.
Fragmentos de: PÍO XI. Mit Brennender Sorge, 14/3/1937.
No emplear el nombre tres veces santo de Dios como una etiqueta vacía de sentido
Vigilad, venerables hermanos, con cuidado contra el abuso creciente, que se manifiesta en palabras y por escrito, de emplear el nombre tres veces santo de Dios como una etiqueta vacía de sentido para un producto más o menos arbitrario de una especulación o aspiración humana; y procurad que tal aberración halle entre vuestros fieles la vigilante repulsa que merece.
Nuestro Dios es el Dios personal, trascendente, omnipotente, infinitamente perfecto, único en la trinidad de las personas y trino en la unidad de la esencia divina, Creador del universo, Señor, Rey y último fin de la historia del mundo, el cual no admite, ni puede admitir, otras divinidades junto a sí.
Fragmentos de: PÍO XI. Mit Brennender Sorge, 14/3/1937.
A nadie le es lícito decir: Creo en Dios, y esto es suficiente para mi religión
La fe en Dios no se mantendrá por mucho tiempo pura e incontaminada si no se apoya en la fe en Jesucristo. «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo» (Lc 10, 22). […] A nadie, por lo tanto, le es lícito decir: Yo creo en Dios, y esto es suficiente para mi religión.
La palabra del Salvador no deja lugar a tales escapatorias: «El que niega al Hijo tampoco tiene al Padre; el que confiesa al Hijo tiene también al Padre» (1 Jn 2, 23).
Fragmentos de: PÍO XI. Mit Brennender Sorge, 14/3/1937.
Sólo en Cristo podemos dialogar con Dios como hijos
La oración es la relación de los hijos con su Padre, y sólo en Cristo podemos dialogar con Dios como hijos y decir como dijo Él: «Abbá»
Debemos recordar ante todo que la oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo. […] Sólo en Cristo, en efecto, podemos dialogar con Dios Padre como hijos, de lo contrario no es posible, pero en comunión con el Hijo podemos incluso decir nosotros como dijo Él: «Abbá».
En comunión con Cristo podemos conocer a Dios como verdadero Padre (cf. Mt 11, 27). Por esto, la oración cristiana consiste en mirar constantemente y de manera siempre nueva a Cristo, hablar con Él, estar en silencio con Él, escucharlo, obrar y sufrir con Él. […] No olvidemos que a Cristo lo descubrimos, lo conocemos como persona viva, en la Iglesia.
Fragmentos de: BENEDICTO XVI. Audiencia general, 3/10/2012.
Por la oración, abrimos ventanas hacia el Cielo
Los cristianos hoy están llamados a ser testigos de oración, precisamente porque nuestro mundo está a menudo cerrado al horizonte divino y a la esperanza que lleva al encuentro con Dios. En la amistad profunda con Jesús y viviendo en Él y con Él la relación filial con el Padre, a través de nuestra oración fiel y constante, podemos abrir ventanas hacia el Cielo de Dios. […]
Eduquémonos en una relación intensa con Dios, en una oración que no sea esporádica, sino constante, llena de confianza, capaz de iluminar nuestra vida, como nos enseña Jesús.
Fragmentos de: BENEDICTO XVI. Audiencia general, 30/11/2011.
La tecnología ha hecho progresos asombrosos en el campo del armamento a lo largo de las últimas décadas. Con frecuencia se informa sobre innovaciones de este tipo, aún más a propósito del amenazante conflicto en Ucrania. El poderío bélico de una nación, sin embargo, no puede limitarse a la mera producción y almacenamiento de armas. Como es praxis en las guerras, cada bando trata de apropiarse del arsenal enemigo, estudiarlo y utilizarlo contra su antiguo dueño.
De manera análoga, desde sus orígenes, el papado ha sido una institución ferozmente combatida por hombres y demonios. Por supuesto que en esta batalla hay un claro vencedor, pues las puertas del infierno jamás prevalecerán contra la Iglesia (cf. Mt 16, 18). Hay momentos, sin embargo, en que el núcleo de la lucha se extiende hasta el corazón de Pedro, y los enemigos buscan hacerlo palpitar contra la propia institución que debería proteger. En estas condiciones, ¿qué pueden hacer por él los fieles que militan en la tierra?
Retrocedamos a los orígenes de la misión del sumo pontífice para responder mejor a esta pregunta.
¿Quién es Pedro?
A lo largo de los siglos, se han ido desarrollando expresiones muy singulares para referirse al primer Papa. Entre otras denominaciones que se remontan a tiempos lejanos encontramos éstas: «Príncipe de los Santos Apóstoles», «corifeo de su coro», «boca de todos los Apóstoles», «columna de la Iglesia».1 Como señaló el papa León XIII, estos títulos preconizan brillantemente que Pedro fue puesto en el más alto grado de dignidad y poder.
De hecho, el Señor lo constituyó —y en él también a sus legítimos sucesores— como cabeza visible de la Iglesia militante, concediéndole directa e inmediatamente un primado de verdadera y propia jurisdicción, y no sólo honorífico.2 En virtud de su cargo como representante de Cristo y pastor de la Iglesia, el sumo pontífice tiene autoridad suprema y universal sobre toda la institución.3
Pero el primado de Pedro, cuyo reconocimiento y sumisión son necesarios para la salvación,4se ejerce en armonía con la constitución colegial de la Iglesia, es decir, con los obispos del mundo entero que están unidos a él. Se trata, por tanto, de un primado de comunión.5 Nuestro Señor Jesucristo, a fin de cuentas, es quien gobierna a su Esposa Mística por medio del Papa y de los legítimos pastores.6Así pues, no le corresponde al desempeño de esta autoridad un régimen tiránico y totalitario.
El Santo Padre también preside en la caridad,7o sea, le incumbe la primacía en el amor al Señor. ¡Precedencia en la caridad! Una mirada retrospectiva a los albores del papado podrá ayudarnos a comprender mejor la grandeza de esta institución divina. Sobre todo, nos alentará a tener por ella una dilección más fervorosa, ya que una dedicación desinteresada de las ovejas puede ayudar a Pedro en su ardua misión en el transcurso de los siglos.
La primera mirada de Jesús a Simón
El Evangelio de San Juan registra, con singulares pormenores, el acontecimiento que transformó la vida de un pescador de Galilea.
Andrés era uno de los dos discípulos que acompañaban a San Juan Bautista cuando éste, al avistar a Jesús, declaró: «Éste es el Cordero de Dios» (1, 36). Habiéndose quedado aquel día con el Maestro, Andrés salió enseguida a buscar a su hermano y le manifestó: «Hemos encontrado al Mesías» (1, 41). ¡Qué luz no debió haber iluminado el alma de Simón al oír el anuncio de la llegada del Salvador!
Hemos de considerar que, desde toda la eternidad, el Señor sabía a quién iba a elegir como piedra fundamental de su Iglesia. Había llegado, pues, el momento de encontrarse con él en el tiempo. Narra el evangelista que Andrés llevó a su hermano ante el divino Maestro, y «Jesús se le quedó mirando y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que quiere decir Pedro, o piedra)”» (1, 42).
Esta mirada de eterna dilección jamás abandonará a Pedro. Es la revelación inicial que Jesús le hace a su futuro vicario, y sobre esta verdad fundamental se yergue la misión de la «columna de la Iglesia».
Fijándose en él, el Maestro contempló a todos los que le sucederían en el solio pontificio. En efecto, por institución del propio Cristo —por derecho divino, por tanto— es por lo que el bienaventurado Pedro tiene perennes sucesores en el primado sobre la Iglesia universal.8Cada legítimo sumo pontífice perpetúa el mismo primado de Cefas. En cierto modo, también reciben del Señor la mirada que, además de convocarlos para el cargo, los invita a reafirmarse en su amor.
En la primera mirada de Jesús a Pedro, el papado encuentra su verdadero horizonte. La fuerza de esta mirada continuó sustentando a Cefas a lo largo de los siglos, asegurando la firmeza de la roca sobre la cual se erige la Iglesia.
Una confesión, un premio, un encargo
Con su insuperable pedagogía divina secundada por gracias, el Señor modeló y predispuso paso a paso el corazón de Simón para que en determinado momento recibiera de Dios Padre una importantísima revelación (cf. Mt 16, 17).
San Pedro poseía la virtud de la fe en tal alto grado que fue el varón elegido para confesar la divinidad de Jesús. Esta proclamación «se realizó con base en un discernimiento penetrante, lúcido y abarcador de la naturaleza divina del Hijo de Dios»,9 conforme explica Mons. João Scognamiglio Clá Dias.
Así pues, estando con el Maestro en la región de Cesarea de Filipo, lejos de los acontecimientos arrebatadores y de la agitación de las turbas, sólo se oía la voz de la fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16). A continuación, Jesús le anunció a Cefas que edificaría una obra indestructible, la Iglesia, y le entregaría a él «las llaves del Reino de los Cielos» (Mt 16, 19).
Pedro y Juan, una relación evocadora
Jesús flanqueado por San Pedro y San Juan Evangelista – Iglesia del Santísimo Sacramento, Nueva York
Sin embargo, la fe del primer Papa, por grande que fuera, no le bastaría para corresponder a su llamamiento. Pedro le aseguró al Maestro que nunca lo abandonaría; no obstante, de entre los Apóstoles, únicamente Juan estuvo al pie de la cruz (cf. Lc 22, 33; Jn 19, 26). Pedro tuvo miedo cuando Jesús obró la pesca milagrosa en el lago de Genesaret: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8); Juan reclinó su frente sobre el corazón del Redentor (cf. Jn 13, 25), porque «no hay temor en el amor» (1 Jn 4, 18). Finalmente, Pedro proclamó su fe en Jesús, y Juan expresó con singular claridad en qué consiste el centro de nuestra fe y la imagen cristiana del Creador, diciendo: «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16), como enseña Benedicto XVI.10
No pretendemos insinuar que entre el Príncipe de los Apóstoles y San Juan existiera una completa igualdad. A mediados del siglo XVII, durante el pontificado de Inocencio X, fue juzgada y declarada herética la doctrina sostenida por el jansenista Marín de Barcos, que defendía una doble cabeza en la Iglesia.11 El hereje equiparaba al apóstol Pablo con San Pedro en el poder supremo y en el gobierno de la Iglesia universal.
Creemos, más bien, que la preciosa relación entre Cefas y Juan —el apóstol del amor—, tan evidente en los Evangelios, parece subrayar cuánto la excelencia de la fe depende de la soberanía de la caridad, aun siendo ambas virtudes hermanas, eslabones de una misma cadena.
«Pedro, ¿me amas?»
«La fe actúa por el amor»,12 afirma Santo Tomás; en efecto, la caridad hace perfecto y formado el acto de la fe.
Nuestro Señor Jesucristo entrega el rebaño de la Iglesia a San Pedro – Londres
Ahora bien, transcurridos algunos años de convivencia con el Señor, a pesar de ser grande la fe de Pedro, imperfecto era aún su amor. Y el divino Maestro, antes de subir al Cielo, quiso consolidar a su elegido en la misión que le había reservado. Y esto sucedió en una de las apariciones a los Apóstoles después de la Resurrección, junto al lago de Tiberíades, cuando Jesús le preguntó tres veces: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Ante cada respuesta afirmativa, Jesús le ordena: «apacienta mis corderos», «pastorea mis ovejas», «apacienta mis ovejas» (Jn 21, 15-17).
La caridad es la condición para apacentar el rebaño de Cristo, ya que, como hemos visto, se trata de un atributo esencial del primado petrino. Así, aumentando el amor de Cefas, el Salvador garantizaba la perennidad de la institución pontificia.
Por consiguiente, es deducible de ahí que las flaquezas en la vida de San Pedro —y las del papado a lo largo de los siglos— se deban principalmente a las defecciones en la línea del amor. Son dos milenios ya de inmaculada defensa de la fe por parte del magisterio infalible; no obstante, sin faltar nunca a la ortodoxia en las palabras, se puede predicar el desamor con el ejemplo.
Dos mil años de existencia
Inmediatamente después de la triple interpelación, el Salvador profetizó: «Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21, 18).
El papado cuenta con una existencia bimilenaria. Quizá, en determinado contexto histórico, esta institución de larga data se vea sujeta a lo que el divino Maestro le predijo a San Pedro: que le extendería sus brazos a los verdugos que quieren crucificarla, que sería ceñida y llevada por extraños adonde no desea ir, por donde no debe ir.
Santa Faustina, la secretaria de la misericordia de Jesús, registra en su diario estas dolorosas palabras del Señor: «Los grandes pecados del mundo hieren mi Corazón algo superficialmente, pero los pecados de un alma elegida traspasan mi Corazón por completo…».13
Negación de San Pedro – Museo de Bellas Artes, Córdoba (España)
Durante la Pasión, estando en la casa de Caifás, Pedro negó tres veces a la Verdad, y tres veces la Verdad cayó en el camino del Calvario. ¿No serían estos desafortunados pronunciamientos del primer Papa cuales nuevas piedras de tropiezo para el Salvador (cf. Mt 16, 23)? Es grande el poder de Pedro, que todo lo puede atar en la tierra y en el Cielo.
Sin embargo, la predilección —ese insondable misterio— marcó el alma de Cefas para siempre. Nos atrevemos a decir que, ante la omnipotencia del perdón divino y de las oraciones de María, incluso hasta el poder de las llaves es impotente: «El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: “Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces”. Y, saliendo afuera, lloró amargamente» (Lc 22, 61-62).
Sin duda, esta insigne gracia de contrición fue comprada por las súplicas de la Santísima Virgen: podemos decir que María sustentó la Iglesia en aquel momento, como hoy sustenta el papado.
Cimentada sobre la sangre de los mártires
Es difícil admitir que hay una mirada más significativa para un Papa que la del Redentor ajusticiado. En la expresión sufridora de Jesús se contempla en germen el triunfo de la Resurrección; además, la muerte del Señor en la cruz compró la inmortalidad de su Esposa —la Iglesia—, fundada sobre la roca que es Pedro.
Siguiendo una antigua tradición, el sumo pontífice se revestía de un bellísimo calzado rojo, viniendo a significar que la Iglesia está cimentada sobre la sangre de los mártires. Los pasos de Cefas eran, por tanto, acompañados simbólicamente por el testimonio de aquellos que, perseverando en la fe, se ofrecieron en sacrificio por Cristo.
De hecho, el holocausto del Señor es la razón de incontables otros. Incluso hasta en nuestros días, la sangre de los mártires se renueva continuamente. Sí, porque un suplicio quizá mayor y más injusto que el de morir por odio a la religión es el de ser martirizado por la fidelidad al amor. Expliquémoslo mejor. Con gran acierto, un célebre orador afirmó en una ocasión: ser amado y no amar es ser tirano; amar y no ser amado es ser mártir.14
Job visitado por sus amigos – «Grandes Horas de Ana de Bretaña»
Ejemplo de este martirio de alma podemos encontrarlo en el justo Job, que perseveró en su inocente rectitud, resistiendo impasible a los atroces sufrimientos que la Providencia permitió que el demonio le infligiera, sin el alivio de ninguna consolación espiritual. Este admirable personaje bíblico también representa a los varones que hoy sufren por el Cuerpo Místico, en unión con su cabeza, Nuestro Señor Jesucristo, por pura devoción a la roca inquebrantable del papado.
Una gema inédita entregada al papado
Quizá, en determinado contexto histórico, Pedro haya faltado o venga a faltar con la reciprocidad de amor por los hijos que tanto lo aman. Para ello no sería preciso ningún gesto ostensivo; hay ciertas formas de silencio que confunden, hay indiferencia y omisiones que se enumeran entre los mayores actos de desamor. De verificarse tal absurdo, sería ocasión para dar a la elección y a la autoridad de Cefas una prueba inmensa de fidelidad, llevada al extremo. Y un único motivo bastaría para explicar este amor tan inexplicable: simplemente porque él es Pedro.
En unión con los infinitos méritos del Redentor, queda por preguntarse qué frutos se derivarían de la sangre derramada con tanta generosidad. Dios no deja de premiar a quien se inmola por Él sin buscar recompensa: llegará el día en que esos Job serán exaltados por su innegable amor a Pedro, y su sangre resplandecerá cual gema preciosísima e inédita en la institución del papado, como indagando: «Pedro, ¿me amas?».
Nada es en vano. Las apariciones de Cova da Iria y la promesa incondicional de Nuestra Señora de Fátima adquieren un brillo especial cuando se aplican al papado: «Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará». Se trata de la victoria del amor de María, que abre una nueva era de fe para el mundo y para la Santa Iglesia. ◊
4 Cf. BONIFACIO I. Carta «Institutio», a los obispos de Tesalia: DH 233; Carta «Manet beatum», a Rufo y a los otros obispos de Macedonia: DH 234; BONIFACIO VIII. Unam sanctam: DH 875.
Preguntémosles a los hombres de nuestros días qué es lo que más anhelan para sí y para el mundo y la mayoría ciertamente responderá: ¡la paz! San Agustín afirmaba que «es un bien tan noble, que aun entre las cosas mortales y terrenas no hay nada más grato al oído, ni más dulce al deseo, ni superior en excelencia».1
Sin embargo, principalmente en el último siglo, el deseo de paz aumentó tanto que ha adquirido expresiones diversas.
Un bien anhelado, pero no alcanzado
Las dos guerras mundiales dejaron profundas secuelas en la humanidad, debido a su violencia y su capacidad de destrucción. Como si no fuera suficiente, acabada en 1945 la más terrible de ellas, el comunismo soviético siguió amedrentando a muchos de los pueblos eslavos y orientales y el mundo fue testigo de nuevas acometidas bélicas, sobre todo, en Asia y en África.
Soldados británicos en 1916, tras la batalla del Somme (Francia)
Durante el período conocido como Guerra Fría, pese a la aparente ausencia de un enfrentamiento formal, Estados Unidos y la Unión Soviética se enzarzaron en una carrera armamentística que apuntaba, tarde o temprano, a un conflicto nuclear de drásticas dimensiones. Algo similar sucedió en los umbrales del tercer milenio, con la aparición del terrorismo a gran escala.
No asombra, por tanto, que el ideal de paz aflorara como objetivo a ser alcanzado entre los hombres, cansados de sangre, muerte y destrucción. ¿Qué respuesta podría dar el mundo a tales calamidades? Tratados, acuerdos entre Estados y reuniones con las grandes potencias fueron llevados a cabo, y continúan realizándose, con el compromiso de preservar la paz.
Tales esfuerzos trajeron, además de alentadoras promesas, un crucial interrogante: ¿Se lograría los resultados esperados? ¿O serían vanas tentativas de materializar una quimera? No mucho tiempo después del inicio de esos hechos, personas como el conceptuado teólogo dominico Victorino Rodríguez darían una respuesta negativa a tales preguntas: «La ONU se constituyó para garantizar la paz entre las naciones. El año 1986 fue proclamado Año Internacional de la Paz. Pero no se logra la deseada paz; ni la paz mesiánica donde germinó el Evangelio, ni la paz octaviana donde se desarrolló el Derecho; ni cuando el poder disuasorio de la defensa nuclear bastaría para que los hombres dejasen de hacer o fomentar la guerra».2
Tamaña era la preocupación mundial que hasta nuevos significados le dieron a la paz, alejados del verdadero. En la década de 1960, por ejemplo, en el movimiento hippie resonaba su consigna más conocida: «Paz y amor». Hábilmente manipulado, dicho eslogan llevaba a pensar que su realización consistía en la pura ausencia de guerra y en la plena satisfacción de los placeres carnales.
Ante ese cuadro, cabe preguntarse: a fin de cuentas, ¿cómo se entiende la verdadera concordia? ¿Cómo conquistarla? Dios, nuestro Señor, dijo: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo» (Jn 14, 27). ¿Qué paz es la que Cristo nos concede y que el mundo no nos la puede ofrecer?
Paz, tranquilidad y orden
San Agustín define la paz como «la tranquilidad del orden».3 Estos dos elementos se combinan muy estrechamente. De hecho, ambos están de tal manera vinculados entre sí que son prácticamente inseparables; si se disocian, tienden a convertirse en una caricatura de ellos mismos.
San Agustín de Hipona – Iglesia de San Marcial, Angoulême (Francia)
El orden es la recta disposición de las cosas de acuerdo con su naturaleza y fin. Una imagen de este principio la encontramos en la rica y compleja organización del cuerpo humano. En él todos los sistemas poseen una finalidad, según los órganos que los componen; éstos, a su vez, dependen del buen funcionamiento de los tejidos y las células. Luego decimos que el cuerpo está ordenado porque sus partes cumplen una función y una finalidad, que concurren al bien del conjunto.
El orden debe favorecer la tranquila libertad de las partes. Por ejemplo, en una nación en la cual sus ciudadanos son vigilados constantemente y donde el cumplimiento de la ley se produce bajo la sombra del miedo, existe un orden violento y, por eso mismo, inestable. No engendra paz, pues le falta la tranquilidad.
La verdadera tranquilidad puede ser definida como la quietud y sosiego del ente que se complace en la situación en la que está, no por indolencia, comodismo o enquistamiento, sino porque cumple en ella su finalidad. Es lo que ocurre con la inteligencia cuando conoce la verdad o con la voluntad cuando posee el bien; o incluso con un niño que está en brazos de su madre, pues «sabe» que el cuidado materno suple sus necesidades.
Para que haya genuina paz, la tranquilidad debe proceder del verdadero orden. No sorprende que San Agustín definiera la paz como la tranquilidad del orden. De lo contrario, se busca la tranquilidad en función de sí mismo y, a menudo, se encuentra la tranquilidad en el desorden.4 Se trata de una seguridad espuria, una tranquilidad engañosa, la falsa paz de la que hablan las Escrituras: la de los pecadores empedernidos que ya no sienten la picadura de los remordimientos (cf. Sal 72, 4-9) y proclaman: «“¡Paz, paz!”, cuando no hay paz» (Jer 6, 14). Ese es el ilusorio sosiego que reina, por ejemplo, en una familia en la que los padres ceden ante todos los caprichos de su hijo bajo el falaz pretexto de que así podrán «tener un poco de paz»5 o bien la pseudopaz de un pantano, como ejemplifica elocuentemente el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, donde, en medio de la aparente quietud del agua estancada y podrida, regurgitan toda clase de organismos deletéreos.
La verdadera paz es fruto del Espíritu Santo
La paz auténtica —y, por tanto, cristiana— sólo se puede entender a la luz de la divina Revelación. La Santa Iglesia siempre ha recordado la existencia de los frutos del Espíritu Santo, mencionados por San Pablo en la Carta a los gálatas: «En cambio, el fruto del Espíritu es: caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, mansedumbre, dominio de sí» (Gál 5, 22-23).
El Espíritu Santo – Basílica de la Virgen de los Desamparados, Valencia (España)
Al favorecer al alma bautizada con las virtudes infusas y los dones sobrenaturales, Dios espera de ella obras dignas del Cielo, lo cual solamente es posible con el auxilio del Paráclito. A medida que el bautizado se deja modelar por Él, entonces «se dice que la operación del hombre es fruto del Espíritu Santo».6
En teología se emplea ese término por analogía con la naturaleza. Así como el fruto de un árbol es lo mejor y lo más placentero que éste produce, del mismo modo los frutos del Espíritu Santo son actos humanos que proceden del influjo divino y trae consigo cierto delite.7
Entre tales frutos, el Apóstol enumera la paz, precedida, no obstante, de la caridad y de la alegría. ¿Qué razón hay en esta secuencia?
Frutos de los que procede la paz
La caridad es la más importante de las virtudes y el primero de los frutos, «fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino».8 Lejos de ser un mero sentimiento, implica la ordenación del hombre hacia Dios, en una actitud de sumisión filial y obediencia dócil, conforme enseña el Señor: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14, 15).
A la caridad le sucede la alegría, pues, según el Doctor Angélico, «el gozo lo causa la presencia del bien amado, o también el hecho de que ese bien amado está en posesión del bien que le corresponde y lo conserva».9 En cambio, San Juan afirma en su primera epístola: «Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (4, 16). Por la caridad el Señor se hace presente en quien lo ama, concediéndole así la posesión del mayor de los bienes. Por consiguiente, el gozo espiritual, fruto del Espíritu Santo, fluye naturalmente del amor a Dios.
Sólo alcanzaremos la alegría perfecta en el Cielo, donde «será plena la fruición de Dios, en la cual obtendrá también el hombre lo que hubiera deseado, incluso de los demás bienes».10 Sin embargo, en esta vida la felicidad que viene del Espíritu Santo le da al bautizado un preludio del gozo eterno. Y cuando la alegría es plena —en la medida en que es posible en esta tierra— entonces se obtiene la paz, por dos razones.
Solamente en Dios el corazón humano encuentra descanso
En primer lugar, porque la paz supone «el descanso de la voluntad en la posesión estable del bien deseado».11 De hecho, quien está insatisfecho con el objeto que lo hace feliz no tiene gozo completo y de ese descontento sobreviene la inquietud interior.
Es natural que el hombre tenga deseos y en esta vida jamás nos veremos libres de ellos. La experiencia cotidiana nos muestra que el ser humano nunca está satisfecho con lo que tiene, ya sea en relación con el dinero, con la salud física o con el placer; situación que lo coloca ante un dilema: o ir siempre en busca de más bienes terrenales, con la ilusión de encontrarlo, o amar al único Ser —eterno e infinitamente bueno— capaz de complacer en plenitud todos sus anhelos.
Es lo que expresa la consagrada frase de San Agustín: «Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».12 Isaías ya les aconsejaba a los suyos al respecto, dirigiéndoles las siguientes palabras de parte de Dios: «¿Por qué gastar dinero en lo que no alimenta y el salario en lo que no da hartura? Escuchadme atentos y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos. Inclinad vuestro oído, venid a mí» (Is 55, 2-3).
Que nada turbe vuestros corazones
Además, la paz que resulta de la caridad y de la alegría exige «la ausencia de agitación»,13 pues no podemos disfrutar adecuadamente de un bien si las perturbaciones, tanto internas como externas, nos incomodan.
La vida del hombre sobre la tierra, todos lo sabemos, es una lucha constante, cuyo embate principal ocurre en nuestro interior. Las pasiones nos hacen guerra y, a menudo, no practicamos el bien que deseamos, sino el mal hacia el cual nos sentimos arrastrados. Por otra parte, en nuestro sagrario interior, Dios se hace presente por la gracia y nos advierte por la voz de la conciencia. Las leyes del espíritu y de la carne pelean en este campo de batalla que somos nosotros.
A ese combate se le suman las enfermedades, las adversidades, los desentendimientos y toda clase de peligros. En consecuencia, con facilidad surgen en nuestro interior aquellos sentimientos tan comunes a los hombres cuando no reaccionan convenientemente a los infortunios: cansancio, hastío, desánimo, tedio, depresión e inquietud…
No obstante, las disposiciones del alma enteramente entregada a la acción del Espíritu Santo son otras. Quien ama exclusivamente a Dios no se perturba por nada, pues, como San Pablo, todo lo considera basura ante el bien supremo de ganar a Cristo y ser hallado en Él (cf. Flp 3, 8-9). Y, en ese mismo sentido, canta el salmista: «Mucha paz tienen los que aman tu ley, y nada los hace tropezar» (118, 165). Nada puede turbar la seguridad de quien sabe que está con el Todopoderoso: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rom 8, 31).
Objetivo imposible sin la gracia divina
Introducido en el orden sobrenatural, elevado a la participación en la naturaleza divina y hecho templo de la Santísima Trinidad, el bautizado debe vivir según lo que esta condición le pide. Ahora bien, esto es imposible sin la gracia de Dios.
La ordenación interna del bautizado está en llevar una vida recta e íntegra, mediante la asistencia de los sacramentos, la oración y las buenas obras. Cuando el hombre peca y pierde la gracia santificante, establece para sí un fin ruin, distinto de aquel para el cual Dios lo destinó. Obviamente, en ese camino no encontrará paz, sino frustración y remordimiento.
De donde concluye el Doctor Angélico que «sin gracia santificante no puede haber paz verdadera, sino sólo aparente»,14 pues la gracia conlleva la amistad con Dios.
El corazón del malvado y la paz del justo
Las Escrituras ilustran bien esta verdad, al mostrar que no hay paz para los que están fuera de la gracia de Dios y violan sus mandamientos.
Mar tempestuoso en Porthcawl (Gales). En el destacado, Cristo bendiciendo – Catedral de Barcelona (España)
El profeta Isaías describe con elocuencia la perturbación de los que desprecian al Señor: «Los malvados son como el mar borrascoso, que no puede calmarse: sus aguas remueven cieno y lodo» (57, 20). El malvado, porque se hace enemigo del Creador, no puede disfrutar de la verdadera paz. Sus pensamientos son como un «mar borrascoso», en donde se maquina la traición, el error y la infamia. En su corazón, sucio por la maldad de sus crímenes, «se remueven cieno y lodo». El propio Señor de los ejércitos es categórico cuando afirma que para ellos «no hay paz» (cf. Is 48, 22).
Por su parte, el justo disfruta de verdadera paz incluso en medio de tormentos y dificultades. Esto es causa de disgusto y envidia para sus enemigos, porque no entienden cómo puede gozar de tamaña tranquilidad. «Las almas de los justos están en manos de Dios, y ningún tormento los alcanzará. Los insensatos pensaban que habían muerto, y consideraban su tránsito como una desgracia, y su salida de entre nosotros, una ruina, pero ellos están en paz» (Sab 3, 1-3).
Cristo, autor de la paz
«Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que proclama la paz» (Is 52, 7), exclamaba estupefacto Isaías siglos antes de que el Verbo se encarnara. Y San Jerónimo, comentando ese pasaje, explica: «Nuestra paz es este mismo que mediante la sangre de su cruz ha pacificado todo en el Cielo y en la tierra».15
El Señor es el verdadero autor de la paz, ya que, como afirma el catecismo, «por la sangre de su cruz, “dio muerte al odio en su carne”, reconcilió con Dios a los hombres e hizo de su Iglesia el sacramento de la unidad del género humano y de su unión con Dios».16
Finalmente, nos logró la paz con Dios, pagando la deuda que contra nosotros pesaba, según exclama San Pablo: «Así pues, habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de Nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos obtenido además por la fe el acceso a esta gracia, en la cual nos encontramos; y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios» (Rom 5, 1-2).
Si quieres la paz, ¡prepárate para la guerra!
Es curioso, pero inevitable, que cuando nos planteamos hablar sobre la paz terminamos recurriendo a la idea de la guerra. Dos adversarios luchan por la hegemonía en el corazón del hombre: por un lado, Nuestro Señor Jesucristo propone la única y verdadera paz; por otro, el mundo, con sus mentiras e ilusiones, trata de perderlo presentándole una caricatura de ella.
Sin embargo, ambos contendientes difieren no solamente en el don que ofrecen, sino también en los medios que emplean para conseguir su objetivo. ¿Qué camino sugiere el demonio para obtener la paz mundial? Y Cristo, ¿qué vías nos proporciona? Son cuestiones que responderemos en un próximo artículo. ◊
Reina de la paz, de la lucha y del sufrimiento
Plinio Corrêa de Oliveira
En la Letanía Lauretana, Nuestra Señora es invocada como Regina Pacis, Reina de la Paz. Procuremos analizar el significado más profundo de este título que la devoción católica atribuye a la Santísima Virgen.
Virgen de la Paz – Iglesia de San Mateo, Lucena (España)
La paz referida en esa advocación puede ser considerada bajo dos aspectos. En primer lugar, la del interior del alma; en segundo lugar, la exterior, es decir, de la sociedad.
Concepto erróneo de paz interior
Para comprender la primera acepción, antes debemos tener en cuenta que diversos conceptos y palabras atinentes a asuntos de piedad sufrieron, a lo largo de los últimos tiempos, ponderosas distorsiones en el modo de definirlos.
Así pues, se suele pensar que la paz interior de una persona consta de dos elementos. No es asaltada por ninguna tentación, ni se ve, por tanto, a vueltas con luchas internas. Su vida espiritual es tranquila, distendida, agradable, sin problemas. Esta persona se asemejaría a alguien que está sentado dentro de un helicóptero en ascensión, en el cual, sin esfuerzo alguno, llega hasta el cielo con toda paz.
En consecuencia, no tiene ninguna cruz o sufrimiento. No pasa por angustias a propósito de enfermedades, de carencias materiales o de dificultades familiares. Para ella, todo transcurre en un sereno y perfecto orden, sin desavenencias ni adversidades contra las que tenga que luchar. Tal es el concepto corriente de paz interior.
Falsa noción de paz externa
Veamos ahora la idea común que se tiene de la paz externa.
Según la noción hoy extendida, la paz no es la obra de la justicia, de la virtud, sino de una cierta prosperidad materialista. Importa, ante todo, la estabilidad económica, las cuentas bancarias conservadas y nutridas, la jubilación asegurada, las personas alimentadas, con el confort y bienestar diarios garantizados. No hay peleas por cuestiones pecuniarias, todos viven alegres y tranquilos. Entonces, la paz reina en la nación.
Cuando todos los pueblos se encontrasen en esa feliz situación, algunos imaginan que no habría conflictos internacionales, ningún país desearía agredir a otro y la población mundial llevaría una existencia calma y pacífica.
¿No habría padecido angustias la Reina de la Paz?
Conforme ese equivocado concepto, la devoción a Nuestra Señora Reina de la Paz consistiría en rendirle culto a la Madre de Dios en cuanto protectora de ese róseo estado de cosas, porque es el modelo de la persona que nunca tuvo pruebas, angustias, dolores. Fue concebida sin pecado original y, por tanto, su vida entera fue muy calma, sin dificultades. Tuvo un Hijo y un esposo muy buenos, residió en una pequeña ciudad llamada Nazaret, donde no había desavenencias de ninguna clase y Ella pasaba sus días enteramente relajada.
Es verdad que su Hijo, en determinado momento, sufrió y que María, durante la Pasión, había experimentado algún disgusto, del cual se recuperó enseguida, resignada. Poco después lo vería subir a los Cielos y se alegró al percibir que su Hijo se encontraba en muy buen sitio. Se acabaron los problemas, pasó el resto de su vida en la tranquilidad doméstica, bajo los filiales cuidados del apóstol Juan.
Ese es el ideal de ciertas mentalidades, cuando hablan de Nuestra Señora de la Paz.
Un enunciado que no excluye luchas y sufrimientos
Ahora bien, la búsqueda de una correcta interpretación de ese título mariano nos llevaría a considerar que las primeras noticias sobre la Virgen en la Sagrada Escritura nos la presentan como la adversaria del demonio y la que aplastaría la cabeza de la serpiente: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer», le dijo Dios a la víbora, «entre tu descendencia y su descendencia» (cf. Gén 3, 15). Es decir, hay una actitud fundamental de rechazo y de combate al mal en aquella que es invocada como Reina de la Paz.
Aparte de esto, como se infiere de las palabras divinas, todas las luchas libradas por la Iglesia y por los católicos contra los adversarios de la fe tienen en la mujer, es decir, en Nuestra Señora, el primer ejemplo de coraje y de fuerza para vencerlos. Entonces, si la paz fuera simplemente ausencia de lucha, ¿cómo la Virgen María iba a ser la Reina de la Paz?
Más aún. Si la paz consiste en no tener sufrimiento ni angustias, ¿cómo se explican las palabras de Simeón dirigidas a Nuestra Señora, según las cuales una espada de dolor atravesaría su corazón? En realidad, María sufrió un diluvio de dolores en la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Ella vio surgir y crecer las antipatías, las animosidades y el odio con relación a su divino Hijo; de Él oyó la predicción de que sufriría y moriría crucificado, y no lo abandonó un solo instante, acompañándolo y participando de su martirio hasta el consummatum est en lo alto del Calvario, hasta la deposición del cuerpo sagrado en el sepulcro. Y todo lo sufrió en una actitud de lucha y de paz, para la redención del género humano, para aplastar al demonio y vencer la muerte.
Por consiguiente, la auténtica noción de paz no excluye la lucha ni el sufrimiento. Y donde está la Reina de la Paz, allí está la enemistad contra la serpiente y contra el mal. ◊
Extraído, con pequeñas adaptaciones, de: Dr. Plinio. São Paulo. Año XI. N.º 124 (jul, 2008); pp. 10-14.
Notas
1 SAN AGUSTÍN. De civitate Dei. L. XIX, c. 11. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v. XVII, p. 1392.
2 RODRÍGUEZ, OP, Victorino. Teología de la paz. Madrid: Aguirre, 1988, p. 9.
4 Como bien explica Étienne Gilson, «la paz deseada por las sociedades no es sólo paz, sino una mera tranquilidad de hecho, mantenida a toda costa y cualesquiera que sean las bases sobre las que se asienta» (GILSON, Étienne. Introduction à l’étude de saint Augustin. 3.ª ed. Paris: J. VRIN, 1949, pp. 227-228).
5 Cf. RIAUD, Alexis. La acción del Espíritu Santo en las almas. Madrid: Palabra, 2005, p. 112.
6 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q.70, a.1.
7 Cf. LEGUEU, Stanislas. Le Saint Esprit. Angers: P. Desnoes, 1905, p. 133.