Autor: Anónimo

  • Ganar primero, combatir después

    Ganar primero, combatir después

    La vida del hombre en la tierra, desde que abrimos los ojos a este mundo hasta que se cierran tras el último embate, siempre ha sido y siempre será, nos guste o no, una lucha constante. Y la razón de esta lucha es la única enemistad establecida por Dios: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; ésta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón» (Gén 3, 15).

    Si queremos formar parte de los gloriosos vencedores, de los soldados e hijos de la Santísima Virgen, cuya victoria ya está sellada por Dios, hemos de perseverar con valentía y afrontar cada día una feroz batalla, que se libra sobre todo en nuestro interior. En contrapartida, a los cobardes, hijos de la serpiente, «les tocará en suerte el lago que arde con fuego y azufre» (Ap 21, 8).

    En el combate convencional entran en juego numerosos factores que determinan el resultado final, como la diplomacia, el entrenamiento, la logística, la estrategia, las condiciones meteorológicas, los accidentes geográficos… Se trata de una enorme y compleja conjugación, cuyo éxito requiere experiencia y perspicacia.

    Ahora bien, muchas de las leyes de la guerra son aplicables a nuestra lucha espiritual, pues, en su sentido abstracto, la estrategia fundamental es la misma. Por lo tanto, puede ser esclarecedor e instructivo considerar algunas máximas militares desde esta perspectiva.

    El arte de la guerra espiritual

    En el opúsculo titulado El arte de la guerra, el destacado estratega y literato chino Sun Tzu nos legó esta frase: «Conoce al enemigo, conócete a ti mismo, y tu victoria nunca se verá amenazada».1 Trasladando esta enseñanza al ámbito espiritual, una instrucción clara acerca de las seducciones del demonio y de las flaquezas habituales de la naturaleza humana será una excelente estrategia para mantenernos en estado de gracia.

    Clausewitz también dice que la guerra es «un acto de fuerza para obligar a nuestro adversario a hacer nuestra voluntad».2 En la batalla de la vida interior, nuestro peor enemigo es la ley de la carne que, en nosotros, lucha contra la ley del espíritu (cf. Rom 14, 23); y todo nuestro éxito consiste en que la voluntad del espíritu luche contra la de la carne y la obligue a hacer su voluntad.

    «Regimiento Lusitania 1744», de José Ferre Clauzel

    Estableciendo diversos paralelismos de este tipo, los Padres y doctores de la Iglesia nos han transmitido valiosas enseñanzas a lo largo de los siglos. El gran San Francisco de Sales llevó consigo durante décadas un libro que le ayudó enormemente a comprender el arte de la guerra sobrenatural. Se trata del manual Combate espiritualdel sacerdote teatino Lorenzo Scupoli. Lo recomendaba enfáticamente a todos los que estaban bajo su dirección, asegurándoles que por este medio obtendrían la verdadera paz, confirmando así el antiguo adagio romano: Si vis pacem, para bellum —Si quieres la paz, prepárate para la guerra.

    Una de las mejores enseñanzas de esa obra, que el santo obispo de Ginebra adoptó como propósito de vida, es lo que hoy conocemos como examen de previsión, una estrategia que parece basarse en un principio de sabiduría universal claramente discernido incluso por los pueblos paganos, como puede constatarse en la regla predicada en el Japón de antaño a los samuráis: «Ganar primero, combatir después».3

    Esta sentencia subraya la importancia fundamental de la preparación para la lucha, que se comprende mejor ejercitando la imaginación.

    Comandando con sabiduría a un ejército…

    Imaginemos, pues, que se nos encarga dirigir una guerra, preferiblemente en una época anterior a la nuestra, cuando los campos de batalla aún se adornaban con los esplendores de la heráldica, espadas relucientes y banderas desplegadas; sobre todo cuando todavía existía el honor. Estamos en los albores de una contienda decisiva y ya divisamos las tropas enemigas.

    Supongamos que, sabiamente, nos hemos preparado con suficiente antelación para el momento del enfrentamientoProcuramos conocer bien al adversario, estudiando sus tácticas, sus puntos débiles y fuertes, hasta que somos capaces de prever todos sus movimientos. Conociéndonos también a nosotros mismos, nuestras limitaciones y flaquezas, nos esforzamos por equipar a nuestro ejército con las mejores armas y municionessin olvidarnos nunca de valernos de la diplomacia para poner en acción a amigos y aliados.

    Con ojos y oídos atentos, recorremos el campo de batalla, sondeando cualquier movimiento enemigo; y una vez que despunta la luz del sol, avanzamos llenos de ánimo, coraje y amor por el ideal que defendemos. ¿Qué posibilidades hay entonces de que seamos derrotados? Las hay, es cierto; pero ¡cuán menores y menos probables que si no nos hubiéramos preparado!

    ¿Cómo aplicamos ese principio preventivo a nuestra vida espiritual?

    … y a nuestra alma hacia la victoria

    Cuántas batallas espirituales no ganaríamos si, al comienzo del día, asumiéramos una actitud vigilante sobre nosotros mismos

    Mucho se ha ensalzado la importancia del examen de conciencia diario, que en el ámbito militar equivale a hacer un balance de la batalla: contar los muertos y heridos, evaluar el terreno conquistado o perdido, analizar los errores cometidos, tomar las medidas logísticas pertinentes ante el material desaparecido o dañado. Sin duda, algo muy necesario. Pero ¿cuántas batallas habríamos ganado y cuántas pérdidas habríamos evitado si, desde el inicio del día, hubiéramos asumido una actitud de vigilancia?

    El P. Lorenzo Scupoli explica muy bien cómo tiene que ser esa disposición: «[Debes] recogerte dentro de ti mismo, a fin de examinar con cuidado cuáles son ordinariamente tus deseos y tus aficiones, y reconocer cuál es la pasión que reina en tu corazón; y a ésta particularmente has de declarar la guerra como a tu mayor enemigo».4

    Hecho esto, «la primera cosa que debes hacer cuando despiertas es abrir los ojos del alma, y considerarte como en un campo de batalla en presencia de tu enemigo y en la necesidad forzosa, o de combatir, o de perecer para siempre. Imagínate que tienes delante de tus ojos a tu enemigo; esto es, al vicio o pasión desordenada que deseas domar y vencer, y que este monstruo furioso viene a arrojarse sobre ti para oprimirte y vencerte. Represéntate al mismo tiempo que tienes a tu diestra a tu invencible capitán Jesucristo, acompañado de María y de José, y de muchos escuadrones de ángeles y bienaventurados, y particularmente del glorioso arcángel San Miguel».5

    Con estas disposiciones, tendremos muchas más probabilidades de vencer las tentaciones y progresar en la virtud. Al fin y al cabo, «más vale prevenir que lamentar», nos advierte el conocido refrán. Y ése es el significado profundo de las palabras del samurái: «Ganar primero, combatir después».

    Algunos consejos más de la guerra

    Una vez iniciado el enfrentamiento, conviene no olvidarnos del principio de San Ignacio del agere contra, que consiste en atacar nuestros defectos tratando de amar la virtud opuesta y esforzándonos por practicarla con la ayuda de la gracia. Así pues, si es la soberbia la que grita con más furia en nuestro interior, admiremos en el prójimo los dones de Dios y esforcémonos por no excusarnos cuando suframos humillaciones. Habremos usado un arma mortífera contra ese vicio.

    Escena militar del Antiguo Régimen – Museo de Historia Militar, Viena

    Ahora bien, puede ocurrir que, para causar confusión, el demonio nos ataque con tentaciones distintas de las que nos hemos propuesto combatir a lo largo del día. El P. Scupoli nos lo advierte: «Si el maligno espíritu, haciendo diversión, te asaltare por otra pasión o vicio, deberás entonces acudir sin tardanza a donde fuere mayor y más urgente la necesidad, y volverás después a tu primera empresa».6 Del mismo modo que en un campo de batalla convencional un cambio inesperado puede requerir en cualquier momento que el general tome decisiones osadas, astutas y seguras, así también el alma debe estar siempre vigilante y flexible ante cualquier embate repentino e imprevisto.

    Nada podemos sin la ayuda del Cielo

    Ante este desafiante panorama, es natural que —concebidos como somos en pecado original— nos sintamos impotentes y temerosos…

    Todo cristiano dispone de una fuente inagotable de coraje, un manantial que restaura todas las energías: la oración

    Pero ¡que nadie se desanime! Todo cristiano tiene a su disposición una fuente inagotable de coraje, un manantial cristalino que restaura todas las energías, un tesoro del que siempre puede sacar, sin mérito alguno, las gracias, el socorro y los milagros que necesite: la oración. Sin el auxilio divino, nunca lograremos ningún éxito en la conquista del Cielo.

    Si el Señor no nos sostuviera en todo momento con gracias sobreabundantes, caeríamos mil veces en los abismos más profundos del pecado y seríamos capaces de cometer los crímenes más execrables. Y resbalaríamos tanto más fácilmente cuanto más confianza tuviéramos en nuestra imaginaria virtud. No obstante, si somos siempre conscientes de esta realidad y estamos libres de toda presunción, construiremos sobre la roca de la humildad un baluarte inexpugnable.

    Capilla de la Madre del Buen Consejo – Casa madre de los Heraldos del Evangelio, São Paulo

    No nos atrevamos nunca a entrar en la lucha sin pedir antes, como grito de guerra, lo que se canta en el Te Deum: «Dignare, Domine, die isto sine peccato nos custodire —Dígnate, Señor, en este día, guardarnos del pecado».

    Donde concluye el P. Scupoli: «Aunque seas flaco y estés mal habituado, y tus enemigos te parezcan formidables por su número y por sus fuerzas, no temas; porque los escuadrones que vienen del Cielo para tu socorro y defensa son más fuertes y numerosos que los que envía el Infierno para quitarte la vida de la gracia. El Dios que te ha criado y redimido es todopoderoso, y tiene sin comparación más deseo de salvarte que el demonio de perderte».7

    ¡Ánimo, fuerza y resolución!

    «La vida del católico es una lucha perpetua. Si no hay lucha es señal de que la derrota ha comenzado. […] Quien quiera vivir sin preocupaciones en la virtud ya la ha abandonado y está fuera de ella, pues en la sustancia de la virtud está ese deseo de lucha y de cruz»,8 afirmó una vez nuestro maestro espiritual, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira.

    Así que no seamos desertores: lancémonos a la lid con fuerza y ​​resolución, que de la incesante guerra contra nuestras malas tendencias y hábitos viciosos nacerá finalmente la victoria. ◊

     

    Notas


    1 Tzu, Sun. El arte de la guerra. 2.ª ed. Madrid: Fundamentos, 1981, p. 84.

    2 Clausewitz, Carl von. On war. Princeton: Princeton University Press, 1989, p. 75.

    3 Tsunetomo, Yamamoto. Hagakure. Le livre du samouraï. Noisy-sur-École: Budo Éditions, 2014, p. 193.

    4 Scupoli, cr, Lorenzo. Combate espiritual. Barcelona: Librería Religiosa, 1850, t. i, pp. 94-95.

    5 Idem, pp. 89-90.

    6 Idem, p. 95.

    7 Idem, pp. 91-92.

    8 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, mayo de 1959.

  • La gran ley de la misericordia

    La gran ley de la misericordia

    Cuando tenemos la oportunidad de recorrer la historia de la Antigüedad, anterior a la venida de Nuestro Señor Jesucristo, por tanto, nos quedamos con la impresión de que una noche profunda reinaba sobre el mundo, con una densidad de oscuridad espantosa, de la que estaban ausentes toda bondad y armonía en las relaciones, toda comprensión de la naturaleza humana en su integridad, belleza y dignidad. Y constatamos tristemente hasta qué punto el hombre, caído por el pecado y sin auxilio sobrenatural, es capaz de las peores barbaries.

    Para hacerse una mejor idea de cómo la vida social se basaba en el egoísmo y en el odio, basta recordar que todos los pueblos practicaban la esclavitud. Cuando una nación derrotaba a otra, ésta se convertía en esclava de la primera, que la trataba con increíble brutalidad. El esclavo era considerado res —del latín, cosa—, y respecto de sus propias «cosas» cada uno, por ser su propietario, hacía lo que quería, teniendo incluso, en muchos casos, derecho de vida y muerte sobre el otro.

    Hasta en Israel, el pueblo elegido, existían nada menos que la esclavitud y diversas formas de pena de muerte, como la lapidación. Y las propias figuras bíblicas del Antiguo Testamento fueron creadas por Dios para sostener una sociedad que vivía bajo un régimen durísimo.

    ¿Qué garantizaba ese sustento? La ley recibida por Moisés, grabada en tablas de piedra; una ley pesada y rígida, por la cual, cuando un israelita cometía una falta grave, se le aplicaba inmediatamente la estricta justicia. Y así, a la espera de que el régimen de la misericordia se instaurara sobre la faz de la tierra, la antigua alianza mantenía a los hombres bajo el yugo del miedo —de la «maldición de la ley» (Gál 3, 13), según San Pablo— para que permanecieran con relativa seguridad en la práctica de la virtud.

    La antigua alianza mantenía a los hombres bajo el yugo del miedo —de la «maldición de la ley»— para que permanecieran con relativa seguridad en la práctica de la virtud
    «Moisés rompe las tablas de la ley», de Gustave Doré

    La idea que la gente tenía de Dios no era la de un Padre, sino la de un Señor justo, radical e intransigente, quien, al manifestarse en el monte Sinaí, reunió a todo el pueblo a su alrededor e hizo temblar la montaña, en medio de fuego, humo, tormenta, truenos y un aterrador sonido de trompeta (cf. Éx 19, 18-19).

    El Señor se hizo emblema de la misericordia…

    Pero Dios, desde toda la eternidad, sabía que los castigos y las amenazas no enmendarían el desastre que se había instalado en la tierra con el pecado cometido por Adán y Eva. Por eso, llegada la plenitud de los tiempos, las tres personas de la Santísima Trinidad crearon a Nuestra Señora, en cuyo seno virginal el Verbo asumió la naturaleza humana para reparar la falta original y saldar la deuda de la humanidad. Entonces la historia cambió completamente: a costa de sus sufrimientos, entregándose por muerte de cruz, pagó en sobreabundancia el precio de la Redención del género humano, lo elevó de nuevo al plan divino y las puertas del Cielo, hasta entonces cerradas, se abrieron a los hombres.

    El Señor nace para ponerse a nuestra altura y a nuestra disposición: su corazón humano se conmueve y se alegra al beneficiar a los miserables
    Jesús cura al paralítico – Catedral de San Colmán, Cobh (Irlanda)

    Ahora bien, Nuestro Señor Jesucristo nació para ponerse a nuestra altura y a nuestra disposición. El Todopoderoso, que había hecho temblar el monte y ordenado que cayera fuego del cielo, viene trayendo palabras de esperanza, de vida y de aliento, que dan a la humanidad caída una idea de hasta qué punto el mismo Dios que odia el mal no rechaza a los pecadores que sucumben por debilidad, y está predispuesto a valerse de la misericordia que había retenido en sí hasta ese momento.

    Así pues, Jesús se hace emblema de la misericordia. Su corazón humano se conmueve y siente alegría al beneficiar a los miserables. Por eso nunca deja de curar a un enfermo, convierte a la samaritana y a María Magdalena, perdona los pecados del paralítico bajado por el techo y los de la mujer sorprendida en adulterio. No hay una sola persona que se le acerque para pedirle perdón que no salga absuelta. En aquellas circunstancias, el rigor estaría contraindicado y alejaría a los pecadores dispuestos a arrepentirse y a aceptar la Buena Noticia; solamente cabía aplicar el bálsamo de la condescendencia y del amor.

    A los únicos que el Salvador no cura es a los fariseos, que murmuran en voz baja al oído de los discípulos, condenándolo porque come con publicanos y pecadores. Y oyen, de los labios divinos, frases que los dejan achantados: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan» (Lc 5, 32); «No he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo» (Jn 12, 47). Estas palabras no sólo hirieron los oídos, sino también el criterio endurecido de aquellos judíos, contradiciendo los principios de trato existentes entre ellos.

    … y la proclamó ley

    ¡Qué magnífico contraste! Jesús, la Belleza, la Pureza, la Perfección en esencia, no desprecia a los pecadores, hombres considerados unos parias, sino que los cubre con el manto de su santidad, como diciendo: «Respetad a estas personas, porque están bajo mi cuidado. Yo soy el médico y ellos son mis pacientes».

    Vemos en la actitud de Nuestro Señor Jesucristo no sólo una manifestación de amistad, sino algo más osado: aprovechaba toda oportunidad para proclamar la nueva gran ley de la misericordia.

    La ley de Moisés continuaba siendo la misma, porque es eterna, como dijo el divino Maestro: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas» (Mt 5, 17). Sin embargo, venía a completarla, estableciendo una vía de santidad mucho más intensa, que no se basa en el temor al castigo, sino en la transformación interior de las almas mediante la gracia y los sacramentos, de modo que el hombre comenzó a desear y amar con entusiasmo la práctica de la ley, y ésta se volvió ligera: «Mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11,30).

    Dios tiene necesidad de perdonar y se apresura en hacerlo

    Las parábolas más hermosas sobre la misericordia narradas en el Evangelio —las de la oveja y de la dracma perdidas y la del hijo pródigo (cf. Lc 15, 3-32)— las cuenta el Señor precisamente mientras discutía con los fariseos, para mostrar cómo el que vuelve al camino verdadero, después de haber abandonado las filas de la virtud y abrazado el vicio, da más alegría a Dios que los justos que perseveraron.

    Cuando un pecador se acerca al sacramento de la reconciliación, Dios se precipita sobre él, ávido de sanarlo rápidamente
    El regreso del hijo pródigo – Catedral de San Colmán, Cobh (Irlanda

    Recordemos aquí nada más que la bellísima escena en la que el hijo pródigo regresa a casa —podemos imaginarlo arrastrándose, harapiento, con la barba y el pelo cubiertos de la inmundicia de los cerdos— y el padre, al verlo de lejos, sale corriendo a abrazarlo…

    ¿Habrá colocado Jesús este detalle en la parábola por distracción? ¡No! El Redentor quería señalar que cuando un pecador se acerca al sacramento de la reconciliación, él, por así decirlo caminapero Dios ¡corre, vuela, se precipita sobre él, ávido de sanarlo rápidamente!

    El padre presentado en la parábola actúa de forma totalmente distinta a los patrones comunes de paternidad, sobre todo los de aquellos tiempos. Lejos de humillar a su hijo por el error cometido, se adelanta a recibirlo y con enorme benevolencia cubre de besos aquel rostro sucio y maloliente.

    Esto significa que la remisión de los pecados será siempre un don puramente gratuito, fruto de la generosidad de un Padre que no sólo desea perdonar, sino también infundir en el alma del pecador arrepentido fuerzas y ​​energías para evitar nuevas caídas.

    Podríamos decir que Dios tiene necesidad de perdonar, porque a través del perdón es por donde manifiesta su omnipotencia. En efecto, si todos los hombres perseveraran en la plenitud de la fidelidad, sin un solo desliz, el Altísimo se nos presentaría como alguien cuyo brazo izquierdo fuera perfecto, pero el derecho estuviera enyesado. Sin duda conoceríamos la afabilidad divina al infundir el bien, pero la misericordia que perdona la ofensa permanecería oculta y la obra de la creación sería imperfecta.

    Así, cuando en nuestra vida cometemos alguna falta por flaqueza, sepamos comprender que esa debilidad da a Dios los medios para «mover los dos brazos», es decir, intervenir con su suprema capacidad de perdonar, curar y sostener.

    Primera condición: reconocer la propia miseria

    ¿Y qué espera de nosotros? ¡Arrepentimiento! He aquí la primera condición esencial para recibir el perdón. Pues quien piensa que no tiene necesidad de éste, se engaña a sí mismo y hace pasar a Dios por mentiroso, como enseña el apóstol San Juan en su primera epístola (cf. 1 Jn 1, 8-10). Es lo que rezamos diariamente en el padrenuestro: «Perdona nuestras ofensas» (Mt 6, 12). Al componer la oración perfecta, el Señor no iba a incluir una petición sin sentido. Por lo tanto, a todos nos corresponde afirmar que efectivamente hemos pecado y, en consecuencia, reconocernos deudores.

    A excepción de Nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima Virgen —ambos impecables y, por consiguiente, no sujetos a perdón alguno—, todas las demás criaturas podrían ser más perfectas.

    Incluso los santos tienen algún motivo para golpearse el pecho, ya que el justo peca siete veces al día (cf. Prov 24, 16). Entonces, ¿por qué habríamos de jactarnos de nuestras cualidades, presentándonos como grandes? Si ellos se golpearon el pecho con la mano derecha, ¿no deberíamos nosotros golpeárnoslo con un martillo, gimiendo con el corazón contrito y humillado como David: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad» (Sal 50, 1)?

    ¡El orgullo humano es, pues, una locura y una monumental estupidez! Si somos presuntuosos, confiando demasiado en nosotros mismos, Dios retirará su mano y nos dejará en nuestra pobreza; si, por el contrario, sabemos ser humildes, comprendiendo que no tenemos otra prerrogativa ante Dios más que la constatación honesta y sin atenuantes de nuestra nada, Él nos dará lo que le pedimos y recuperaremos todavía más de lo que perdimos con nuestras faltas.

    No obstante, la tristeza a la vista de nuestras imperfecciones debe ser templada por la esperanza. Tengamos cuidado de no dejarnos abatir nunca, y menos aún caer en la desesperación, porque ésta puede llevar al hombre a cometer pecados más graves y numerosos. El peor mal no es la propia falta cometida, sino el desánimo que el demonio introduce en el alma del pecador, tratando de hacerle perder la confianza en Dios.

    Segunda condición: perdonar a los enemigos personales

    Sin embargo, es conveniente considerar una segunda condición —no menos esencial que la primera— para obtener el perdónindicada también por el Señor en el padrenuestro: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6, 12).

    Quiso, con gran énfasis, poner de relieve esa condición, pues la repitió en otras ocasiones: «Si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas» (Mt 6, 15); «Perdonad, y seréis perdonados» (Lc 6, 37).

    Son palabras comprometedoras, con las cuales el Señor exige tal reciprocidad que pone nuestro propio destino en nuestras manos: para reconciliarnos con Dios es absolutamente indispensable que perdonemos a quienes nos han ofendido, ya sea poco o mucho.

    Hay muchas razones que llevan al hombre a no olvidar las injurias recibidas, pero esta dificultad se origina, sobre todo, en una vida espiritual mal cuidada. Si es imposible superar el rencor sin la gracia de Dios, también es cierto que el flujo de la gracia necesita ser alimentado con la oración; de lo contrario, no se tienen fuerzas para perdonar a los enemigos.

    Evidentemente se trata aquí de enemigos personales, aquellos con los que uno siente antipatía; pero no de los adversarios de la fe. Respecto a éstos, debe exigirse una reparación por el daño causado a Dios y a la religión.

    Hagamos, por tanto, un esfuerzo para amar de todo corazón a quienes nos odian y así nos asemejaremos a Dios, ¡el gran Perdonador!

    María Santísima fundará su Reino sobre un gran perdón, concedido a una generación débil pero fiel, a la cual le abrirá una puerta de misericordia
    Monseñor João en una reunión en 1998

    El Reino de María nacerá de un gran perdón

    La Santa Iglesia Católica Apostólica Romana tuvo en su nacimiento el reconocimiento de su propia miseria por parte de pecadores, como los Apóstoles. Habían acompañado al Señor y fueron testigos de fabulosos milagros realizados por su poder. No obstante, cuando llegó la hora de la Pasión, huyeron y lo abandonaron. Más tarde buscaron, humillados, a la Santísima Virgen y fue en la convivencia con Ella donde encontraron el perdón.

    Ahora bien, nosotros estamos llamados igualmente a contribuir a la fundación del Reino de María. Sin embargo, constatamos que lamentablemente nuestra naturaleza está quebrada por la Revolución, dominada por sensaciones y sujeta a inseguridades. Ni siquiera somos como los hombres del Antiguo Testamento, ni tampoco como los Apóstoles, mucho menos como los hombres medievales que levantaron la cristiandad. Al contrario, si consideramos nuestra vida pasada, ¡cuántas lagunas y errores, cuántas infidelidades, cuánta lentitud y relativismo no encontraremos!

    ¿Cómo entonces podrá nacer el más hermoso reino de la historia? ¿Será gracias a nuestro esfuerzo? ¿Lograremos arrancar de nosotros mismos cualidades y virtudes para hacer que surjan maravillas?

    Se puede afirmar que el Reino de María será fundado sobre un gran perdón, concedido a las personas miserables que reconocen sus incapacidades y su nada. Será el Reino donde el poder de Nuestra Señora brillará con mayor gloria, actuando en una generación débil pero fiel, porque Ella nos abrirá una puerta de misericordia (cf. Ap 3, 8).

    Dirijamos nuestra mirada y nuestro corazón a la Madre de todas las gracias con la confianza de hijo único: Ella nos llevará en sus brazos y nos dará, junto con el perdón, el aliento para recomenzar de manera más grandiosa el camino que la humanidad ha interrumpido por su inconstancia. ◊

    Fragmentos de exposiciones orales
    realizadas entre los años 1992 y 2010.

  • Padre afectuoso de Jesús

    Padre afectuoso de Jesús

    «Él me invocará: “Tú eres mi Padre”» (Sal 89, 27). Es sumamente rica la palabra de Dios que la liturgia nos propone en la solemnidad de San José. Nos presenta las palabras del Evangelio de San Lucas, pero, al mismo tiempo, aprovecha el gran tesoro del Antiguo Testamento, en particular del segundo Libro de Samuel y del Libro de los Salmos.

    Entre la Antigua y la Nueva Alianza existe un íntimo vínculo, que es descrito por San Pablo, de manera clara y profunda, en el fragmento de la Carta a los Romanos leído antes. ¿Quién es el que, según las palabras del salmo, grita: «Tú eres mi Padre»? Es Jesucristo, el Hijo del Dios vivo.

    Incesante súplica de Jesús al Padre

    Sin embargo, antes de que Jesús de Nazaret pronunciara estas palabras, el salmista las había expresado en el contexto de la Alianza llevada a cabo por Yahvé con su pueblo. Son, por tanto, palabras destinadas al Dios de la Alianza. He aquí que, dirigiéndose precisamente a Dios, que es la roca de la salvación del hombre, Jesús proclama: ¡«Tú eres mi Padre»! Dice, usando la expresión de la máxima confianza de un hijo hacia su padre: ¡«Abba», Padre mío!

    El Hijo de Dios, Hijo de María, concebido por obra del Espíritu Santo, fue confiado al cuidado paternal de San José

    ¡Abba, Padre mío! Así llama Jesús al Padre que está en los Cielos, y hace posible que también nosotros nos dirijamos de tal modo a aquel de quien Él es Hijo consustancial y eterno. Jesús nos autoriza a expresarnos de este modo, a orar al Padre así.

    La liturgia de hoy nos introduce de una manera significativa en la oración que el Hijo de Dios le presenta incesantemente al Padre celestial.

    Participación de José en la paternidad del Padre eterno

    Al mismo tiempo, de su orante invocación, que resalta la paternidad de Dios, emerge, de algún modo, un singular designio salvífico acerca del hombre llamado José, a quien el Padre eterno ha confiado una peculiar participación en su propia paternidad.

    La Sagrada Familia – Museo Nacional del Virreinato, Tepotzotlán (México)

    «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 20-21). Con estas palabras, el Padre celestial llama a José, descendiente del linaje de David, a participar de manera especial de su eterna paternidad.

    El Hijo de Dios, Hijo de María, concebido por obra del Espíritu Santo, vivirá junto a José. Será confiado a su paternal cuidado. Se dirigirá a José —un ser humano— como a un «padre».

    José, «tu padre»

    La Madre de Jesús, cuando éste aún tenía 12 años, acaso no dijo en el Templo de Jerusalén: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados» (Lc 2, 48). María habla de José y utiliza la expresión: «tu padre».

    Muy singular fue la respuesta que en aquella ocasión les dio el Niño Jesús a sus padres: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Jesús revela así la verdad profunda de su filiación divina: la verdad que concierne al Padre, el cual «tanto amó al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).

    Aquel a quien el Padre eterno confió a su Hijo extiende su protección también sobre el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia

    Jesús Niño responde a María y a José: «Debía estar en las cosas de mi Padre». Y aunque a primera vista estas palabras parecen, en cierto sentido, eclipsar la «paternidad» de José, en realidad la resaltan aún más como paternidad afectuosa del singular «descendiente de David», José de Nazaret.

    Protector de la Iglesia

    He aquí, queridos hermanos y hermanas, el punto central de la solemnidad litúrgica de hoy: la paternidad afectuosa de San José. Es el garante y protector que, junto con la vocación de padre putativo del Redentor, recibió de la Divina Providencia la misión de proteger su crecimiento en sabiduría, edad y gracia.

    En las letanías dedicadas a él, lo invocamos con títulos maravillosos. Lo llamamos «Ilustre descendiente de David», «Luz de los patriarcas», «Esposo de la Madre de Dios», «Casto guardián de la Virgen», «Padre nutricio del Hijo de Dios», «Celoso defensor de Cristo», «Jefe de la Sagrada Familia».

    Con una expresión que bien resume la verdad bíblica sobre él, lo invocamos como «Protector de la Santa Iglesia». Ésta es una advocación profundamente arraigada en la revelación de la Nueva Alianza. La Iglesia es, en efecto, el Cuerpo de Cristo. ¿No era, pues, lógico y necesario que aquel a quien el Padre eterno confió a su Hijo extendiera también su protección a ese Cuerpo de Cristo que, según la enseñanza del apóstol Pablo, es la Iglesia? […]

    «Tú eres mi padre»… José fidelísimo, a ti nos dirigimos. No dejes de interceder por nosotros; ¡no dejéis de interceder por toda la familia humana! ◊

    Fragmentos de:
    SAN JUAN PABLO II.
    Homilía, 19/3/1993.

  • El legado de San José

    El legado de San José

    Príncipe de la Casa de David y depositario de todas las promesas divinas hechas a lo largo de los milenios… Sin embargo, ¡con cuánta sencillez vivió el padre virginal del Hombre-Dios, poseedor de tan augustos títulos!

    La iconografía, generalmente, lo representa portando una vara despojada de cualquier adorno, salvo los habituales lirios. Hubo patriarcas y profetas que marcaron la historia con sus cayados: conocidos son, por ejemplo, los portentos realizados por el bastón de Moisés (cf. Éx 7-10) o el oráculo divino manifestado por Zacarías rompiendo sus dos cayados (cf. Zac 11, 7-14). Por otra parte, en todas las épocas, los potentados ostentaron lujosos cetros, de marfil u oro, con incrustaciones de piedras preciosas. José no. Pero no por eso su bastón es inferior en gloria a todos los demás.

    En efecto, la honra insondable con la que Dios quiso rodear esta vara, testimonio tácito de elevados misterios, supera con creces el brillo de cualquier bastón, por más refinado que sea.

    Si glorioso fue Moisés abriendo con su vara el mar Rojo, mucho más glorioso fue José guiando con su cayado a la Sagrada Familia en la arriesgada travesía del desierto, guardando la infancia del Niño Jesús, sosteniéndole en sus primeros pasos. ¿Quién sabe si, en las incertidumbres del día a día, al contemplar a su esposo con el bastón en sus manos, la Virgen Santísima no recordaría el salmo: «Tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (22, 4)?

    ¡Con cuánto cuidado habrían conservado Jesús y María esta bendita reliquia, cuando el Santo Patriarca cerró definitivamente los ojos a esta vida! ¡Qué esperanzas no debieron albergar con respecto del futuro de la Iglesia al ver aquella vara con la que José los había guiado siempre de un modo tan victorioso! ¡Cuánta seguridad no inspiraría a la orfandad del Creador y a la viudez de la Reina del universo, que aún sufrían en este exilio!

    Muchos objetos pertenecientes a la Sagrada Familia se han perdido a lo largo de los tiempos. El bastón florido de San José, no obstante, aún hoy se conserva entre nosotros, en una iglesia dedicada a él en Nápoles. Quizá la Providencia lo haya permitido para que el cayado permaneciera como legado de su protección victoriosa para con cada fiel, así como guio las primicias de la salvación, Jesús y María.

    Al «vencedor», el Señor le prometió en el Apocalipsis darle poder sobre las naciones para regirlas con «cetro de hierro» (2, 26-27). Contrariamente a la idea equivocada de que se refiera a una tiranía, esta recompensa evoca el papel de un verdadero padre, que ofrece, con su autoridad, toda la firmeza, estabilidad y fuerza a la existencia de sus hijos.

    Vara de San José – Iglesia dedicada a él en Nápoles (Italia)

    ¿Cuál será entonces el premio reservado a José, cuyas obras, amor, fidelidad, generosidad, paciencia y constancia (cf. Ap 2, 19) fueron tan perfectos a los ojos de Dios? ¿Y qué portentos manifestará aún el Protector de la Santa Iglesia a la humanidad, habiendo vencido a las fuerzas del mal en el tiempo y en la eternidad? ¿Tendrá poder sobre los acontecimientos de la historia, junto con su divino Hijo y su Santísima Esposa?

    La devoción a San José no puede ser considerada jamás una más entre otras. Es fundamental para todo aquel que quiera ser verdaderamente de Nuestro Señor Jesucristo y de Nuestra Señora. Su cayado constituye, pues, para nuestros tiempos, ¡una prenda y una promesa de triunfo! Con él el Santo Patriarca nos guiará en nuestra peregrinación por este mundo y se apresurará a socorrernos en cualquier peligro. ◊

  • ¿Por qué y cómo confesarse?

    ¿Por qué y cómo confesarse?

    Judas Iscariote, al ver que Jesús había sido condenado a muerte, se dirigió al Templo para deshacerse del dinero espurio con el que había vendido a su Maestro. Cuando llegó, envuelto en tinieblas y dominado por la desesperación, dijo a los sumos sacerdotes: «He pecado entregando sangre inocente». Y aquellos pérfidos ministros se limitaron a responderle: «¿A nosotros qué? ¡Allá tú!» (Mt 27, 3-4). Entonces, Judas arrojó las monedas al suelo, salió del lugar santo y se ahorcó.

    ¡Oh, Judas! ¿No tenías por Maestro al Redentor que quita el pecado del mundo? ¿Por qué no corriste hacia Él, y sí hacia la perdición? ¡Cómo le dolió al Corazón de Jesús ver a quien había vivido tres años en la escuela de su amor desconfiar de su perdón y precipitarse desesperadamente entre los condenados!

    Pues bien, ese mismo Jesús, despreciado por el traidor, nos espera a cada uno de nosotros en el confesionario para concedernos torrentes de su perdón. ¿Acaso le diremos también «no» a Él?

    Pecadores por naturaleza, penitentes por la gracia

    Perdón. Hermosa y conmovedora palabra, divina potestad y una real necesidad para los hombres. ¿Quién no necesita de perdón? Con absoluta excepción de Nuestro Señor Jesucristo y moralmente de María Santísima, todo hombre es pecable por naturaleza mientras peregrina en este valle de lágrimas, pues aunque el bautismo borre la mancha original del alma, no la libera de sus debilidades y de la concupiscencia que la inclinan al pecado.1 Éste, una vez cometido, aleja de Dios al alma y hace imperativa una posterior conversión a Él, tanto más dolorosa cuanto mayor haya sido el alejamiento. Y este dolor caracteriza una virtud poco considerada, pero muy necesaria para nosotros, criaturas defectibles: la penitencia.

    Generalmente se acepta que la palabra penitencia deriva del latín pœnam tenere, en el sentido de tener pena o dolor, compadecerse; o de pœnire, que significa castigarse por los pecados personales cometidos.2 La penitencia, como virtud sobrenatural, es infundida por Dios en el alma y se ordena a reparar las injurias hechas contra Él, mediante el dolor y el arrepentimiento.

    Darse cuenta del mal perpetrado puede ser fruto de un acto racional honesto o de una constatación provocada por un castigo, como sucede con un asesino que se arrepiente de su crimen, no porque fuera un acto malo, sino porque se ve prisionero.

    En cuanto al orden sobrenatural, «no se arrepiente el que quiere, sino el que Dios misericordiosamente quiere que se arrepienta»,3 pues ningún pecador tiene derecho a la gracia del arrepentimiento y nunca podría alcanzarlo por sus propias fuerzas. Y al tratarse de una obra divina es por lo que las lágrimas de la compunción han escrito algunas de las páginas más bellas de la historia, empezando por Adán, pasando por David, alcanzando un auge conmovedor en Santa María Magdalena y extendiéndose a las más diversas almas penitentes cuya humildad brilló en los ojos de Dios y de los ángeles a lo largo de los siglos. Hasta nuestros días, la Santa Iglesia no ha dejado de hacerse eco y alimentar el espíritu de contrición en sus fieles, en las súplicas de perdón y misericordia que abundan tanto en la liturgia y los ritos sacramentales como en las oraciones privadas en general.

    Dios toca el alma del pecador y evidencia a sus ojos el horror de la ofensa hecha contra Él, llevándolo a la penitencia interior
    Santa María Magdalena penitente – Convento de San Agustín, Quito

    Dios, que no niega su gracia a nadie, toca el alma del pecador y evidencia a sus ojos oscurecidos el horror de la ofensa hecha contra Él. Al volver en sí, el penitente aborrece las faltas cometidas, desea corregir su mala conducta y sus costumbres depravadas, y se anima con la esperanza de alcanzar el perdón. Esto es la penitencia interior. Cuando el dolor de alma y el perdón concedido por Dios se manifiestan, entonces tenemos la penitencia exterior, elevada por Cristo a la dignidad de sacramento.4

    Tribunal en el que Dios es vencido

    Cada uno de los siete sacramentos posee una materia, que constituye, junto con la forma, el signo sensible de la gracia que obran. En la eucaristía, por ejemplo, tenemos el pan y el vino; en el bautismo, el agua; en la unción de los enfermos y en la confirmación, los óleos benditos. En el sacramento de la penitencia, tenemos la «remoción de una cierta materia, esto es, del pecado»,5 que se produce a través de las palabras del sacerdote: «Yo te absuelvo…».

    Como vimos en el artículo anterior, Nuestro Señor Jesucristo instituyó el sacramento de la penitencia cuando, soplando sobre los Apóstoles después de la Resurrección, les dio la potestad de perdonar los pecados: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23).

    Ahora bien, ¿cómo se sabe a quién perdonar y a quién retener los pecados si no es mediante un juicio? ¿Cómo se puede emitir una sentencia justa si no es en un proceso judicial? En efecto, el sacramento de la penitencia tiene el carácter de tribunal, donde el sacerdote desempeña el papel de juez y el penitente el de reo denunciante de sus propios delitos; esto se debe a que nadie, aparte de Dios y la persona misma, puede penetrar en el interior de la conciencia. Por su carácter acusatorio, este sacramento suele llamarse confesión.

    La confesión constituye así un verdadero tribunal de misericordia, en el que el reo contrito y con las debidas disposiciones tiene siempre ganada su causa, siempre es absuelto. De hecho, «no hay condena alguna para los que están en Cristo Jesús» (Rom 8, 1). De este modo, el reconocimiento humilde, unido a la petición de perdón, vence al Dios de toda justicia, convirtiéndolo en un Dios-compasión.

    Condiciones de validez

    Para que el sacramento de la penitencia sea válido, se le exige al penitente tres actos: la contrición, la confesión y la satisfacción.

    Los pecados ocurren siempre por medio de pensamientos, palabras y acciones —en las que también se incluyen las omisiones. Por ello, es preciso que Dios sea aplacado por las mismas facultades: por el entendimiento, ordenado por la contrición; por las palabras, purificadas en la confesión; y por las acciones, reparadas con el cumplimiento de la satisfacción, o sea, la penitencia impuesta por el sacerdote.

    De todas las disposiciones del sujeto, la más necesaria es la contrición. El verbo conterere significa triturar algo sólido y consistente. En el ámbito espiritual, se refiere al dolor del corazón pecador machacado de remordimiento por el ultraje que ha cometido. Cuando el alma posee una contrición perfecta, detesta sus pecados específicamente porque consisten en una ofensa a Dios —y ahí radica su carácter sobrenatural— y obtiene el perdón de sus faltas incluso antes de declararlas en el confesionario, siempre que tenga la intención de hacerlo a la primera oportunidad que se le presente. En cambio, el arrepentimiento por mero temor del castigo, llamado contrición imperfecta o atrición, es suficiente para obtener el perdón de los pecados en el tribunal de la penitencia, pero no fuera de él.

    Además, el propósito de no volver a pecar es una consecuencia necesaria de la buena contrición.6 Quien verdaderamente se arrepiente, decide firmemente abandonar todas las ocasiones que le llevan a pecar, aunque esto implique sacrificios, como la pérdida de bienes, amistades o prestigio.

    El que en la confesión no hace serio propósito de enmendarse de sus pecados, o lo hace a medias, conservando su apego a vicios pecaminosos, representa, según San Juan Crisóstomo,7 el papel de un comediante: finge ser un penitente, cuando en realidad es el mismo pecador de antes. El propósito de enmienda debe ser, pues, firme, enérgico, eficaz. Tanto éste como la contrición han de tener un alcance universal, ya que no se trata de evitar tal o cual tipo de pecado, sino de rechazar todo y cada uno de los pecados, por ser una afrenta al Creador.

    Examen de conciencia… y mucha fe y confianza

    Para no omitir ninguna falta grave, por olvido o por el nerviosismo del momento, conviene hacer primero un examen de conciencia, que consiste en analizar y escudriñar con diligencia los recovecos y escondrijos de la conciencia, tratando de recordar las faltas con las cuales se ha ofendido mortalmente al Señor, Dios nuestro. Los pecados veniales también son materia de confesión, y la Iglesia recomienda que sean declarados. Es muy recomendable que los pecados se escriban, para que nada escape a la acusación y afecte su perfección.

    La confesión será hecha al sacerdote, que actúa en la persona del Salvador, representándolo al mismo tiempo como Juez, a quien el Padre «ha confiado todo el juicio» (Jn 5, 22); como Médico, que debe aplicar el remedio adecuado a las debilidades del alma enferma; como divino Maestro, al instruir y corregir al penitente; y, finalmente, como Padre, que no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (cf. Lc 5, 32).

    Por consiguiente, es con espíritu de fe y confianza que el pecador debe acercarse al confesionario.

    ¿Desahogo o acusación?

    ¿Por qué decir los pecados? He aquí una pregunta que intriga a muchos.

    La confesión vocal es una saludable medicina contra el orgullo, raíz de todos los males. Además, incluso desde el punto de vista humano, acusarse de algo alivia y facilita la reconciliación, como dice el adagio: «Las buenas cuentas hacen los buenos amigos». En el sacramento de la penitencia, la acusación de las faltas no es un acto impuesto por un tercero, sino voluntario por iniciativa del propio penitente.

    ¿Y cómo acusarse?

    Debemos acercarnos al confesionario llenos de fe y confianza, acusando nuestras propias culpas con integridad y sencillez
    «El confesionario», de David Wilkie – Galería Nacional de Escocia, Edimburgo

    La confesión no es un desahogo de las dificultades de la vida, ni una oportunidad para granjearse la atención del sacerdote para satisfacer el deseo de ponerse en el centro; no es una justificación de los pecados ni una delación de las faltas de los demás… Es una acusación de las propias culpas.

    Santo Tomás de Aquino8 hace un elenco de dieciséis cualidades de las que debe revestirse la acusación. Para mayor provecho espiritual de nuestros lectores, no nos detendremos en todas, sino sólo en las más relevantes.

    Por derecho divino, la confesión debe ser necesariamente íntegra, es decir, deben acusarse todos los pecados mortales, con las circunstancias en que se cometieron, cuando éstas agravan o atenúan la malicia de los actos o cambian su especie. Por ejemplo, en el caso de robo, se debe mencionar la cantidad y calidad del objeto, así como la dignidad y condición de la persona robada; cuando existen desavenencias, sean leves o graves, se debe indicar quién ha sido herido física, moral o espiritualmente, sea un desconocido o un hermano; o, en el caso de adulterio, se debe especificar con quién se pecó, si con una persona soltera, casada o consagrada, ya que estas circunstancias cambian la especie del pecado.

    Omitir conscientemente lo que ha de ser manifestado es abusar de la santidad del sacramento y desperdiciar la oportunidad de reconciliarse con Dios, pues la confesión se torna inválida y además hace al penitente reo de un pecado mayor: el sacrilegio.9 ¡Qué tristeza cuando en el día del Juicio final el alma se vea condenada y aquello que no se atrevió a acusar en confesión sigilosa sea descubierto a los ojos de todos!… Será demasiado tarde. Por tanto, no es buena idea dejarse enmarañar por el maldito ovillo de la vergüenza con el que el demonio siempre trata de enredar al pecador.

    Al mismo tiempo que íntegra, la acusación debe ser sencilla, sin frases rebuscadas ni divagaciones inútiles, a modo de incriminación. En otras palabras, basta con que sea sincera, presentando los pecados tal y como la conciencia los muestra, sin omisiones ni exageraciones.

    La acusación también debe ser clara, y no susurrada hasta el punto de que no se oiga, ni pronunciada apresuradamente de manera que resulte incomprensible. «A veces deseamos un perdón barato, fácil, aunque sin llegar a hacer una confesión mentirosa», señala acertadamente Dom Columba Marmion.10 Obrar así «es engañarse a sí mismo, profanar el sacramento y encontrar el veneno y la muerte allí donde Cristo quiso poner la medicina y la vida».11

    Por último, es importante recordar que la confesión no es un interrogatorio. El sacerdote podrá hacer tantas preguntas como sean necesarias y el penitente es libre de expresar cualquier duda de conciencia que tuviera. Sin embargo, éste debe ir preparado para acusarse de sus faltas y no simplemente esperar a ser interrogado.

    La paz reconstituida y sellada

    Confesadas las culpas, el penitente acata las palabras del sacerdote y se dispone a cumplir la penitencia que le ha impuesto, generalmente alguna oración u otra obra satisfactoria. ¿Cuál es el motivo de esta penitencia?

    Con la absolución sacramental, Dios perdona el pecado y conmuta la pena eterna en pena temporal, la cual se paga en este mundo o en el Purgatorio. La penitencia sacramental, elemento constitutivo de la confesión, concurre a satisfacer de algún modo esta pena y ayuda a purificar el alma de las «reliquias de los pecados».12

    Al fin y al cabo, cuando la confesión ha sido bien hecha y el sacerdote levanta la mano para, trazando la señal de la cruz, pronunciar la sentencia: «Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», por muy graves que sean los crímenes cometidos, ¡todo queda indultado para siempre! ¡Oh, si se nos concediera ver el indecible milagro que entonces tiene lugar! «El alma […] se arrodilla desfigurada por el pecado y se yergue limpia y justificada. […] ¡Se ha sellado la paz entre el pecador y Dios, entre el Creador y la criatura!».13

    Cuando la confesión ha sido bien hecha, por muy graves que sean los crímenes cometidos, ¡todo queda indultado para siempre!
    «La confesión», de Marie-Amélie Cogniet – Museo de Bellas Artes de Orleans (Francia)

    Purificados por la sangre del Cordero

    ¡Qué agradable es la fragancia de la limpieza! Ahora bien, mucho más benéfico es el perfume de una conciencia recta, de un alma cristalina que no almacena «pecados envejecidos», sino que, en cuanto percibe en sí una falta, corre a lavarla en el saludable baño de la regeneración de la penitencia.

    En este sacramento es donde la sangre de Jesús, como en lo alto de la cruz, se derrama sobre nuestras almas para purificarlas, con todo el potencial de redención;14 a través de él somos fortalecidos contra las asechanzas del demonio y nuestras malas inclinaciones; en él recobramos o aumentamos en nosotros la vida divina.

    Sepamos, pues, recurrir con frecuencia a esta excelentísima fuente de gracia y de perdón. Y si, por casualidad, nos asalta la tentación de desesperación por tantas y tan grandes faltas, recordemos: hay multitud de santos que jamás habrían alcanzado el Paraíso si el Señor no hubiera instituido en la Iglesia el sacramento del perdón. Arrojándonos con humildad, amor y confianza en los brazos del Salvador y de su Madre Santísima, seremos salvados y contados entre el número de aquellos que han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero (cf. Ap 7, 14). ◊

    Notas


    1 Cf. DH 1515.

    2 Cf. Royo Marín, op, Antonio. Teología Moral para seglares. 5.ª ed. Madrid: BAC, 1994, t. ii, p. 257.

    3 Idem, p. 267.

    4 Cf. Catecismo Romano. Parte II, c. 5, n.º 4; 10.

    5 Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. III, q. 84, a. 3.

    6 DH 1676.

    7 Cf. Mortarino, Giuseppe. A Palavra de Deus em exemplos. São Paulo: Paulinas, 1961, pp. 132-133.

    8 Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. Suppl. q. 9, a. 4.

    9 Cf. Catecismo Romano. Parte II, c. 5, n.º 48; Royo Marín, op. cit., p. 342.

    10 Beato Columba Marmion. Jesus Cristo, ideal do sacerdote. São Paulo: Lumen Christi; Cultor de Livros, 2023, p. 126.

    11 Royo Marín, op. cit., p. 338.

    12 Cf. Catecismo Romano. Parte II, c. 5, n.º 59.

    13 Corrêa de Oliveira, Plinio. «Hediondez do pecado e beleza da confissão – II». In: Dr. Plinio. São Paulo. Año ix. N.º 102 (set, 2006), p. 13.

    14 Cf. Philipon, op, Marie-Michel. Os Sacramentos da vida cristã. Rio de Janeiro: Agir, 1959, p. 169.

  • El sacramento de la confesión – ¿Jesucristo instituyó la confesión?

    El sacramento de la confesión – ¿Jesucristo instituyó la confesión?

    Al proclamar que la vida del hombre sobre la tierra es una lucha (cf. Job 7, 1), Job no hace más que recordar el férreo enfrentamiento que se libra en el interior de cada persona, en la elección entre el bien y el mal. Manchada por el pecado, la naturaleza humana se debilitó en extremo, de tal manera que es incapaz de practicar la virtud establemente sin la ayuda de la gracia y el esfuerzo constante.

    Cuántas son, no obstante, las ocasiones en las que nos dejamos vencer por nuestras debilidades, por ilusiones traicioneras o por nuestros propios caprichos… Cuántas veces acabamos cayendo en el abismo del pecado… Sin embargo, aún peor que cometer una falta es adoptar una actitud de indiferencia y lasitud después de la caída. Nuestras ofensas pueden afectar tal o cual mandamiento, pero el descuido atenta directamente contra el primero: «Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 5).

    El perdón divino en el Antiguo Testamento

    Por esa razón, desde la primera falta —el pecado original— el Altísimo no cesa de invitar al hombre a la conversión. Esto es lo que verificamos al recorrer las páginas del Génesis. Adán comió el fruto prohibido y luego se escondió; no obstante, Dios tomó la iniciativa de llamarlo y atraerlo hacia sí, «ansioso» de que volviera su rostro y sus caminos hacia la senda del bien (cf. Gén 3, 8-10).

    Esta actitud del Creador se repite a lo largo de todo el Antiguo Testamento. Se manifiesta continuamente, deseoso de conducir al hombre a la conversión: ora se muestra como buen Padre, ora como Esposo amoroso, Señor fiel, siempre dispuesto a renovar su alianza y perdonar al que se arrepiente.1 En la pluma de Isaías, llega a comparar su amor con el de una madre: pregunta, por labios del profeta, si una mujer puede olvidar a aquel a quien amamanta y no tener ternura del fruto de sus entrañas; y afirma que, incluso si esto sucediera, Él nunca abandonaría a los suyos (cf. Is 49, 15).

    De diversas maneras, el Dios de la misericordia suscitaba en el corazón de cada ser humano el sentimiento de compunción, ya fuera a través de los rituales penitenciales de la ley mosaica, ya por las predicaciones proféticas o las prácticas de excomunión de la sociedad.

    Nuestro Señor Jesucristo y el perdón a los pecadores

    Con el advenimiento del Redentor, el perdón y la conversión adquieren un sentido mucho más profundo. En primer lugar, nos introduce en una convivencia íntima con Dios, dándonos la gracia de hacernos hijos suyos y de tratarlo como tales: «Padre nuestro que estás en el Cielo…» (Mt 6, 9).

    Al mismo tiempo, es notorio cómo sus parábolas están impregnadas de amor misericordioso para con los débiles. Entre ellas, recordemos la de la oración del publicano (cf. Lc 18, 9-14), la del rey indulgente y del súbdito ingrato (cf. Mt 18, 23-35), la del buen pastor (cf. Lc 15, 3-7), y —quizá la más expresiva de todas— la del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32). En efecto, Dios es el Padre amoroso que ni siquiera espera a que su hijo compungido se acerque desde lo lejos, sino que sale a su encuentro, olvidando todo lo sucedido en el pasado. Incluso prepara un festín para celebrar la conversión de aquel que había estado perdido.

    El perdón de los pecados es el eje de la misión redentora del Verbo Encarnado, hasta el punto de que lo quiso dejar consignado en la fórmula de la consagración eucarística: «Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias y dijo: “Bebed todos; porque esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para la remisión de los pecados» (Mt 26, 27-28).

    Ahora bien, queda la pregunta: ¿Cristo le otorgó ese poder a su Iglesia?

    A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados»: al conceder a los Apóstoles la facultad de absolver, Jesús les confía un poder divino
    El Señor se aparece a los Apóstoles en el cenáculo, de Duccio di Buoninsegna – Museo dell’Opera del Duomo, Siena (Italia)

    El momento de la institución

    El Evangelio deja muy claro que Jesús no quiso absolver sólo mientras estaba físicamente presente en la tierra. Nos legó un medio por el cual podemos recurrir continuamente a su perdón y estar moralmente seguros de recibirlo. Esa insigne dádiva es el sacramento de la confesión.

    El momento elegido para instituirlo fue la misma tarde del domingo de Pascua, cuando apareció resucitado a los Apóstoles: «Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”» (Jn 20, 21-23).

    El mandato

    De este modo, el divino Redentor les concede a los Doce la capacidad de absolver en su nombre.

    En primer lugar, la expresión «como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» pone de manifiesto que existe una analogía entre la misión de Cristo y la de la Iglesia, representada allí por el Colegio Apostólico. Así como el Señor vino a salvar a todo el género humano (cf. Jn 3, 17), principalmente a través de la victoria sobre el pecado, envía a los Apóstoles —y por medio de ellos a sus sucesores— a continuar esa misión que recibió del Padre.

    Enseguida, «sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”». Este pasaje no debe confundirse con la venida del Paráclito en Pentecostés, acontecimiento que tendría lugar cincuenta días después. Según una interpretación autorizada, Jesús infunde aquí el Espíritu Santo para conferirle a la Iglesia los medios sobrenaturales que necesita para continuar y prolongar su presencia y acción en el tiempo y en el espacio.2

    Además, en el propio gesto del Salvador hay un simbolismo muy profundo, relacionado con el perdón de los pecados: al igual que el soplo divino engendró la vida humana (cf. Gén 2, 7), es el Espíritu Paráclito quien infunde la vida de la gracia en nosotros.

    Finalmente, Jesús les dice: «A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». ¿Quién puede borrar las faltas sino Dios (cf. Mc 2, 7)? Al concederles la facultad de absolver, el Señor les confía un poder propiamente divino: el Creador quiere servirse de un ministro o intermediario para distribuir con liberalidad su misericordia.

    Jesús está siempre dispuesto a perdonar

    Un pormenor interesante que destacar es que en ningún momento Jesús rechaza perdonar al pecador. Él no dice «a quien se los neguéis», sino «a quienes se los retengáis». Algunos autores3 aclaran que con este verbo no se debe entender el rechazo de la absolución, sino más bien la exigencia de condiciones para obtenerla. De este modo, la remisión del pecado implica dos etapas: por una parte, la imposición de ciertas obligaciones y, por otra, la declaración de que los pecados han sido borrados. Dios anhela concedernos la venia; sin embargo, antes es necesario que el penitente elimine los obstáculos que le impiden recibirla.

    No podemos olvidar que, al perdonar, Jesucristo exige siempre un cambio de vida, como cuando exhorta a la adúltera a no ofender más a Dios (cf. Jn 8, 11). Pero a los que se convierten de corazón, les promete el Reino de Dios: «En verdad te digo: que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43).

    ¿Por qué confesarse?

    No obstante, puede aflorar una duda en nuestro entendimiento. En ningún pasaje de los Evangelios nos parece que el Señor imponga la necesidad de confesar nuestros pecados a otro hombre. Sólo dice que los Apóstoles pueden perdonarlos o retenerlos. Entonces, ¿por qué la Iglesia determina la acusación de las faltas al sacerdote? De hecho, una cosa se sigue de la otra.

    En el sacramento de la confesión, el ministro desempeña el papel de juez y de médico. Juez, porque el divino Maestro le ha confiado la obligación de decidir si perdonar o retener los pecados. Esta elección exige juicio por su parte y, como afirma el Concilio de Trento,4 los sacerdotes no serán buenos jueces si la causa no les es conocida de modo que puedan dictar la sentencia adecuada.

    Además, cuando declaramos nuestras faltas al ministro con sincero arrepentimiento y recibimos de él la absolución, salimos con la plena confianza de que hemos sido perdonados por Dios. ¿De qué otra manera tendríamos tal certeza? Por eso es imprescindible que el penitente confiese sus faltas.

    Por voluntad del Redentor, el ministro actúa en su nombre como juez y médico de las almas; lo que se exige del penitente es abandonarse confiadamente a la divina Misericordia
    Absolución después de la confesión – Catedral del Santísimo Salvador, Aix-en-Provence (Francia)

    Y puesto que el confesor ejerce también el oficio de médico, se deduce que debemos declararle nuestras faltas a fin de recibir la ayuda adecuada. No es humillante someterse a la criba de un buen especialista cuando se está dolorido, pues «si el enfermo se avergüenza de mostrarle la llaga al médico, la pericia de éste no podrá curar lo que desconoce».5 De igual modo, quien haya sido herido por Satanás al cometer algún pecado, no debe avergonzarse de reconocer su culpa y alejarse de ella, recurriendo a la medicina de la penitencia.6

    La confesión y el misterio pascual

    Finalmente, conviene recordar un último detalle, que corrobora la altísima estima que debemos nutrir por la confesión: la relación entre su institución y la de la sagrada eucaristía. Durante la Última Cena, momentos antes de comenzar la Pasión, el divino Redentor nos legó el Sacramento de su Cuerpo y Sangre; y en la tarde del domingo de Pascua, en su primer encuentro con los Apóstoles, les dio el poder de perdonar los pecados. Así, el Señor inauguró el Triduo pascual celebrando el sacrificio eucarístico y lo clausuró estableciendo el sacramento de la penitencia.

    Además, el hecho de que la Tradición haya considerado siempre que tanto estos acontecimientos como Pentecostés ocurrieran en el mismo lugar —el cenáculo— muestra la estrecha relación que existe, en el misterio salvífico, entre la Eucaristía, el sacramento del perdón y la doble efusión del Espíritu Santo: con ellos se perpetúa la completa y definitiva victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.

    Una insigne dádiva otorgada a los hombres

    La confesión es una enorme prueba de amor, mediante la cual el Creador ofrece con tanta facilidad su perdón al pecador contrito. Él, que tendría el derecho de castigarnos inmediatamente después de la falta cometida, no cesa de derramar sobre nosotros gracias de conversión, con el objetivo de que busquemos fervientemente este sublime sacramento.

    Por voluntad del Redentor, el ministro actúa en su nombre como juez y médico de las almas. Lo que se le exige al penitente es que se abandone confiadamente a la Misericordia divina y confiese sus pecados, seguro de obtener el incomparable perdón de Dios.

    Así, el sacramento de la penitencia se revela como un verdadero tesoro que la Providencia ha puesto al alcance de todos. Es nuestro deber saber recurrir a él frecuentemente, con humildad y gratitud. ◊

     

    Efectos de la confesión sacramental

    No cabe duda que la confesión, realizada en estas condiciones, es un medio de altísima eficacia santificadora. Porque en ella:

    a) La sangre de Cristo ha caído sobre nuestra alma, purificándola y santificándola. Por eso, los santos que habían recibido luces vivísimas sobre el valor infinito de la sangre redentora de Jesús tenían verdadera hambre y sed de recibir la absolución sacramental.

    b) Se nos aumenta la gracia ex opere operato, aunque en grados diferentísimos según las disposiciones del penitente. De cien personas que hayan recibido la absolución de las mismas faltas, no habrá dos que hayan recibido la gracia en el mismo grado. Depende de la intensidad de su arrepentimiento y del grado de humildad con que se hayan acercado al sacramento.

    La confesión es un medio de altísima eficacia santificadora, pues por la sangre de Cristo purifica el alma, dándole paz, luces y fuerzas
    Confesionario de la basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil)

    c) El alma se siente llena de paz y de consuelo. Y esta disposición psicológica es indispensable para correr por los caminos de la perfección.

    d) Se reciben mayores luces en los caminos de Dios. Y así, por ejemplo, después de confesarnos comprendemos mejor la necesidad de perdonar las injurias, viendo cuan misericordiosamente nos ha perdonado el Señor; o se advierte con más claridad la malicia del pecado venial, que es una mancha que afea y ensucia el alma, privándola de gran parte de su brillo y hermosura.

    e) Aumenta considerablemente las fuerzas del alma, proporcionándole energía para vencer las tentaciones y fortaleza para el perfecto cumplimiento del deber. Claro que estas fuerzas se van debilitando poco a poco, y por eso es menester aumentarlas otra vez con la frecuente confesión.

    Extraído de: ROYO MARÍN, OP, Antonio.
    Teología de la perfección cristiana.
    Madrid: BAC, 2008, p. 450.

     

     

    Notas


    1 A modo de ejemplo, hemos seleccionado algunos pasajes que tratan del perdón o de la corrección de Dios como Esposo fiel: Ez 16, 60-63; Is 54, 4-8; 62, 3-5; Jer 3, 1-13; y como buen Padre: Dt 8, 5; Prov 3, 12; Sal 26, 10; 102, 13.

    2 Como puede leerse en el Catecismo: «Reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre y en su persona» (CCE 1120). Véase también: Adnès, sj, Pierre. La Penitencia. Madrid: BAC, 1981, p. 41.

    3 Por ejemplo: Rouillard, Philippe. História da Penitência, das origens aos nossos dias. São Paulo: Paulus, 1999, pp. 17-18.

    4 Cf. Concilio de Trento. Doctrina sobre el Sacramento de la Penitencia, c. 5: DH 1679-1680.

    5 San Jerónimo. Commentarius in Ecclesiasten, c. x: PL 23, 1096.

    6 Cf. Afraates. «Exposición 7». In: Cordeiro, José de Leão (Ed.). Antologia litúrgica. Textos litúrgicos, patrísticos e canônicos do primeiro milênio. 2.ª ed. Fátima: Secretariado Nacional de Liturgia, 2015, p. 391.